La ascensión del Señor
1. La glorificación del Señor llegó a su término con su resurrección y
ascensión. Su resurrección la celebramos el domingo de Pascua; su ascensión,
hoy. Uno y otro son días de fiesta para nosotros, pues resucitó para dejarnos
una prueba de la resurrección, y ascendió para protegernos desde lo alto.
Tenemos, pues, como Señor y Salvador nuestro a Jesucristo, que primero pendió
del madero y ahora está sentado en el cielo. Cuando pendía del madero, entregó
el precio por nosotros; sentado en el cielo, reúne lo que compró. Una vez que
los haya reunido a todos, lo cual acontece en el tiempo, vendrá al final de los
tiempos, según está escrito: Dios vendrá manifiestamente; no
encubierto, como vino la primera vez, sino manifiesta mente, según acaba de
decirse. En efecto, convenía que viniese encubierto para ser juzgado;
pero vendrá manifiestamente para juzgar. Si hubiese venido manifiestamente la
primera vez, ¿quién hubiese osado juzgarle mostrando a las claras quién era, si
ya el mismo apóstol Pablo dice: Pues, si lo hubiesen conocido, nunca
hubiesen crucificado al rey de la gloria? Y si a él no lo hubiesen
entregado a la muerte, no hubiese muerto la muerte. El diablo fue vencido en lo
que era su trofeo. Saltó de gozo el diablo cuando por seducción suya arrojó al
primer hombre a la muerte. Seduciéndolo, dio muerte al primer hombre; dando
muerte al último, libró al primero de sus propios lazos.
2. Por tanto, la victoria de nuestro Señor Jesucristo se convirtió en
plena con su resurrección y ascensión al cielo. Entonces se cumplió lo que
habéis oído en la lectura del Apocalipsis: Venció el león de la tribu
de Judá. A él mismo se le llama, a la vez, león y cordero 1: león por
su fortaleza, y cordero por su inocencia; león en cuanto invicto, y cordero en
cuanto manso. Y este cordero degollado venció con su muerte al león que busca a
quien devorar. También al diablo se le llama león por su ferocidad, no por su
valor. Dice, en efecto, el apóstol Pedro que conviene que estemos alerta contra
las tentaciones, porque vuestro adversario el diablo ronda buscando a
quién devorar. E indicó también cómo hace la ronda: Cual león
rugiente, ronda buscando a quién devorar. ¿Quién no iría a parar a los
dientes de este león si no hubiera vencido el león de la tribu de Judá? Un león
frente a otro león y un cordero frente al lobo. Saltó de gozo el diablo cuando
murió Cristo, y en la misma muerte de Cristo fue vencido el diablo; como en una
ratonera, se comió el cebo. Gozaba con la muerte cual si fuera el jefe de la
muerte; se le tendió como trampa lo que constituía su gozo. La trampa del
diablo fue la muerte del Señor; el cebo para capturarle, la muerte del Señor.
Ved que resucitó nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde queda la muerte que pendió
del madero? ¿Dónde quedan los insultos de los judíos? ¿Dónde la hinchazón y la
soberbia de los que ante la cruz agitaban su cabeza y decían: Si es el
Hijo de Dios, que descienda de la cruz? Ved que hizo más de lo que le
exigían ellos en chanza; en efecto, más es resucitar del sepulcro que descender
del madero.
3. Y ahora, ¡qué gloria la suya, la de haber ascendido al cielo, la de
estar sentado a la derecha del Padre! Pero esto no lo vemos, como tampoco lo
vimos colgar del madero, ni fuimos testigos de su resurrección del sepulcro.
Todo esto lo creemos, lo vemos con los ojos del corazón. Hemos sido alabados
por haber creído sin haber visto. A Cristo lo vieron también los judíos. Nada
tiene de grande ver a Cristo con los ojos de la carne; lo grandioso es creer en
Cristo con los ojos del corazón. Si se nos presentase ahora Cristo, se parase
ante nosotros, callado, ¿cómo sabríamos quién era? Y además, permaneciendo
callado, ¿de qué nos aprovecharía? ¿No es mejor que, ausente, hable en el
evangelio antes que, presente, esté callado? Y, sin embargo, no está ausente si
se les aferra con el corazón. Cree en él y lo verás; no está presente a tus
ojos y posee tu corazón. En efecto, si estuviese ausente de nosotros, sería
mentira lo que acabamos de oír: He aquí que yo estoy con vosotros hasta
el fin de los siglos.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t.
XXIV), Sermón 263, 1-3, BAC Madrid 1983, 656-59
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