Mi primer
Sagrario abandonado
Fuíme derecho al Sagrario de la restaurada
iglesia en busca de alas a mis casi caídos entusiasmos, y... ¡qué Sagrario!
Un ventanuco como de un palmo cuadrado, con más telarañas que cristales,
dejaba entrar trabajosamente la luz de la calle con cuyo auxilio pude distinguir
un azul tétrico de añil, que cubría las paredes; dos velas que lo mismo podían
ser de sebo que de tierra o de las dos cosas juntas; unos manteles con encajes
de jirones y quemaduras y adornos de goterones negros; una lámpara mugrienta
goteando aceite sobre unas baldosas pringosas; algunas más colgaduras de
telarañas, ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Y qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi
fe y mi valor para no volver a tomar el burro del sacristán, que aun estaba
amarrado a los aldabones de la puerta de la iglesia, y salir corriendo para mi
casa!
Pero no huí. Allí me quedé un rato largo y allí encontré mi plan de
misión y alientos para llevarlo al cabo. Pero sobre todo encontré...
Allí, de rodillas ante aquel montón de harapos y suciedades, mi fe veía
a través de aquella puertecilla apolillada, a un Jesús tan callado, tan
paciente, tan desairado, tan bueno, que me miraba... Sí, parecíame que después
de recorrer con su vista aquel desierto de almas, posaba su mirada entre triste
y suplicante, que me decía mucho y me pedía más. Que me hacía llorar y guardar
al mismo tiempo las lágrimas para no afligirlo más. Una mirada en la que se
reflejaban unas ganas infinitas de querer y una angustia infinita también, por
no encontrar quien quisiera ser querido... Una mirada en la que se reflejaba
todo lo triste del Evangelio: lo triste del "no
había para ellos posada en Belén". Lo triste de aquellas palabras del
Maestro: "Y vosotros ¿también
queréis dejarme?" Lo triste del mendigo Lázaro pidiendo las migajas
sobrantes de la mesa del Epulón. Lo triste de la traición de Judas, de la
negación de Pedro, de la bofetada del soldado, de los salivazos del pretorio,
del abandono de todos...
Sí, sí, aquellas tristezas estaban allí en aquel Sagrario oprimiendo,
estrujando al Corazón dulce de Jesús y haciendo salir por sus ojos un jugo
amargo, ¡lágrimas benditas las de aquellos ojos!...
Marías que leéis estas páginas y que habéis
visitado Sagrarios que se parecen a éste que yo describo y ante ellos habéis
pasado un rato de oración, ¿verdad que la mirada de Jesucristo en esos
Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca?
Lo que me
enseñó aquel Sagrario
Yo no sé que nuestra religión tenga un
estímulo más poderoso de gratitud, un principio más eficaz de amor, un móvil
más fuerte de acción, que un rato de oración ante un Sagrario abandonado.
Quizá una fe superficial saque escándalo y tibieza de ese abandono. Pero
una fe que medite y sobre todo, un corazón que ahonde un poco debajo de la
corteza de las cosas, descubrirá en ese Jesús abandonado que se deja acompañar
de telarañas y sabandijas; que pasa los días y las noches solo durante años y años y a pesar de todo eso no se va de aquel Sagrario; ni deja de mandar sol desde la mañana a
la noche y agua para la sed y pan para el hambre y salud y descanso y fuerzas
beneficiosas en cada segundo y a cada uno de los que le maltratan; ese Corazón,
repito, no tiene más remedio que ver en ese modo de abandonar de los hombres y
en esa manera de corresponder de Jesucristo, el Evangelio vivo, pero con una vida tan brillante, tan fecunda, tan
activa, tan en ebullición de amor de
cielo, que no hay más remedio que entregarse a discreción y sin reserva,
diciendo con san Pedro: "Aunque
todos te abandonen, yo no te abandonaré"... ¡Este amor no se parece a
ningún otro amor!.
De mí sé deciros que aquella tarde en aquel rato de Sagrario, entreví
para mi sacerdocio una ocupación en la que antes no había ni soñado y para mis
entusiasmos otra poesía que antes me era desconocida. Creo que allí se
desvanecieron mis ilusiones de cura de pueblo de costumbres patriarcales y
sencillas, con mi vocación de don
Sabas...
Ser cura de un pueblo que no quisiera a
Jesucristo, para quererlo yo por todo el pueblo. Emplear mi sacerdocio en cuidar a Jesucristo en las necesidades que su vida de Sagrario le
ha creado. Alimentarlo con mi amor. Calentarlo con mi presencia. Entretenerlo
con mi conversación. Defenderlo contra el abandono y la ingratitud.
Proporcionar desahogos a su Corazón con mis santos Sacrificios. Servirle de
pies para llevarlo a donde lo desean. De manos para dar limosna en su nombre
aun a los que no lo quieren. De boca para hablar de Él y consolar por Él y
gritar a favor de Él cuando se empeñen en no oírlo... hasta que lo oigan y lo
sigan... ¡Qué hermoso sacerdocio!
Y ¿si se
obstinan en no quererlo?
Y ¿si no quieren ni mi amistad, porque los
lleva a Él, ni mi dinero porque en su nombre lo doy y me cierran todas las
puertas?
¡No importa!
Siempre a Jesús y a mí nos quedará el consuelo de tener una por lo menos
abierta: Él, la de mi corazón y yo la del suyo...
Embebido en estos pensamientos y dulcemente entristecido el corazón con
los sentimientos que éstos excitaban, se dio la misión.
Al caso no hace describir las peripecias de ella, que no fueron pocas,
como entre otras, el tener que dormir el Misionero en la cuadra del señó Antonio para que no le molestasen los chiquillos de la casa y en un catre
en constante protesta y amenaza contra la humanidad de aquél. Ni los frutos que
no fueron escasos. Ni las ganas que a mí me quedaron de quedarme de pastor de
aquellas pobrecillas ovejas. Ni del sentimiento con que me separé de ellas...
Para el interés de mi historia baste saber que la impresión de aquel
tristísimo Sagrario, de tal modo hicieron mella en mi alma, que no solamente no
se me ha borrado ni se me borrará en la vida, sino que vino a ser para mí como
punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal de
otra manera, no sé si llamarla menos poética o más seria.
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