CARTA DE SU
SANTIDAD
BENEDICTO
XVI
AL PREPÓSITO GENERAL
AL PREPÓSITO GENERAL
DE LA
COMPAÑÍA DE JESÚS
CON MOTIVO DEL
CON MOTIVO DEL
50°
ANIVERSARIO
DE LA ENCÍCLICA
DE LA ENCÍCLICA
HAURIETIS
AQUAS
Al reverendísimo padre
PETER-HANS KOLVENBACH
Prepósito general
de la Compañía de Jesús
PETER-HANS KOLVENBACH
Prepósito general
de la Compañía de Jesús
Las
palabras del profeta Isaías, "sacaréis agua con gozo de las fuentes de la
salvación" (Is 12, 3), con las que comienza la encíclica con la que
Pío XII recordaba el primer centenario de la extensión a toda la Iglesia de la
fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, no han perdido nada de su significado hoy,
cincuenta años después. La encíclica Haurietis aquas, al promover el
culto al Corazón de Jesús, exhortaba a los creyentes a abrirse al misterio de
Dios y de su amor, dejándose transformar por él. Cincuenta años después, sigue
siendo siempre actual la tarea de los cristianos de continuar profundizando en
su relación con el Corazón de Jesús para reavivar en sí mismos la fe en el amor
salvífico de Dios, acogiéndolo cada vez mejor en su vida.
El
costado traspasado del Redentor es la fuente a la que nos invita a acudir la
encíclica Haurietis aquas: debemos recurrir a esta fuente para
alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su
amor. Así podremos comprender mejor lo que significa conocer en
Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo teniendo puesta nuestra
mirada en él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor,
para poderlo testimoniar después a los demás.
En
efecto, como escribió mi venerado predecesor Juan Pablo II, "junto al
Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero
y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una vida
auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón humano, a
unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. Así -y esta es la
verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador- sobre las ruinas
acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la civilización del
Corazón de Cristo" (Carta de Juan Pablo II al prepósito general
de la Compañía de Jesús, 5 de octubre de 1986: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 19 de octubre
de 1986, p. 4).
En la
encíclica Deus caritas est cité la afirmación de la primera carta de san
Juan: "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos
creído en él", para subrayar que en el origen del ser cristianos está el
encuentro con una Persona (cf. n. 1). Dado que Dios se manifestó del modo más
profundo a través de la encarnación de su Hijo, haciéndose "visible"
en él, es en la relación con Cristo donde podemos reconocer quién es
verdaderamente Dios (cf. Haurietis aquas, 29-41; Deus caritas est,
12-15). Más aún, dado que el amor de Dios encontró su expresión más profunda en
la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la cruz, es sobre todo al
contemplar su sufrimiento y su muerte como podemos reconocer de manera cada vez
más clara el amor sin límites que Dios nos tiene: "Tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
Por lo
demás, este misterio del amor que Dios nos tiene no sólo constituye el
contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo
tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por
tanto, es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo
como el cristianismo. En efecto, sólo se puede ser cristiano dirigiendo la
mirada a la cruz de nuestro Redentor, "al que traspasaron" (Jn
19, 37; cf. Zc 12, 10). La encíclica Haurietis aquas recuerda,
con razón, que la herida del costado y las de los clavos han sido para
innumerables almas los signos de un amor que ha transformado cada vez más
eficazmente su vida (cf. n. 52). Reconocer el amor de Dios en el Crucificado se
ha convertido para ellas en una experiencia interior que les ha llevado a
confesar, como santo Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn
20, 28), permitiéndoles alcanzar una fe más profunda acogiendo sin reservas el
amor de Dios (cf. Haurietis aquas, 49).
El
significado más profundo de este culto al amor de Dios sólo se manifiesta
cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento
sino también, y sobre todo, a la experiencia personal de ese amor en la entrega
confiada a su servicio (cf. ib., 62). Obviamente, experiencia y
conocimiento no pueden separarse: están íntimamente relacionados. Por lo
demás, conviene destacar que un auténtico conocimiento del amor de Dios sólo es
posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de generosa
disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta en el
costado traspasado por la lanza se transforma en silenciosa adoración. La
mirada puesta en el costado traspasado del Señor, del que brotan "sangre y
agua" (cf. Jn 19, 34), nos ayuda a reconocer la multitud de dones
de gracia que de allí proceden (cf. Haurietis aquas, 34-41) y nos abre a
todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto
al Corazón de Jesús.
La fe,
entendida como fruto de la experiencia del amor de Dios, es una gracia, un don
de Dios. Pero el hombre sólo podrá experimentar la fe como una gracia en la
medida en la que la acepta dentro de sí como un don, del que trata de vivir. El
culto del amor de Dios, al que la encíclica Haurietis aquas (cf. n. 72)
invitaba a los fieles, debe ayudarnos a recordar incesantemente que él cargó
con este sufrimiento voluntariamente "por nosotros", "por
mí". Cuando practicamos este culto, no sólo reconocemos con gratitud el
amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra
vida quede cada vez más modelada por él.
Dios,
que ha derramado su amor "en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado" (cf. Rm 5, 5), nos invita incesantemente
a acoger su amor. Por consiguiente, la invitación a entregarse totalmente
al amor salvífico de Cristo (cf. Haurietis aquas, 4) tiene como primera
finalidad la relación con Dios. Por eso, este culto, totalmente orientado al
amor de Dios que se sacrifica por nosotros, reviste una importancia
insustituible para nuestra fe y para nuestra vida en el amor.
Quien
acepta el amor de Dios interiormente queda modelado por él. El hombre vive la
experiencia del amor de Dios como una "llamada" a la que tiene que responder.
La mirada dirigida al Señor, que "tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó
con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17), nos ayuda a prestar más
atención al sufrimiento y a las necesidades de los demás. La contemplación, en
la adoración, del costado traspasado por la lanza nos hace sensibles a la
voluntad salvífica de Dios. Nos hace capaces de abandonarnos a su amor
salvífico y misericordioso, y al mismo tiempo nos fortalece en el deseo de
participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en sus instrumentos.
Los
dones recibidos del costado abierto, del que brotaron "sangre y agua"
(cf. Jn 19, 34), hacen que nuestra vida se convierta también para los
demás en fuente de la que brotan "ríos de agua viva" (Jn 7,
38) (cf. Deus caritas est, 7). La experiencia del amor vivida mediante
el culto del costado traspasado del Redentor nos protege del peligro de
encerrarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una vida para los
demás. "En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida
por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1
Jn 3, 16) (cf. Haurietis aquas, 38).
La
respuesta al mandamiento del amor sólo se hace posible experimentando que este
amor ya nos ha sido dado antes por Dios (cf. Deus caritas est, 14). Por
tanto, el culto del amor que se hace visible en el misterio de la cruz,
actualizado en toda celebración eucarística, constituye el fundamento para que
podamos convertirnos en personas capaces de amar y entregarse (cf. Haurietis
aquas, 69), siendo instrumentos en las manos de Cristo: sólo así se
puede ser heraldos creíbles de su amor.
Sin
embargo, esta disponibilidad a la voluntad de Dios debe renovarse en todo
momento: "El amor nunca se da por "concluido" y
completado" (cf. Deus caritas est, 17). Así pues, la contemplación
del "costado traspasado por la lanza", en el que resplandece la
ilimitada voluntad salvífica por parte de Dios, no puede considerarse como una
forma pasajera de culto o de devoción: la adoración del amor de Dios, que
ha encontrado en el símbolo del "corazón traspasado" su expresión
histórico-devocional, sigue siendo imprescindible para una relación viva con
Dios (cf. Haurietis aquas, 62).
Con el
deseo de que el 50° aniversario contribuya a impulsar en muchos corazones una
respuesta cada vez más fervorosa al amor del Corazón de Cristo, le imparto una
especial bendición apostólica a usted, reverendísimo padre, y a todos los
religiosos de la Compañía de Jesús, siempre muy activos en la promoción de esta
devoción fundamental.
Vaticano, 15 de mayo de 2006
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