HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
SANTA MISA Y PROCESIÓN
EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DEL
EN LA SOLEMNIDAD DEL
SANTÍSIMO CUERPO Y
SANGRE DE CRISTO
Atrio de la Basílica de
San Juan de Letrán
Jueves 22 de mayo de 2008
Jueves 22 de mayo de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo fuerte del año
litúrgico, que, centrándose en la Pascua se prolonga durante tres meses
—primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo
pascual—, la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter
"sintético": la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y,
por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado específico de
la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración
misma que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos
fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar
del Señor para estar juntos en su presencia; luego, tendrá lugar la
procesión, es decir, caminar con el Señor; y, por último, arrodillarse
ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la misa y acompaña toda la
procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística,
cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la
vida por nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que
sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse
en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba "statio".
Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se
invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al
Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de los
orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a
las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había
un solo obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se
constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno
solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo
en la segunda lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa
expresión de san Pablo: "Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni
libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús"
(Ga 3, 28). "Todos vosotros sois uno". En estas palabras se
percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más
profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la
Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del Señor, personas de edad,
sexo, condición social e ideas políticas diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un
hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La
Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo.
Nosotros, esta tarde, no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos
venido y nos encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a
convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo.
Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión,
de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros
para convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los
inicios, la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor
de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del
particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto.
Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos
quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la
presencia del único Señor y ser uno en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar
con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos
juntos después de la santa misa, como su prolongación natural,
avanzando tras Aquel que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía,
el Señor Jesús nos libra de nuestras "parálisis", nos levanta y nos
hace "pro-cedere", es decir, nos hace dar un paso
adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de
este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías,
que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y
había decidido dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y
le puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come —le
dijo—, porque el camino es demasiado largo para ti" (1 R 19,
5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos
enseña que la Eucaristía nos quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo,
quiere volver a levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza
que Dios nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en
el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos
ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva,
pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión "no sólo
de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca
del Señor" (Dt 8, 3) es una afirmación universal, que se refiere a
todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede hallar su propio camino, si se
encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su
amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos
afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como
sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del
Dios que no nos deja solos en el camino, sino que nos acompaña y nos indica la
dirección. En efecto, no basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No
basta el "progreso", si no hay criterios de referencia. Más aún, si
nos salimos del camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de
alejarnos más rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha
dejado solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a
caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio
para discernir la senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede
menos de pensar en el inicio del "Decálogo", los diez mandamientos,
donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del
país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses
delante de mí" (Ex 20, 2-3). Aquí encontramos el tercer
elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en
adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido
por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y
hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien
se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno,
por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el
Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único
Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar
a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).
Nos postramos ante Dios que primero
se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y
devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies
sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo
de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la
vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia
humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la
celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose:
se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel
ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y
nos transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar,
nos llena de alegría. Haciendo nuestra la actitud de adoración de María, a la
que recordamos de modo especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por
todos; oramos por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te
conozcan a ti, Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida
en abundancia. Amén.
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