La Eucaristía
¿Cuál es, hermano, la aspiración
suprema del hombre, no digo de cual o tal persona determinada, sino del género
humano como tal? La posesión del bien; de todos los bienes; del Sumo Bien. El
hombre desde sus comienzos ha aspirado a ser Dios. Esta búsqueda de la
divinidad ha movido sus actividades como la luna las mareas. Si alguna
filosofía no tiene esta preocupación religiosa, como el existencialismo
sartriano y antes el epicureísmo y el estoicismo, su visión de la vida será
necesariamente triste y vacía. Esta ansia de divinidad en el hombre no nace de
una pura especulación intelectual, sino que es un recuerdo inconsciente de la
historia de la humanidad. Dios hizo divino al hombre. Esta vida divina estaba
en él como en germen, como en una semilla que debía florecer. El primer hombre
era feliz: tenía paz, paz consigo mismo, paz con la naturaleza. Una tentación
podía asaltarlo, y de hecho lo asaltó y lo venció: quiso ser Dios, no por
gracia de lo alto, sino por sus propias fuerzas. Quiso independizarse de la voluntad
divina. Ser autónomo como Dios. El hombre se retiró de Dios para ser Dios por
sus propios medios, y la vida divina que se escondía en él desapareció de su
alma, y el hombre se encontró hombre y nada más que hombre.
Durante muchos siglos la humanidad ha
tratado de reconquistar la divinidad perdida. Lo ha intentado por la violencia
pretendiendo dominar al mundo y reducirlo a la esclavitud. Mujeres, jóvenes y
niños han sido sus víctimas, pero al fin no podía menos de decir: ¡mañana
moriremos ! Otros pretendieron divinizarse por la sabiduría: estudiaron y
discutieron, y al fin desesperados, llegaron a dudar de la existencia de todo
saber: tal es el escepticismo antiguo, el pragmatismo y el relativismo de
nuestros días.
Almas más nobles comprendieron que si
el hombre no podía solo llegar hasta Dios; quizá Dios querría bajar hasta él.
Para conseguirlo, le ofrecieron sus mejores dones para recordar a Dios que
comprendían sus debilidades, sus faltas, sus pecados. Segregaron hombres que
sirvieran de intermediarios entre ellos y Dios: los llamaron sacerdotes. Su
misión era el sacrificio. Esta tentativa tampoco tuvo resultado, pues el
sacerdote era un hombre como los demás y no podía unirlos con Dios. El altar
del sacrificio no era Dios, sino un puro símbolo. La víctima ofrecida jamás fue
precio digno para redimir al hombre de la ofensa hecha al propio Dios. Las
religiones todas, antes de la venida de Jesús, fueron una hermosa aspiración de
unir al hombre con Dios, pero nada más. Esa unión no se lograba. La raza humana
necesitaba un Salvador y los hombres cumbres de los antiguos pueblos griegos y
romanos, vislumbraban esa verdad que había sido confiada al pueblo hebreo y que
sus profetas recordaban con insistencia.
Ese Salvador, Dios en su
misericordia, nos lo concedió. La segunda persona de la Santísima Trinidad se
encarnó y la benignidad de Dios apareció en carne humana. En Jesús
tenemos un hombre de nuestra raza que es a la vez Dios; tenemos un altar en que
ofrecer un sacrificio: el Cuerpo de Cristo unido a la divinidad. Tenemos una
víctima de valor divino y que los hombres pueden ofrecer por sí mismos, porque
es uno de ellos. El sacrificio de Cristo, Jefe de la humanidad, salvará la
humanidad. La suprema aspiración del hombre, ser Dios, podrá realizarse. Unidos
nosotros a Él participaremos de la vida divina, oculta en esta tierra, sin
velos en la gloria, herencia de los hijos, de los hermanos de Jesús, el
Primogénito del Padre.
El supremo sacrificio de Cristo fue
su inmolación en la cruz, el Viernes Santo, por la humanidad. Su Sangre
redentora nos libró del pecado y nos abrió las puertas del Cielo. Pero la noche
antes de su pasión, Jesús quiso anticipar místicamente su inmolación. En el
momento solemne de la cena pascual tomó el pan y lo bendijo dando gracias a su
Padre Dios. En seguida tomó el vino y lo cambió en su propia sangre, sangre que
iba a ser derramada por los pecados del mundo. Y en virtud de sus palabras,
Jesús que consagraba, estaba a la vez presente en ese pan y en ese vino que
nosotros en adelante podríamos ofrecer al Padre de los cielos como el verdadero
sacrificio de la humanidad. Por eso nos dice solemnemente: "Haced esto en
memoria mía" (Lc 22,19). La Iglesia desde entonces ha estimado que la
Eucaristía tiene la gracia de las gracias: Dios presente en nuestros altares
para ser ofrecido por nosotros, para ser recibido en nuestras almas y unirnos a
Él. La suprema aspiración del hombre, ser Dios, está por fin realizada. Dios en
la persona de su Hijo hecho hombre nos asimila, nos transforma en Él, nos
permite participar de su vida. Esta vida la recibimos en semilla, no en flor,
la flor vendrá el día de nuestra resurrección, participación de la resurrección
de Cristo.
Con el sacrificio de Cristo nace una
nueva raza, raza que será Cristo en la tierra hasta el fin del mundo. Los
hombres que reciben a Cristo se transforman en Él. "Vivo yo, ya no yo,
Cristo vive en mí", decía San Pablo (Gál 2,20), y vive en mi hermano que comulga
junto a mí, y vive en todos los que participamos de Él. Formamos todos un solo
Cristo. Vivimos su vida, realizamos su misión divina. Somos una nueva
humanidad, la humanidad en Cristo. Estrechamente unidos, más que por la sangre
de familia, por la sangre de Cristo formamos el Cuerpo místico de Cristo, y en
Cristo y por Cristo y para Cristo vivimos en este mundo.
De aquí nuestro profundo optimismo,
nuestro sentido de triunfadores, pues en Cristo hemos iniciado la victoria que
iremos completando cada uno de nosotros y será perfecta al final de los
tiempos.
La Eucaristía es el centro de la vida
cristiana. Por ella tenemos la Iglesia y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada
hombre se salvará no por sí mismo, no por sus propios méritos, sino por la
sociedad en la que vive, por la Iglesia, fuente de todos sus bienes. ¡Qué débil
aparece el socialismo y el comunismo frente a esta visión tan estupenda de la
unidad cristiana!
Por la Eucaristía-sacramento, descienden sobre los fieles todas las
gracias de la encarnación redentora; por la Eucaristía-sacrificio, sube hasta
la Santísima Trinidad todo el culto de la Iglesia militante. Sin la Eucaristía,
la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo.
Por la Eucaristía, esta tierra de la
encarnación se hizo el centro del mundo.
Por ella, el Hijo permanecerá entre
nosotros no por unos cuantos años fugitivos, sino para siempre. Mediante la
Eucaristía, Cristo permanece siempre presente en medio de su Pueblo, para
acabar por su Iglesia.
A la vista de la creación, Dios piensa
siempre en su Hijo. Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda
creatura, el principio y el fin de todas las cosas, en la tierra, en el cielo y
hasta en los infiernos. Por Él todo ha sido creado: las cosas visibles e
invisibles: los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades...
(cf. Col 1,16); Plugo al Padre hacer residir en Él toda plenitud, reconciliar
todas las cosas por Él y en Él, que ha pacificado por su sangre derramada sobre
la cruz todo lo que está en la tierra y en los cielos. Dios no ve el mundo sino
a través de Cristo. La Eucaristía es el medio para unirnos a Él, es la
colocación a nuestro alcance de todos los beneficios de la encarnación
redentora.
Toda la obra de Cristo se perpetúa en
el mundo por la Hostia: mediante ella desciende la vida a las almas y eleva las
almas hasta Dios. La Comunión realiza este descenso de la Trinidad hasta los
hombres por Cristo. El sacrificio de la Misa eleva los hombres identificados
con el Hijo, hasta el Seno del Padre.
La presencia real, la razón, los
sentidos, nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza
la infalible certeza de la revelación divina; las palabras de Jesús son claras:
"Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre" y la Iglesia las entiende al
pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas
nuestras fuerzas, creemos los católicos, que "el cuerpo, la sangre y la
divinidad del Verbo Encarnado" están real y verdaderamente presentes en el
altar en virtud de la omnipotencia de Dios.
El cuerpo y el alma de Cristo,
permanecen inseparablemente unidos a la persona del Verbo, el cual nos trae al
Padre y al Espíritu, en la indivisible unión de la Trinidad. Todo el misterio
del Verbo encarnado está contenido en la Hostia, con los encantos inefables de
la humanidad y la infinita grandeza de la divinidad, una y otra veladas.
In cruce latebat sola Deitas
At hic latetsimul et humanitas.
El Cristo Eucarístico se identifica
con el Cristo de la historia y de la eternidad.
No hay dos Cristos sino uno solo.
Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de la montaña, al Cristo de
la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob con la samaritana, al
Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos y sentado
a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y
otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: ¡una sola Iglesia, un
solo Cristo!
¡Qué bien expresa esta doctrina el Ave Verum!:
"Te saludo, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen,
Que verdaderamente ha sufrido
Y ha sido inmolado en la cruz por el hombre.
Cuyo costado traspasado manó sangre y agua
Haz que te gustemos
En la prueba de la muerte.
¡Oh dulce Jesús!
¡Oh Jesús lleno de bondad!
¡Oh Jesús Hijo de María! Amén".
Esta maravillosa presencia de Cristo
en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que
envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en
Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros. En cada ciudad, en cada
pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva
el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al
sacramento del Altar.
Como dice un distinguido teólogo
nuestras manos de sacerdotes y nuestros labios de comulgantes pueden tocar la
humanidad de Cristo, su carne dolorida en la cruz, sus nervios y sus huesos
molidos, su cabeza, otrora coronada de espinas. El Crucificado está aquí y nos
espera y nos espera.
La misma sangre redentora fluye sobre
todas las generaciones que pasan. El alma de Cristo está en la Hostia. Todas sus
facultades humanas conservan en ella la misma actividad que en la Gloria. Nada
escapa a la mirada comprensiva de Cristo: ni el mundo de los espíritus ni la
creación material, ni el movimiento más imperceptible de las almas en el Cielo,
en la tierra y hasta en los infiernos.
La vida Eucarística de Jesús es una
vida de amor. Del corazón de Cristo, sin cesar, suben al Padre los ardores de
una caridad infinita. La Trinidad encuentra en el Cristo de la Hostia, una
gloria sin medida y sin fin.
¡Qué cierta resulta la palabra de
Jesús dirigida a nosotros, con tanta razón como a los judíos: En verdad, en
verdad, hay alguien en medio de nosotros que vosotros no conocéis (cf. Jn
14,6-9). Absorbidos por nuestros negocios y por el torbellino de la vida ¿quién
piensa que junto a nosotros está el Dios Redentor? Él ha venido a los suyos y
los suyos no lo han conocido!
El Verbo nunca está solo, el Padre y
el Espíritu permanecen siempre con Él.
"¿No creéis que yo estoy en el Padre y que el Padre está en
mí?" (Jn 14,10).
Toda la vida de la Trinidad está en
la Hostia.
"Cristo da a cada hombre en
particular la misma vida de la gracia que ha comunicado al mundo por su
advenimiento visible", enseña Santo Tomás. Si tuviésemos fe, los milagros
del Evangelio serían hechos cotidianos. El Cristo de Tiberíades seguiría
irguiéndose sobre las olas para apaciguar la tempestad en nuestras almas. En
nuestros momentos de dolor oiríamos la misma voz del Salvador: Vosotros los
fatigados y extenuados venid todos a mí (cf. Mt 11,28). "Si alguien tiene
sed que venga a Mí y beba" (Jn 7,37). Una sola condición se requiere:
tener sed.
De la Eucaristía, espera la Iglesia
para sí y para cada uno de sus fieles, fuerza victoriosa para todas las
situaciones de su vida militante, aún en los días del anti-Cristo.
Al contacto de la carne de Cristo, el
hombre se hace puro, las pasiones animales no dominan ya su vida. El Cristo
virgen le enseña a vivir en la carne, superando la carne. En nuestra época
corrompida hay sin embargo, tal vez como en ninguna otra época de la historia,
multitud de jóvenes de ambos sexos que crecen puros porque comulgan con
frecuencia. Llevan a Dios en su cuerpo como en un templo vivo de la Trinidad.
¡Cuántas confidencias de estudiantes, de obreros, de empleados, de hombres de
los medios más diversos nos revelan que la pureza del mundo es un milagro de la
Hostia! El Cristo de la Eucaristía virginiza las almas y si han perdido la
pureza, se las retorna tan inmaculada como en los santos. El ser manchado, pero
arrepentido, que se acerca con humildad pero con amor al Cristo de Magdalena,
siente en él una fuerza inmensa para luchar contra las fuerzas del pecado.
La Hostia deposita en nuestro cuerpo
mortal un germen de inmortalidad "¡Quien come mi carne y bebe mi sangre
posee la vida eterna y yo le resucitaré en el último día!" (Jn 6,54). Como
nos lo revela San Pablo, el Señor Jesús transformará nuestro cuerpo vil y
abyecto haciéndolo conforme a su Cuerpo Glorioso (cf. Flp 3,21).
La sangre de Cristo virginiza no sólo
el cuerpo, sino también el alma con la pureza de Jesús. Él obra una
purificación a veces total de las faltas pasadas, de la pena debida a los
extravíos y aún de las tendencias viciosas o mal sanas que en nosotros
persisten después del pecado. Más aún, al acercarnos al Cristo del altar como
al Cristo en la Cruz, sentiremos desarrollarse en nosotros el espíritu de
sacrificio, esencia del Evangelio: "Si alguno quiere venir en pos de Mí
que tome su cruz todos los días y que me siga" (Mt 16,24). Un alma
permanece superficial mientras que no ha sufrido. En el misterio de Cristo
existen profundidades divinas donde no penetran por afinidad sino las almas
crucificadas. La auténtica santidad se consuma siempre en la cruz. Muchos
cristianos se quejan de la tibieza de sus comuniones, del poco fruto que
obtienen de su contacto con Cristo. Olvidan que la verdadera preparación a la
Comunión no se reduce a simples actos de fervor, sino que consiste
principalmente en una comunión de sufrimientos con Jesús. El que quiere
comulgar con provecho, que ofrezca cada mañana una gota de su propia sangre
para el cáliz de la redención.
Hermanos: he aquí el inmenso don que
Jesús dejó al alcance de nuestras almas. La gran palanca para su santificación,
el medio más eficaz para realizar la divinización de nuestras vidas. Mañana
como en Pentecostés, descenderá el Espíritu Santo más copiosamente a nuestros
espíritus. Que Él nos haga claro el sentido de las palabras de Jesús, que Él
nos dé a entender que Jesús nos llama y nos aguarda y que depuesto todo fútil
razonamiento nos acerquemos mañana y nos sigamos acercando todos los días de
nuestra vida a reavivar nuestra alma en la sangre del Cordero, hasta el día
glorioso en que nos unamos con Él en la gloria del Padre Amén.
San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad,
pp. 296-302
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