1. ESPIRITUALIDAD BÍBLICA
1.12. ASPIRAD AL AMOR (I Cor.
XIV, 1)
I
Una parábola
oriental refiere que un padre de familia que tenía dos hijos gravemente
enfermos, trajo de lejos un bálsamo que devolvió a los dos la salud perdida.
Uno de ellos no cesaba de elogiar la eficacia del remedio, en tanto que el otro
pensaba en la bondad de su padre que lo había traído. El padre conoció que esa diferencia
entre ambos espíritus era Cuestión de amor (en el segundo) y desamor (en el
primero). Entonces les descubrió que el bálsamo no era nada en sí mismo, sino
agua pura, en la cual él había dejado caer una lágrima de su amor paterno
dolorido por el mal de los hijos. La eficacia, que parecía propia del bálsamo,
no era sino la fuerza de ese amor.
Precioso ejemplo,
lleno de sentido sobrenatural, que nos enseña a no admirar ni amar creatura
alguna, sino a glorificar en ellas la bondad del Padre, "en alabanza de la
gloria de su gracia, por la cual nos hizo agradables a sus ojos en su amado
Hijo" (Ef. I, 6). Dios nos da algo más que objetos perecederos. El ama con
todo su Ser, que es el amor mismo. De ahí que "mandó” su propia Palabra
(Verbo) para sanarnos (Sal. CIV, 20). De ahí que nos da, para santificarnos y
movernos, su propio Espíritu (Rom. V, 5; VIII, 12). Véase Amós VIII, 11 s.;
Sal. CIII, 29 s.
Para comprender
esto, hay que conocer el corazón de aquel Padre admirable “de quien toma su
nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef. III, 15). Santo Tomás
piensa que El se llamaría Padre aun cuando no tuviera Hijo, pues la paternidad
es tan propia de Él como el amor. Por eso Jesús reserva para Él el título de
Padre, y nos pide que no llamemos padre a ninguno sobre la tierra, “porque uno
solo es vuestro Padre” (Mat. XXIII, 9).
La única oración que
Cristo enseñó a sus discípulos empieza con el dulce nombre de Padre y es desde
la primera hasta la última petición el más sublime canto de alabanza al “Padre
nuestro” en los cielos que nos ama y conoce nuestras necesidades.
San Pablo continúa
este canto en las “salutaciones” y “doxologías”, que resuenan como eco de coros
angélicos. Oigamos cómo comienza su segunda Epístola a los Corintios: “Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias
y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras
tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier
tribulación, con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios”
(II Cor. I, 3-4).
Y no solamente el
consuelo en las tribulaciones viene de este Padre amabilísimo, sino también esa
misericordia que le conmueve a compadecerse de nuestras culpas y caídas, pues
El sabe de qué estamos formados; recuerda que somos polvo (Sal. CII, 14). El
que cree de veras en la paternidad misericordiosa de Dios, vivirá en una
amistad íntima y amorosa con Él, la cual no puede ser interrumpida por nuestras
miserias. Al contrario, cuanto más débil es nuestra naturaleza, tanto mayor es
su ternura y bondad. Por eso Cristo no vino a buscar justos sino pecadores
(Luc. V, 52).
Ya en el Antiguo
Testamento encontramos retratado el corazón paternal de Dios en las palabras
del Salmista. “Como un Padre que se apiada de sus hijos, así, el Señor se
compadece de los que le temen" (Sal. CII, 13). Pero tan sólo en el Nuevo
Testamento este retrato de Dios asume toda su plenitud en la revelación de
Jesucristo, quien nos da la total explicación del misterio de la paternidad
divina, que no procede de la simple creación, como en todos los demás seres,
sino de la regeneración que el Espíritu realiza en nosotros por la gracia en
virtud de los méritos de Jesucristo (Juan I, 12; Gál. IV, 4-7; Ef. I, 5; Col.
II, 12; Juan III, 9).
II
Al amor paternal de
Dios ha de corresponder el amor filial nuestro. Tener amor filial a Dios es
empezar a creer en esas excelencias de su corazón amoroso, para no seguir
mirándolo como a un implacable señor a quien se obedece sólo por miedo. Debemos
considerarle como el sumo bien deseable, lo cual nos hace correr hacia El “como
el ciervo a la fuente” (Sal. XLI, 2), como el hijo pródigo de la parábola a la
casa paterna (Luc. XV, 11 ss).
Jesús enseñó esto
con claridad definitiva cuando dijo aquellas palabras (que suelen mirarse,
confesémoslo, como cosa de perogrullo, según se hace
con tantas otras de su
adorable sabiduría): "Donde está tu tesoro, está tu corazón" (Mat.
VI, 21), o sea, que en vano pretenderás seguir a algo o a alguien si antes no
lo amas y lo deseas por estar convencido de que en ello está tu felicidad.
El Señor vuelve a
confirmarlo cuando dice a San Judas Tadeo que quien lo ama guardará sus
palabras, y quien no lo ama no las guardará (Juan XIV, 25 s). Y ya sabemos que
guardarlas, o conservarlas, es el camino para cumplirlas, según lo enseña el
Espíritu Santo por boca de David, diciendo: "Guardé tus palabras en mi
corazón para no pecar contra Tí" (Sal. CXVIII, 11).
Sin amor a Dios se
congela la vida sobrenatural y se marchita el amor filial, como una flor sin
agua. El hombre sin amor es una máquina sin aceite, un reloj sin resorte, un
cadáver viviente. El que no ama a Dios, ni siquiera lo conoce, puesto que Dios
es amor (I Juan IV, 8), y negándole el amor muestra que tiene un falso concepto
de Dios, pues no lo reconoce como Padre; lo considera como tirano, a quien se
debe servir porque no hay más remedio; y así se le apagan los afectos de hijo,
sin los cuales no hay vida cristiana.
El que no ama, no es
capaz de cumplir la Ley de Dios, en tanto que "del amor a Dios brota de
por sí la obediencia a su divina voluntad (Mat. VII, 21; XII, 50; Marc. III,
35; Luc. VIII, 21), la confianza en su providencia (Mat. VI, 25-34; X, 29-53;
Luc. XII, 4-12 y 22-34; XVIII, 1-8), la oración devota (Mat. VI, 7-8; VII,
7-12; Marc. XI, 24; Luc. XI, 1-15; Juan XVI, 23-24) y el respeto a la casa de
Dios (Mat. XXI, 12-17; Juan II, 16)" (Lesétre).
III
¿Cómo se manifiesta
el amor a Dios? Para ello Jesús nos ha dado algunas señales, que son a la vez
pruebas de su pedagogía divina. Al anunciar a sus discípulos el mandamiento del
amor fraternal les dice: “En esta reconocerán todos que sois discípulos míos,
si tenéis amor unos para otros" (Juan XIII, 53). Y para que nadie se
atreva a ver en el amor al prójimo un simple precepto, le da carácter
excepcional, llamándolo "nuevo" (Juan XIII, 34), diríamos inaudito, y
combinándolo, en el "gran mandamiento", con el amor a Dios:
"Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, con toda tu alma y con todo
tu espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo le es igual:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la
Ley y los Profetas". (Mat. XXII, 57-40).
Este doble
Mandamiento, de la caridad, en el cual están resumidos todos los demás, debería
estar grabado en todas las paredes y escrito al comienzo y final de todos los
libros. La fusión de los dos grandes amores en uno es tan audaz, tan divino,
que ninguno de los sabios paganos pudo imaginarla y mucho menos enseñarla. Pero
lo más divino es la vinculación de los dos amores a un amor tercero, que es el
más natural, el amor propio. Amarás a tu prójimo como a tí mismo, y amando al
prójimo como a ti mismo mostrarás tu amor a Dios. En esta unión vital de los
tres glandes amores, tomando el amor de sí mismo como medida del amor al
prójimo, y éste como prueba del amor al Padre, Jesús nos trazó no solamente una
nueva doctrina, sino un nuevo mundo.
Lástima que el gran
Mandamiento de la caridad haya encontrado tan pocos cumplidores. Y es cada vez
más difícil plantarlo en los corazones. Explicarlo al mundo moderno, desgarrado
por egoísmos particulares y colectivos, es como predicar ante los mentecatos de
un manicomio. La humanidad de hoy parece continuar por su conducta el dicho de
aquel escritor que narra haber visto cómo se enterraba la caridad y nadie
lloraba.
Felizmente resulta
que no es imposible reprimir nuestra natural maldad y egoísmo, pero esto no es
obra de nuestro esfuerzo, sino, como todo lo bueno, fruto de la gracia que Dios
nos dispensa gratuitamente. Apenas dejamos nacer en nuestro corazón la más
pequeña flor de un buen deseo, entonces es el mismo Dios quien se pone a obrar,
enviando a nuestra alma su Espíritu Santo y haciendo en nosotros grandes cosas,
como dice la Virgen en el Magnificat. Y es El, entonces, quien nos da “el
querer y el hacer” (Filip. II, 13); es Él quien nos prepara las obras para que
las hagamos (Ef. II, 10); es Él quien nos consuela para que podamos consolar a
los demás (II Cor. I, 4); es también El quien nos da con abundancia para que
puedan abundar nuestras buenas obras (II Cor. IX, 10), y quien, además,
completa nuestras obras (Sab. X, 10) para que sean perfectas a sus ojos.
Lo malo consiste no
solamente en esto que nosotros nos creamos incapaces de cumplir la Ley de caridad,
sino que el mal más grande es la propia suficiencia, que se atribuye a sí mismo
lo que es obra de Dios. El más austero ascetismo no alcanza a suplir la
caridad, la cual es "el vínculo de la perfección" (Col. III, 14).
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