CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»
EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
FRANCISCO
APERUIT ILLIS
CON LA QUE SE
INSTITUYE EL
DOMINGO DE LA
PALABRA DE DIOS
1. «Les abrió el entendimiento para comprender las
Escrituras» (Lc 24,45). Es uno de los últimos gestos realizados por
el Señor resucitado, antes de su Ascensión. Se les aparece a los discípulos
mientras están reunidos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para
comprender la Sagrada Escritura. A aquellos hombres asustados y decepcionados
les revela el sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre,
Jesús tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la
conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24,26.46-47); y
promete el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser testigos de este
misterio de salvación (cf. Lc 24,49).
La relación entre el Resucitado, la comunidad de
creyentes y la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad.
Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada
Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los
acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen
indescifrables. San Jerónimo escribió con verdad: «La ignorancia de las
Escrituras es ignorancia de Cristo» (In Is., Prólogo: PL 24,17).
2. Tras la conclusión del Jubileo
extraordinario de la misericordia, pedí que se pensara en «un domingo
completamente dedicado a la Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable
que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo» (Carta ap. Misericordia et
misera, 7). Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a
la Palabra de Dios nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el
gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra
para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable. En este
sentido, me vienen a la memoria las enseñanzas de san Efrén: «¿Quién es capaz,
Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que
bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la
palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de
los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra,
para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca.
Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros
pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrar su
reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron, 1,18).
Por tanto, con esta Carta tengo la intención de
responder a las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios,
para que en toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo
de la Palabra de Dios. Ahora se ha convertido en una práctica común vivir
momentos en los que la comunidad cristiana se centra en el gran valor que la
Palabra de Dios ocupa en su existencia cotidiana. En las diferentes Iglesias
locales hay una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible
la Sagrada Escritura a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un
don tan grande, con el compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de
testimoniarlo con coherencia.
El Concilio
Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al redescubrimiento
de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei Verbum.
En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas, emerge
claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de generación
en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca el Antiguo
y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la vida de la
Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI convocó
en el año 2008 una Asamblea del
Sínodo de los Obispos sobre el tema “La Palabra de Dios en la
vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación la Exhortación
apostólica Verbum Domini,
que constituye una enseñanza fundamental para nuestras comunidades[1].
En este Documento en particular se profundiza el carácter performativo de la
Palabra de Dios, especialmente cuando su carácter específicamente sacramental
emerge en la acción litúrgica[2].
Por tanto, es bueno que nunca falte en la vida de
nuestro pueblo esta relación decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se
cansa de dirigir a su Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el
testimonio de fe.
3. Así pues, establezco que el III Domingo del
Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la
Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se
colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que estamos
invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los
cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo
de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada
Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir
para llegar a una auténtica y sólida unidad.
Las comunidades encontrarán el modo de vivir
este Domingo como un día solemne. En cualquier caso, será
importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a
fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de
Dios. En este domingo, de manera especial, será útil destacar su proclamación y
adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra
del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o
confiar un ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación
de la Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte
ningún esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada
a ser verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual
para los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los
párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a
toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la
lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una
particular consideración a la lectio divina.
4. El regreso del pueblo de Israel a su patria,
después del exilio en Babilonia, estuvo marcado de manera significativa por la
lectura del libro de la Ley. La Biblia nos ofrece una descripción conmovedora
de ese momento en el libro de Nehemías. El pueblo estaba reunido en Jerusalén
en la plaza de la Puerta del Agua, escuchando la Ley. Aquel pueblo había sido
dispersado con la deportación, pero ahora se encuentra reunido alrededor de la
Sagrada Escritura como si fuera «un solo hombre» (Ne 8,1). Cuando
se leía el libro sagrado, el pueblo «escuchaba con atención» (Ne 8,3),
sabiendo que podían encontrar en aquellas palabras el significado de los acontecimientos
vividos. La reacción al anuncio de aquellas palabras fue la emoción y las
lágrimas: «[Los levitas] leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y
explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el
gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían
al pueblo dijeron a toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor,
vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al
escuchar las palabras de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del
Señor es vuestra fuerza!”» (Ne 8,8-10).
Estas palabras contienen una gran enseñanza. La
Biblia no puede ser sólo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de
libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo
convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra. A menudo se dan
tendencias que intentan monopolizar el texto sagrado relegándolo a ciertos
círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La Biblia es el libro del pueblo
del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La
Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo.
5. En esta unidad, generada con la escucha, los
Pastores son los primeros que tienen la gran responsabilidad de explicar y
permitir que todos entiendan la Sagrada Escritura. Puesto que es el libro del
pueblo, los que tienen la vocación de ser ministros de la Palabra deben sentir
con fuerza la necesidad de hacerla accesible a su comunidad.
La homilía, en particular, tiene una función muy
peculiar, porque posee «un carácter cuasi sacramental» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 142). Ayudar a profundizar en la Palabra de Dios, con
un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha, le permite al sacerdote
mostrar también la «belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para
estimular a la práctica del bien» (ibíd.).
Esta es una oportunidad pastoral que hay que aprovechar.
De hecho, para muchos de nuestros fieles esta es la
única oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y
verla relacionada con su vida cotidiana. Por lo tanto, es necesario dedicar el
tiempo apropiado para la preparación de la homilía. No se puede improvisar el
comentario de las lecturas sagradas. A los predicadores se nos pide más bien el
esfuerzo de no alargarnos desmedidamente con homilías pedantes o temas
extraños. Cuando uno se detiene a meditar y rezar sobre el texto sagrado,
entonces se puede hablar con el corazón para alcanzar los corazones de las
personas que escuchan, expresando lo esencial con vistas a que se comprenda y
dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada
Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en
verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).
Es bueno que también los catequistas, por el
ministerio que realizan de ayudar a crecer en la fe, sientan la urgencia de
renovarse a través de la familiaridad y el estudio de la Sagrada Escritura,
para favorecer un verdadero diálogo entre quienes los escuchan y la Palabra de
Dios.
6. Antes de reunirse con los discípulos, que
estaban encerrados en casa, y de abrirles el entendimiento para comprender las
Escrituras (cf. Lc 24,44-45), el Resucitado se aparece a dos
de ellos en el camino que lleva de Jerusalén a Emaús (cf. Lc 24,13-35).
La narración del evangelista Lucas indica que es el mismo día de la
Resurrección, es decir el domingo. Aquellos dos discípulos discuten sobre los
últimos acontecimientos de la pasión y muerte de Jesús. Su camino está marcado
por la tristeza y la desilusión a causa del trágico final de Jesús. Esperaban
que Él fuera el Mesías libertador, y se encuentran ante el escándalo del
Crucificado. Con discreción, el mismo Resucitado se acerca y camina con los
discípulos, pero ellos no lo reconocen (cf. v. 16). A lo largo del camino, el
Señor los interroga, dándose cuenta de que no han comprendido el sentido de su
pasión y su muerte; los llama «necios y torpes» (v. 25) y «comenzando por
Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él
en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No sólo las
Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él mismo
quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de salvación que
alcanza su plenitud en Cristo.
7. La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada
Escritura, habla de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los
sufrimientos para entrar en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda
la Escritura habla de Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella.
Por esto una de las confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo
«murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1
Co 15,3-5). Puesto que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a
creer que su muerte y resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la
historia y se encuentran en el centro de la fe de sus discípulos.
Es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y
la fe de los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está
centrada en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación
que surge es la urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la
escucha de la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración
y la reflexión personal.
8. El “viaje” del Resucitado con los discípulos de
Emaús concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente
petición que le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y
el día va de caída» (Lc 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el
pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento
sus ojos se abren y lo reconocen (cf. v. 31).
Esta escena nos hace comprender el inseparable
vínculo entre la Sagrada Escritura y la Eucaristía. El Concilio Vaticano II nos
enseña: «la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho
con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha
cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la
Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Const. dogm. Dei Verbum,
21).
El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la
celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas
que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la
historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos
habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”,
sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener
familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no
cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto
necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada
Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados,
afectados como estamos por innumerables formas de ceguera.
La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden
separar. Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra,
se manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo
abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora. Es
necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis,
cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y
le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra
puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de
la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.
9. En la Segunda Carta a Timoteo, que constituye de
algún modo su testamento espiritual, san Pablo recomienda a su fiel colaborador
que lea constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que
«toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para
argüir, para corregir, para educar» (3,16). Esta recomendación de Pablo a
Timoteo constituye una base sobre la que la Constitución conciliar Dei Verbum trata
el gran tema de la inspiración de la Sagrada Escritura, un fundamento del que
emergen en particular la finalidad salvífica, la dimensión
espiritual y el principio de la encarnación de la
Sagrada Escritura.
Al evocar sobre todo la recomendación de Pablo a
Timoteo, la Dei Verbum subraya
que «los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error,
la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra
salvación» (n. 11). Puesto que las mismas instruyen en vista a la salvación por
la fe en Cristo (cf. 2 Tm 3,15), las verdades contenidas en
ellas sirven para nuestra salvación. La Biblia no es una colección de libros de
historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación
integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros
contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad
primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en
la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación
en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y
salvarlos del mal y de la muerte.
Para alcanzar esa finalidad salvífica, la Sagrada
Escritura bajo la acción del Espíritu Santo transforma en Palabra de Dios la
palabra de los hombres escrita de manera humana (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 12).
El papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su
acción, el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría
siempre presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es
necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y
espiritual que el texto sagrado posee. Como recuerda el Apóstol: «La letra
mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). El Espíritu
Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios,
vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo.
10. La acción del Espíritu Santo no se refiere sólo
a la formación de la Sagrada Escritura, sino que actúa también en aquellos que
se ponen a la escucha de la Palabra de Dios. Es importante la afirmación de los
Padres conciliares, según la cual la Sagrada Escritura «se ha de leer e
interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Const. dogm. Dei Verbum,
12). Con Jesucristo la revelación de Dios alcanza su culminación y su plenitud;
aun así, el Espíritu Santo continúa su acción. De hecho, sería reductivo
limitar la acción del Espíritu Santo sólo a la naturaleza divinamente inspirada
de la Sagrada Escritura y a sus distintos autores. Por tanto, es necesario
tener fe en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar
forma de inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el
Magisterio la interpreta auténticamente (cf. ibíd.,
10) y cuando cada creyente hace de ella su propia norma espiritual. En este
sentido podemos comprender las palabras de Jesús cuando, a los discípulos que
le confirman haber entendido el significado de sus parábolas, les dice:
«Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es
como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).
11. La Dei Verbum afirma,
además, que «la Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace
semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo
nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (n. 13). Es
como decir que la Encarnación del Verbo de Dios da forma y sentido a la
relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje humano, con sus condiciones
históricas y culturales. En este acontecimiento toma forma la Tradición, que
también es Palabra de Dios (cf. ibíd.,
9). A menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la
Tradición, sin comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación.
El carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra
viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente
de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado
como «regla suprema de la fe» (ibíd.,
21). Por otra parte, antes de convertirse en texto escrito, la Sagrada Escritura
se transmitió oralmente y se mantuvo viva por la fe de un pueblo que la
reconocía como su historia y su principio de identidad en medio de muchos otros
pueblos. Por consiguiente, la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un
libro.
12. Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo
Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva. El Antiguo Testamento no es
nunca viejo en cuanto que es parte del Nuevo, porque todo es transformado por
el único Espíritu que lo inspira. Todo el texto sagrado tiene una función
profética: no se refiere al futuro, sino al presente de aquellos que se nutren
de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al comienzo de su ministerio:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
Quien se alimenta de la Palabra de Dios todos los días se convierte, como
Jesús, en contemporáneo de las personas que encuentra; no tiene tentación de
caer en nostalgias estériles por el pasado, ni en utopías desencarnadas hacia
el futuro.
La Sagrada Escritura realiza su acción profética
sobre todo en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las
palabras del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro,
manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el evangelista
Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de comer el
libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como la miel,
pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Ap 10,10).
La dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a
compartirla con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza
de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16). Por su parte,
la amargura se percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán difícil es para
nosotros vivirla de manera coherente, o cuando experimentamos su rechazo porque
no se considera válida para dar sentido a la vida. Por tanto, es necesario no
acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir
y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos.
13. Otra interpelación que procede de la Sagrada
Escritura se refiere a la caridad. La Palabra de Dios nos señala constantemente
el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad.
La vida de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se
queda con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. En
la parábola del pobre Lázaro encontramos una indicación valiosa. Cuando Lázaro
y el rico mueren, este último, al ver al pobre en el seno de Abrahán, pide ser
enviado a sus hermanos para aconsejarles que vivan el amor al prójimo, para
evitar que ellos también sufran sus propios tormentos. La respuesta de Abrahán
es aguda: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» (Lc 16,29).
Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran
desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos
para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad,
a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.
14. Uno de los episodios más significativos de la
relación entre Jesús y los discípulos es el relato de la Transfiguración. Jesús
sube a la montaña para rezar con Pedro, Santiago y Juan. Los evangelistas
recuerdan que, mientras el rostro y la ropa de Jesús resplandecían, dos hombres
conversaban con Él: Moisés y Elías, que encarnan la Ley y los Profetas, es
decir, la Sagrada Escritura. La reacción de Pedro ante esa visión está llena de
un asombro gozoso: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33).
En aquel momento una nube los cubrió con su sombra y los discípulos se llenaron
de temor.
La Transfiguración hace referencia a la fiesta de
las Tiendas, cuando Esdras y Nehemías leían el texto sagrado al pueblo, después
de su regreso del exilio. Al mismo tiempo, anticipa la gloria de Jesús en
preparación para el escándalo de la pasión, gloria divina que es aludida por la
nube que envuelve a los discípulos, símbolo de la presencia del Señor. Esta
Transfiguración es similar a la de la Sagrada Escritura, que se trasciende a sí
misma cuando alimenta la vida de los creyentes. Como recuerda la Verbum Domini:
«Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos
es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata
de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra»
(n. 38).
15. En el camino de escucha de la Palabra de Dios,
nos acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en
el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45).
La bienaventuranza de María precede a todas las bienaventuranzas pronunciadas
por Jesús para los pobres, los afligidos, los mansos, los pacificadores y los
perseguidos, porque es la condición necesaria para cualquier otra
bienaventuranza. Ningún pobre es bienaventurado porque es pobre; lo será si,
como María, cree en el cumplimiento de la Palabra de Dios. Lo recuerda un gran
discípulo y maestro de la Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud
ciertas personas dijeron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más
bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a
decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz
precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella
la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la
Palabra misma de Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo
carne» (Tratados sobre el evangelio de Juan, 10,3).
Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en
el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura,
como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra «está
muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas» (Dt 30,14).
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 30 de
septiembre de 2019.
Memoria litúrgica de San Jerónimo en el inicio del
1600 aniversario de la muerte.
Francisco
[1] Cf. AAS 102
(2010), 692-787.
[2] «La sacramentalidad de la
Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las
especies del pan y del vino consagrados. Al acercarnos al altar y participar en
el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo.
La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que
es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser
recibido» (Exhort. ap. Verbum Domini,
56).
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