CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SAN JUAN CRISÓSTOMO
CON OCASIÓN DEL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SAN JUAN CRISÓSTOMO
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:
queridos hermanos y hermanas en Cristo:
1. Introducción
Se celebra este año el XVI centenario de
la muerte de san Juan Crisóstomo, gran Padre de la Iglesia, al que miran con
veneración los cristianos de todos los tiempos. En la Iglesia antigua san Juan
Crisóstomo se distingue por haber promovido el «fecundo encuentro entre el
mensaje cristiano y la cultura griega» que «ha influido de forma duradera en
las Iglesias de Oriente y de Occidente»[1]. Tanto la vida como el magisterio
doctrinal de este santo obispo y doctor resuenan en todos los siglos y siguen
hoy suscitando la admiración universal.
Los Romanos Pontífices siempre han
reconocido en él una viva fuente de sabiduría para la Iglesia, y su atención por
su magisterio se intensificó ulteriormente a lo largo del último siglo. Hace
cien años san Pío X conmemoró el XV centenario de la muerte de san Juan
Crisóstomo, invitando a la Iglesia a imitar sus virtudes[2]. El Papa Pío XII puso de relieve el gran
valor de la contribución que san Juan aportó a la historia de la interpretación
de las sagradas Escrituras con la teoría de la «condescendencia», es decir, de
la synkatábasis. A través de ella, san Juan Crisóstomo reconoció
que «las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron
semejantes al lenguaje humano»[3]. El concilio Vaticano II incorporó esta
afirmación en la constitución dogmática Dei Verbum sobre
la divina revelación[4]. El beato Juan XXIII subrayó la profunda
comprensión que san Juan Crisóstomo tiene del nexo íntimo que existe entre la
liturgia eucarística y la solicitud por la Iglesia universal[5]. El siervo de Dios Pablo VI destacó el
modo en que «trató con palabra tan elevada y con piedad tan profunda el
misterio eucarístico»[6].
Quiero recordar el gesto solemne con el
que mi amadísimo predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, en noviembre de
2004, entregó importantes reliquias de los santos Juan Crisóstomo y Gregorio
Nacianceno al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. El Sumo Pontífice puso
de relieve que ese gesto era realmente para la Iglesia católica y las Iglesias
ortodoxas «una ocasión bendita para purificar nuestras memorias heridas y
afianzar nuestro camino de reconciliación»[7].
Yo mismo, durante el viaje apostólico a Turquía, precisamente en la
catedral del Patriarcado de Constantinopla, recordé «los insignes santos y
pastores que velaron por la Sede de Constantinopla, entre los que se encuentran
san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo, venerados también en Occidente
como doctores de la Iglesia. (...) Verdaderamente, son dignos intercesores por
nosotros ante el Señor»[8].
Por tanto, me alegra que la
circunstancia del XVI centenario de la muerte de san Juan me brinde la
oportunidad de volver a recordar su luminosa figura y proponerla a la Iglesia
universal para la edificación común.
2. La vida
y el ministerio de san Juan
San Juan Crisóstomo nació en Antioquía
de Siria a mediados del siglo IV. Fue instruido en las artes liberales según la
práctica tradicional de su tiempo y se manifestó especialmente dotado en el
arte de hablar en público. Durante sus estudios, siendo aún joven, pidió el
bautismo y aceptó la invitación de su obispo, Melecio, a prestar el servicio de
lector en la Iglesia local [9].
Durante ese período, los fieles estaban
turbados por la dificultad de encontrar un modo adecuado de expresar la
divinidad de Cristo. San Juan se había alineado con los fieles ortodoxos que,
en sintonía con el concilio ecuménico de Nicea, confesaban la plena divinidad
de Cristo, aunque al hacerlo tanto él como los demás fieles no eran bien vistos
en Antioquía por el gobierno imperial [10].
Después de su bautismo, san Juan abrazó
la vida ascética. Por influjo de su maestro Diodoro de Tarso, decidió
permanecer célibe durante toda su vida, dedicándose a la oración, al ayuno riguroso
y al estudio de la sagrada Escritura[11]. Habiéndose alejado de Antioquía,
durante seis años llevó una vida ascética en el desierto de Siria; allí comenzó
a escribir tratados sobre la vida espiritual[12]. A continuación volvió a Antioquía,
donde, una vez más, prestó servicio en la Iglesia como lector y, más tarde,
durante cinco años, como diácono. En el año 386, llamado al presbiterado por
Flaviano, obispo de Antioquía, añadió también el ministerio de la predicación
de la palabra de Dios al de la oración y de la actividad literaria [13].
Durante sus doce años de ministerio
presbiteral en la Iglesia antioquena, san Juan se distinguió notablemente por
su capacidad de interpretar las sagradas Escrituras de un modo comprensible
para los fieles. En su predicación se esmeraba con empeño por fortalecer la
unidad de la Iglesia, afianzando en sus oyentes la identidad cristiana, en un
momento histórico en que se hallaba amenazada tanto desde el interior como
desde el exterior.
Con razón, intuía que la unidad entre
los cristianos depende sobre todo de una verdadera comprensión del misterio
central de la fe de la Iglesia, el de la santísima Trinidad y de la encarnación
del Verbo divino. Sin embargo, muy consciente de la dificultad de estos
misterios, san Juan ponía gran empeño en hacer accesible la enseñanza de la
Iglesia a las personas sencillas de su asamblea, tanto en Antioquía como, más
tarde, en Constantinopla[14]. Y no dejaba de dirigirse a los que
disentían, prefiriendo usar con ellos la paciencia más que la agresividad, pues
creía que para vencer un error teológico «nada es más eficaz que la moderación
y la amabilidad»[15].
La fe firme de san Juan y su habilidad
para predicar le permitieron pacificar a los antioquenos cuando, al inicio de
su presbiterado, el emperador aumentó la presión fiscal sobre la ciudad,
provocando un tumulto, durante el cual algunos monumentos públicos fueron
destruidos. Después del tumulto, la gente, temiendo la cólera del emperador, se
había reunido en el templo, deseosa de escuchar de san Juan palabras de
esperanza cristiana y de consuelo: «Si no os consolamos nosotros, ¿dónde
podréis encontrar consuelo?», les dijo[16].
En sus predicaciones durante la Cuaresma
de aquel año, san Juan repasó los acontecimientos relacionados con la
insurrección y recordó a sus oyentes las actitudes que deben caracterizar el
compromiso cívico de los cristianos[17], en particular el rechazo de medios
violentos para promover cambios políticos y sociales[18]. Desde esta perspectiva, exhortaba a los
fieles ricos a practicar la caridad con los pobres, para construir una ciudad
más justa; al mismo tiempo, recomendaba que los más instruidos aceptaran actuar
como maestros y que todos los cristianos se reunieran en las iglesias para
aprender a llevar los unos las cargas de los otros[19].
Cuando convenía, sabía también consolar
a sus oyentes fortaleciendo su esperanza y animándolos a tener confianza en
Dios, tanto respecto de la salvación temporal como de la eterna[20], ya que «la tribulación engendra la
paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5,
3-4)[21].
Después de prestar durante doce años su
servicio en la Iglesia antioquena como presbítero y predicador, san Juan fue
consagrado obispo de Constantinopla en el año 398; allí permaneció durante
cinco años y medio. En esa función se ocupó de la reforma del clero, impulsando
a los presbíteros, tanto con su palabra como con su ejemplo, a vivir de acuerdo
con el Evangelio[22]. Sostuvo a los monjes que vivían en la
ciudad y cuidó de sus necesidades materiales, pero también trató de reformar su
vida, subrayando que se habían propuesto dedicarse exclusivamente a la oración
y a una vida retirada[23]. Atento a huir de toda ostentación de
lujo y a adoptar un estilo de vida modesto, aun siendo obispo de una capital
del imperio, fue generosísimo al distribuir la limosna a los pobres.
San Juan se dedicaba a la predicación
todos los domingos y en las fiestas principales. Estaba muy atento a evitar que
los aplausos, recibidos a menudo por su predicación, lo indujeran a hacer que
el Evangelio que predicaba perdiera su fuerza. Por eso, a veces se lamentaba de
que con demasiada frecuencia la misma asamblea que aplaudía sus homilías no
hacía caso de sus exhortaciones a vivir auténticamente la vida cristiana[24].
Denunció incansablemente el contraste
que existía en la ciudad entre el despilfarro extravagante de los ricos y la
indigencia de los pobres; y, al mismo tiempo, sugería a los ricos que acogieran
a los indigentes en sus casas[25]. Veía a Cristo en el pobre; por eso
invitaba a sus oyentes a hacer lo mismo y a obrar en consecuencia[26]. Fue tan persistente su defensa de los
pobres y su reproche hacia quienes eran demasiado ricos, que suscitó la
contrariedad e incluso la hostilidad contra él de parte de algunos ricos y de
quienes detentaban el poder político en la ciudad[27].
Entre los obispos de su tiempo san Juan
Crisóstomo destacó por su celo misionero. Envió misioneros a difundir el
Evangelio entre quienes no lo habían oído[28]. Construyó hospitales para la curación
de los enfermos[29]. Predicando en Constantinopla sobre
la carta a los Hebreos, afirmó que la ayuda material de la Iglesia
se debe extender a todos los necesitados, sin tener en cuenta su credo
religioso: «El necesitado pertenece a Dios, aunque sea pagano o judío. Aunque
no crea, es digno de ayuda»[30].
Su papel de obispo en la capital del
imperio de Oriente imponía a san Juan mediar en las delicadas relaciones entre
la Iglesia y la corte imperial. A menudo fue objeto de hostilidad de parte de
muchos oficiales imperiales, a veces a causa de su firmeza al criticar el lujo
excesivo de que se rodeaban. Al mismo tiempo, su posición de arzobispo
metropolitano de Constantinopla lo ponía en la difícil y delicada situación de
tener que negociar una serie de cuestiones eclesiales que implicaban a otros
obispos y a otras sedes. Como consecuencia de las intrigas urdidas contra él
por poderosos opositores, tanto eclesiásticos como imperiales, dos veces fue
condenado por el emperador al destierro. Murió el 14 de septiembre del año 407,
hace exactamente 1600 años, en Comana del Ponto durante el viaje hacia la meta
final de su segundo destierro, lejos de su amada grey de Constantinopla.
3. El
magisterio de san Juan
Desde el siglo V en adelante, san Juan
Crisóstomo fue venerado por toda la Iglesia cristiana, tanto oriental como
occidental, por su valiente testimonio en defensa de la fe eclesial y por su
generosa entrega al ministerio pastoral. Su magisterio doctrinal y su
predicación, así como su solicitud por la sagrada liturgia, le merecieron muy
pronto el reconocimiento de Padre y doctor de la Iglesia. También su fama de
predicador quedó consagrada, ya a partir del siglo VI, con la atribución del
título de «Boca de oro», en griego «Crisóstomo».
De él escribe san Agustín: «Mira,
Juliano, en qué asamblea te he introducido. Aquí está Ambrosio de Milán, (...);
aquí está Juan de Constantinopla (...); aquí está Basilio (...); aquí están los
demás; y su admirable consenso debería hacerte reflexionar. (...) Ellos
brillaron en la Iglesia católica por el estudio de la doctrina. Revestidos y
protegidos por las armas espirituales, libraron arduas guerras contra los
herejes y, después de realizar fielmente las obras que Dios les había
encomendado, duermen el sueño de la paz. (...) Este es el lugar donde te he
introducido; la asamblea de estos santos no es la multitud del pueblo; ellos no
son sólo hijos, sino también Padres de la Iglesia»[31].
Asimismo, es digno de mención especial
el extraordinario esfuerzo que realizó san Juan Crisóstomo por promover la
reconciliación y la comunión plena entre los cristianos de Oriente y de
Occidente. En particular, fue decisiva su contribución para poner fin al cisma
que separaba la sede de Antioquía de la de Roma y de las demás Iglesias
occidentales. En la época de su consagración como obispo de Constantinopla san
Juan envió una delegación al Papa Siricio, a Roma. Para apoyar esa misión, con
vistas a su proyecto de acabar con el cisma, obtuvo la colaboración del obispo
de Alejandría de Egipto. El Papa Siricio respondió con favor a la iniciativa
diplomática de san Juan; así, el cisma quedó resuelto pacíficamente y se
restableció la comunión plena entre las Iglesias.
Posteriormente, hacia el final de su
vida, tras haber regresado a Constantinopla de su primer destierro, san Juan
escribió al Papa Inocencio y también a los obispos Venerio de Milán y Cromacio
de Aquileya, para pedirles ayuda en su empeño por restablecer el orden en la
Iglesia de Constantinopla, dividida a causa de las injusticias cometidas contra
él. San Juan solicitaba al Papa Inocencio y a los demás obispos occidentales
una intervención que «otorgue —como escribía él— benevolencia no sólo a
nosotros sino también a toda la Iglesia»[32].
En efecto, en el pensamiento de san Juan
Crisóstomo, cuando una parte de la Iglesia sufre por una herida, toda la
Iglesia sufre por esa misma herida. El Papa Inocencio defendió a san Juan en
algunas cartas dirigidas a los obispos de Oriente[33]. El Papa afirmaba su comunión plena con
él, ignorando su destitución, que consideraba ilegítima[34]. Luego escribió a san Juan para
consolarlo[35]; también escribió al clero y a los
fieles de Constantinopla para manifestar pleno apoyo a su obispo legítimo:
«Juan, vuestro obispo, ha sufrido injustamente», reconocía[36].
Además, el Papa convocó un sínodo de
obispos italianos y orientales con el fin de obtener justicia para el obispo
perseguido[37]. Con el apoyo del emperador de
Occidente, el Papa mandó una delegación de obispos occidentales y orientales a
Constantinopla, al emperador de Oriente, para defender a san Juan y pedir que
un sínodo ecuménico de obispos le hiciera justicia[38].
Cuando fracasaron estos proyectos, san
Juan, poco antes de morir en destierro, escribió al Papa Inocencio para darle
las gracias por el «gran consuelo» que había recibido por el generoso apoyo que
le había otorgado[39]. En su carta, san Juan afirmaba que, aun
hallándose separado por la gran distancia del destierro, se encontraba «diariamente
en comunión» con él, y decía: «Tú has superado incluso al padre más afectuoso
en tu benevolencia y en tu celo con respecto a nosotros». Sin embargo, le
suplicaba que perseverara en su esfuerzo por buscar justicia para él y para la
Iglesia de Constantinopla, dado que «la batalla que has de afrontar ahora se ha
de librar en favor de casi todo el mundo, de la Iglesia humillada hasta la
tierra, del pueblo disperso, del clero agredido, de los obispos enviados al
destierro, de las antiguas leyes violadas». San Juan escribió también a los
demás obispos occidentales para agradecerles su apoyo[40]: entre ellos, en Italia, a Cromacio de
Aquileya[41], a Venerio de Milán[42] y a Gaudencio de Brescia[43].
Tanto en Antioquía como en
Constantinopla san Juan habló apasionadamente de la unidad de la Iglesia
esparcida por el mundo. Al respecto afirmaba: «Los fieles, en Roma, consideran
a los que están en la India como miembros de su mismo cuerpo»[44] y subrayaba que en la Iglesia no
caben las divisiones. «La Iglesia —exclamaba— no existe para que los que están
congregados en ella se dividan, sino para que los que están divididos se unan»[45]. Y encontraba en las sagradas Escrituras
la ratificación divina de esta unidad. Predicando sobre la primera carta de san
Pablo a los Corintios, recordaba a sus oyentes que «san Pablo se refiere a la
Iglesia como "Iglesia de Dios"[46], mostrando que debe estar unida, porque
si es "de Dios", está unida, y no sólo lo está en Corinto, sino en todo
el mundo, pues el nombre de la Iglesia no es un nombre de separación, sino de
unidad y concordia»[47].
Para san Juan la unidad de la Iglesia
está fundamentada en Cristo, el Verbo divino, que con su encarnación se unió a
la Iglesia como la cabeza a su cuerpo[48]: «Donde está la cabeza, allí está
también el cuerpo» y, por tanto, «no hay separación entre la cabeza y el
cuerpo»[49]. Había comprendido que, en la
encarnación, el Verbo divino no sólo se hizo hombre, sino que también se unió a
nosotros haciéndonos su cuerpo: «Dado que no le bastaba hacerse hombre, ser
golpeado y muerto, no sólo se une a nosotros por la fe; de hecho, también nos
convierte en su cuerpo»[50].
Comentando el pasaje de la carta de san
Pablo a los Efesios: «Bajo sus pies sometió todas la cosas y lo constituyó
cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena
todo en todo»[51], san Juan explica que «es como si la
cabeza fuera completada por el cuerpo, dado que el cuerpo está compuesto y
formado por sus diversas partes. En consecuencia, su cuerpo está compuesto por
todos. Así pues, la cabeza está completa y el cuerpo llega a ser perfecto
cuando todos nosotros nos encontramos juntos y unidos»[52]. Por consiguiente, san Juan concluye que
Cristo une a todos los miembros de su Iglesia consigo y entre ellos. Nuestra fe
en Cristo exige que nos esforcemos por lograr una unión sacramental efectiva
entre los miembros de la Iglesia, poniendo fin a todas las divisiones.
Para san Juan Crisóstomo la unidad
eclesial que se realiza en Cristo está testimoniada de un modo totalmente
peculiar en la Eucaristía. «Llamado "doctor eucarístico" por la
amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo Sacramento»[53], enseña que la unidad sacramental de la
Eucaristía constituye la base de la unidad eclesial en y por Cristo.
«Ciertamente, hay muchas cosas que nos hacen mantenernos unidos. Ante todos
está una mesa preparada... A todos se ofrece la misma bebida o, más bien, no
sólo la misma bebida, sino incluso el mismo cáliz. Nuestro Padre, que quiere
hacer que nos tengamos un profundo afecto, ha dispuesto también que bebamos de
un mismo cáliz, algo que indica un amor intenso»[54].
Reflexionando sobre las palabras de la
primera carta de san Pablo a los Corintios: «El pan que partimos ¿no es
comunión con el cuerpo de Cristo?»[55], san Juan comenta: para al Apóstol, por
consiguiente, «como aquel cuerpo está unido a Cristo, así también nosotros
estamos unidos a él por medio de este pan»[56]. Y con mayor claridad aún, a la luz de
las palabras sucesivas del Apóstol: «Porque nosotros, aun siendo muchos, somos
un solo pan y un solo cuerpo»[57], san Juan argumenta: «¿Qué es el pan? El
cuerpo de Cristo. Y ¿qué llegamos a ser cuando lo comemos? El cuerpo de Cristo;
no muchos cuerpos, sino un solo cuerpo. Del mismo modo que el pan, aunque está
hecho de muchos granos de trigo, llega a ser uno (...), así también nosotros
estamos unidos tanto los unos a los otros como a Cristo. (...) Ahora bien, si
nos alimentamos de un mismo pan y llegamos a ser todos uno, ¿por qué no
mostramos el mismo amor, para llegar a ser uno también bajo este aspecto?»[58].
La fe de san Juan Crisóstomo en el
misterio de amor que une a los creyentes con Cristo y entre sí lo llevó a
tributar una profunda veneración a la Eucaristía, una veneración que alimentó
de modo especial en la celebración de la Divina Liturgia. Una de las
expresiones más ricas de la Liturgia oriental lleva precisamente su nombre:
«Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo». San Juan entendía que la Divina
Liturgia sitúa espiritualmente al creyente entre la vida terrena y las
realidades celestiales que le ha prometido el Señor.
San Juan, escribiendo a san Basilio
Magno, expresaba el temor reverencial que sentía al celebrar los sagrados
misterios con estas palabras: «Cuando ves que el Señor, inmolado, yace sobre el
altar y que el sacerdote, de pie, ora sobre la víctima (...), ¿piensas que
estás entre los hombres, que estás en la tierra? ¿No te sientes, más bien,
transportado al cielo?». Los ritos sagrados, dice san Juan, «no son sólo
maravillosos para la vista, sino también extraordinarios por el temor
reverencial que suscitan. Allí está de pie el sacerdote (...), el cual hace que
el Espíritu Santo descienda; ora largamente para que la gracia que desciende
sobre el sacrificio ilumine en aquel lugar las mentes de todos y las haga más
resplandecientes que la plata purificada por el fuego. ¿Quién puede
menospreciar este misterio digno de veneración?»[59].
Con gran profundidad san Juan Crisóstomo
desarrolla la reflexión sobre los efectos de la Comunión sacramental en los
creyentes: «La sangre de Cristo renueva en nosotros la imagen de nuestro Rey,
produce una belleza inefable y no permite que sea destruida la nobleza de
nuestras almas, sino que continuamente la riega y la alimenta»[60]. Por eso, san Juan exhorta a menudo, con
insistencia, a los fieles a acercarse dignamente al altar del Señor, «no con
ligereza (...), no por costumbre y formalidad», sino con «sinceridad y pureza
de espíritu»[61].
Repite incansablemente que la
preparación para la sagrada Comunión debe incluir el arrepentimiento de los
pecados y la gratitud por el sacrificio que Cristo realizó por nuestra
salvación. Por tanto, exhorta a los fieles a participar plena y devotamente en
los ritos de la Divina Liturgia y a recibir con las mismas disposiciones la
sagrada Comunión: «Os suplico que no dejéis que nos mate vuestra irreverencia,
sino acercaos a él con devoción y pureza, y cuando lo veis delante de vosotros,
decíos a vosotros mismos: "en virtud de este cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza,
ya no soy prisionero, sino libre; en virtud de este cuerpo espero el paraíso, y
espero recibir los bienes, la herencia de los ángeles, y conversar con
Cristo"»[62].
Naturalmente, de la contemplación del
Misterio saca luego también las consecuencias morales con que compromete a sus
oyentes: les recuerda que comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo les obliga a
prestar ayuda material a los pobres y a los indigentes que viven entre ellos[63]. La mesa del Señor es el lugar donde los
creyentes reconocen y acogen a los pobres y necesitados que tal vez antes
habían ignorado[64]. Exhorta a los fieles de todos los
tiempos a mirar más allá del altar sobre el que se ofrece el sacrificio
eucarístico y a ver a Cristo en la persona de los pobres, recordando que
gracias a la ayuda prestada a los necesitados pueden ofrecer en el altar de
Cristo un sacrificio agradable a Dios[65].
4. Conclusión
Cada vez que nos encontramos con
nuestros Padres —escribió el Papa Juan Pablo II a propósito de otro gran Padre
y doctor, san Basilio—, nos sentimos «confirmados en la fe y animados en la
esperanza»[66]. El XVI centenario de la muerte de san
Juan Crisóstomo brinda una ocasión propicia para incrementar los estudios sobre
él, recordar sus enseñanzas y difundir su devoción.
En las diversas iniciativas y
celebraciones que se están organizando con ocasión de este XVI centenario estoy
espiritualmente presente con gratitud y con mis mejores deseos. También quiero
expresar mi anhelo ardiente de que los Padres de la Iglesia «en cuya voz
resuena la constante Tradición cristiana»[67], sean cada vez más punto firme de
referencia para todos los teólogos de la Iglesia. Volver a ellos significa
remontarse a las fuentes de la experiencia cristiana, para saborear su frescura
y autenticidad. Así pues, no puedo expresar a los teólogos un deseo mejor que
el de un renovado compromiso por recuperar el patrimonio sapiencial de los
santos Padres. No podrá por menos de constituir un gran enriquecimiento para su
reflexión incluso sobre los problemas de nuestros tiempos.
Me complace terminar este escrito con
unas palabras del gran doctor, en las que invita a sus fieles —y, naturalmente,
también a nosotros— a reflexionar sobre los valores eternos: «¿Durante cuánto
tiempo aún estaremos clavados a la realidad presente? ¿Cuánto tiempo aún hará
falta antes de que podamos librarnos de ella? ¿Durante cuánto tiempo aún descuidaremos
nuestra salvación? Recordemos aquello de lo que Cristo nos ha considerado
dignos; démosle gracias, glorifiquémoslo, no sólo con nuestra fe, sino también
con nuestras obras efectivas, de modo que podamos alcanzar los bienes futuros
por la gracia y la amorosa ternura de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y
con el cual sea gloria al Padre y al Espíritu Santo, ahora y por los siglos de
los siglos. Amén»[68].
A todos imparto mi bendición.
Castelgandolfo, 10 de agosto de 2007,
tercer año de mi pontificado
NOTAS
[1] Benedicto XVI, Discurso en la
iglesia patriarcal de San Jorge en El Fanar, Estambul, 30
de noviembre de 2006: L'Osservatore Romano,edición en lengua
española, 8 de diciembre de 2006, p. 7.
[2] Cf. San Pío X, Carta al
venerable cardenal Vincenzo Vannutelli, 22 de julio de 1907: ASS,
Ephemerides Romanae 40 (1907) 453-455.
[4] Cf. Dei Verbum, 13.
Pablo VI, Discurso a los profesores italianos de sagrada Escritura con
ocasión de la XXII Semana bíblica nacional, 29 de septiembre de 1972.
[5] Cf. Juan XXIII, carta
encíclica Princeps pastorum,
28 de noviembre de 1959: AAS 51 (1959) 846-847.
[6] Pablo VI, carta encíclica Mysterium fidei,
17: AAS 57 (1965) 756. Cf. Benedicto XVI, Ángelus del
18 de septiembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 23 de septiembre de 2005, p. 1; Sacramentum
caritatis, 13.
[7] Juan Pablo II, Carta a Su Santidad
Bartolomé I, Patriarca ecuménico de Constantinopla, 27 de
noviembre de 2004: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 3 de diciembre de 2004, p. 6.
[8] Benedicto XVI, Discurso en la
iglesia patriarcal de San Jorge en El Fanar, Estambul, 29
de noviembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 8 de diciembre de 2006, p. 5.
[9] Cf. San Juan Crisóstomo, De
sacerdotio 1, 1-3: SCh 272, 60-76; Palladio, Diálogo
sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341,
104-110.
[11] Cf. San Juan Crisóstomo, Laus
Diodori episcopi: PG 52, 761-766; Sócrates, Historia
eclesiástica 6, 3: GCS, n.f. 1, 313-315;
Sozomeno, Historia eclesiástica 8, 2: GCS 50,
350-351.
[14] Cf. San Juan Crisóstomo, De
incomprehensibili Dei natura: SCh 28 bis, 93-322;
id., In illud: Pater meus usque modo operatur: PG 63, 511-516;
id. In illud: Filius ex se nihil facit: PG 56, 247-256.
[22] Cf. Sócrates, Historia
eclesiástica 6, 4: GCS, n.f. 1, 315-316;
Sozomeno, Historia eclesiástica 8, 3: GCS 50,
352-353; Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341,
112.
[24]Cf. San Juan Crisóstomo, In
illud: Pater meus usque modo operatur: PG 63, 511-516; id., In
acta apostolorum 30, 4: PG 60, 226-228, id., Contra
ludos et theatra: PG 56, 263-270.
[25] Cf. San Juan Crisóstomo, In
acta apostolorum 35, 5; 45, 3-4: PG 60, 252; 318-319.
Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341,
124.
[28] Cf. Teodoreto Cyrrhensis, Historia
religiosa 5, 31: GCS 44, 330-331; san Juan
Crisóstomo, Epistulae ad Olimpiadem 9, 5: SCh 13
bis, 236-238.
[33] Cf. Palladio, Diálogo
sobre la vida de san Juan Crisóstomo, 3: SCh 341, 64-68;
Inocencio I, Epistula 5: PL 20, 493-495.
[48] Id., In epistulam I ad
Corinthios 30, 1: PG 61, 249-251; cf. id., In
epistulam ad Colossenses 3, 2-3: PG 62, 320;
id., In epistulam ad Ephesios 3, 2: PG 62,
26.
[56] San Juan Crisóstomo, In
epistulam I ad Corinthios 24, 2: PG 61, 200;
id., In Joannem 46, 3: PG 63, 260-261;
id., In epistulam ad Ephesios 3, 4: PG 62,
28-29.
[61] Id., In epistulam ad
Ephesios 3, 4: PG 62, 28; id., In epistulam I
ad Corinthios 24: PG 61, 197-206; ib., 27,
4: PG 61, 229-230; id., In epistulam ad
Timotheum 15, 4: PG 62, 583-586; id., In
Matthaeum 82, 6: PG 58, 744-746.
[65]Cf. Id., In epistulam II ad
Corinthios 20, 3: PG 61, 540; id., In
epistulam I ad Romanos 21, 2-4: PG 60, 603-607.
[66] Juan Pablo II, carta
apostólica Patres Ecclesiae,
n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de
enero de 1980, p. 13.
[67] Benedicto XVI, Catequesis durante
la audiencia general del miércoles 9 de noviembre de 2005: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 11 de noviembre de 2005, p. 20.
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