JESÚS EN NAZARET
ENTRE SUS PAISANOS
1.— ¿Por qué razón dice el evangelista estas parábolas? —Porque aun tenía que decir otras más. — ¿Por qué el Señor cambia de lugar? —Porque quería sembrar por todas partes su doctrina. Y, viniendo a su propia patria, les enseñaba en la sinagoga. — ¿A qué pueblo llama ahora el evangelista patria de Jesús? —A mi parecer, a Nazaret, pues allí dice—no hizo muchos milagros, y en Cafarnaún sí que los hizo. De ahí que Él mismo dijera: Y tú, Cafarnaún, que te has levantado hasta el cielo, tú serás abatida hasta el infierno; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti se han realizado, Sodoma estaría en pie hasta el día de hoy. Viniendo, pues, allí, se abstuvo de obrar milagros, a fin de no encender más la envidia y tenerlos que condenar más duramente por su incredulidad, que así hubiera aumentado.
Sí, en cambio, les expone su doctrina, que no era menos maravillosa que sus milagros. Porque aquellos insensatos—unos completos insensatos—, cuando debieran admirarle y pasmarse de la virtud de sus palabras, hacen lo contrario, que es vilipendiarle por la humildad del que pasaba por padre suyo. Y, sin embargo, muchos ejemplos tenían en lo antiguo de hijos ilustres nacidos de padres oscuros. Así, David, hijo fue de Jesse, que no pasaba de humilde labrador, y Amós lo fue de un cabrero, y cabrero él mismo; y Moisés, el famoso legislador, tuvo un padre muy inferior a lo que él mismo era. Más bien, pues, debieran haber admirado al Señor de que, siendo de quienes se imaginaban, hablaba tan maravillosamente, pues era evidente que ello no podía ser obra de diligencia humana, sino de la gracia de Dios. Mas, por lo que debieran admirarle, ellos le desprecian. Por otra parte, el Señor frecuenta su sinagoga, pues de haber vivido constantemente en el desierto, hubieran tenido pretexto para acusarle como a solitario y enemigo del trato humano. Sorprendidos, pues, y perplejos, decían sus paisanos: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esas virtudes? Virtudes llaman aquí o a sus milagros o a su misma sabiduría. ¿No es éste el hijo del carpintero? Luego mayor es la maravilla y mayor debiera ser vuestra admiración. ¿No se llama María su madre? ¿Y sus hermanos no se llaman Santiago y José y Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? ¿De dónde le viene a éste eso? Y se escandalizaban en Él. ¿Veis cómo es Nazaret en donde hablaba? ¿No son—dicen—hermanos suyos fulano y zutano? ¿Y qué tiene eso que ver? Ésa debiera ser para vosotros la mejor razón para creer en El. Pero no. La envidia es cosa mala y muchas veces se contradice a si misma. Lo que era sorprendente y maravilloso, lo mismo que debiera haber bastado a arrastrarlos al Señor, eso les escandalizaba. ¿Qué les contesta, pues, Cristo? Un profeta—les dice—no es despreciado sino en su propia patria y en su propia casa. Y no hizo—prosigue el evangelista—muchos milagros entre ellos por causa de su incredulidad. Lucas dice también: No hizo allí muchos milagros. —Y, sin embargo—dirás—, era natural que los hubiera hecho. Porque si todavía tenía éxito para ser admirado (y, en efecto, también entonces se le admiraba), ¿por qué razón no los hizo? —Porque no miraba a su propia ostentación, sino al provecho de ellos. Ahora bien, como éste no se daba, prescindió también el Señor de su propia manifestación, a fin de no aumentar el castigo de sus paisanos. Y, sin embargo, mirad después de cuánto tiempo, después de cuántos milagros, volvió a ellos. Y ni aun así le soportaron, sino que se encendió más vivamente su envidia. Mas ¿por qué, si no muchos, todavía hizo algunos milagros? —Por que no le dijeran: Médico, cúrate a ti mismo. Por que no dijeran tampoco: “Es nuestro enemigo, nos tiene declarada la guerra, y desprecia a los de su propia casa”. Por que, en fin, no pudieran decir: "Si hubiera hecho entre nosotros milagros, también nosotros hubiéramos creído". De ahí que los hizo y se detuvo entre ellos: por una parte, para cumplir lo que a El le tocaba; por otra, para no condenarlos a ellos con más razón. Mas considerad la fuerza de sus palabras, cuando, aun dominados por la envidia, todavía le admiraban. Sin embargo, así como en sus milagros no ponen tacha en cuanto a los hechos, pero se inventan causas fantásticas, diciendo, por ejemplo: En virtud de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa los demonios; así ahora, no pudiendo poner tacha en su doctrina, le desprecian por lo humilde de su origen. Mas considerad, os ruego, la modestia del maestro, que no los vitupera, sino que con toda mansedumbre les responde: Un profeta no es despreciado sino en su propia patria. Y no se detuvo aquí, sino que prosiguió: Y en su propia casa. Con lo que, a mi parecer, aludía a sus propios hermanos.
2. Por lo demás, en el evangelio de Lucas el Señor aduce ejemplos semejantes y les dice que tampoco Elías fue a los suyos, sino a una viuda extranjera; ni fue otro leproso alguno curado por Eliseo, sino el extranjero Naamán. No fueron, pues, los israelitas quienes recibieron los beneficios y quienes a ellos correspondieron, sino los extraños. Al hablarles así no hace sino revelar su mala costumbre de siempre y que no era nuevo lo que con Él hacían.
(San Juan Crisóstomo, Obras de San Juan Crisóstomo, Tomo II, B.A.C., Madrid, 1956, pg. 30-33)
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