sábado, 23 de febrero de 2013

Domingo II cuaresma (ciclo C) - Mons. Fulton Sheen

La Transfiguración

Tres escenas importantes en la vida de nuestro Señor tuvieron efecto en las montañas. En una de ellas predicó las bienaventuran­zas, la práctica de las cuales acarrearía la cruz de parte del mundo; en la segunda manifestó la gloria que aguardaba detrás de la cruz; en la tercera se ofreció a sí mismo a la muerte como preludio de su gloria y la de todos aquellos que habrían de creer en su nombre.
El segundo incidente ocurrió sólo unas pocas semanas antes del acontecimiento del Calvario, cuando llevó a una montaña a sus discípulos Pedro, Santiago y Juan; Pedro, la «Roca»; Santiago, al destinado a ser el primero de los apóstoles mártires, y Juan, el visionario de la futura gloria del Apocalipsis. Estos tres se halla­ban presentes en el momento en que Jesús resucitó de entre los muertos a la hija de Jairo. Los tres necesitaban aprender la lec­ción de la cruz y rectificar su falsa concepción del Mesías. Pedro había protestado con vehemencia contra la cruz, mientras que San­tiago y Juan habían ambicionado un trono en el futuro reino de los cielos. Los tres dormirían más adelante en el huerto de Get­semaní, durante la agonía del Señor. Para creer en su Calvario tenían que ver la gloria que resplandecía detrás del escándalo de la cruz.

En la cima de la montaña, después de orar, se transfiguró ante ellos cuando la gloria de su naturaleza divina atravesó los hilos de su ropaje terreno. No era tanto una luz que brillaba desde fuera como la belleza de la divinidad que refulgía desde dentro. No se trataba de la plena manifestación de la divinidad, que ningún hom­bre podía contemplar sobre la tierra, ni tampoco era su cuerpo glorificado, puesto que aún no había resucitado de entre los muer­tos, pero poseía una propiedad de gloria. Su pesebre, su oficio de carpintero, el oprobio recibido de sus enemigos fueron para Él otras tantas humillaciones, pero adecuadamente estuvo acompa­ñada cada una de ellas de epifanía de gloria cuando los ángeles cantaron en su nacimiento y se oyó la voz del Padre durante el bautismo en el Jordán.
Ahora que se está acercando al Calvario, una nueva gloria le circunda. Nuevamente la voz le inviste con los ropajes del sacerdocio, para ofrecer el sacrificio. La gloria que brilló a alrededor como al Templo de Dios, no era algo con que estuviera envestido externamente, sino más bien expresión natural de la hermosura inherente a aquel «que bajó del cielo». El milagro no era aquella irradiación momentánea de su persona, sino más bien el hecho que en el resto del tiempo aquella radiación estuviera reprimida. De la misma manera que Moisés, después de haber hablado con Dios, puso un velo sobre su rostro para ocultarlo a la vista del pueblo de Israel, así había velado Cristo su gloria a los ojos de la humanidad. Pero por aquellos breves instantes apartó el velo para que aquellos tres hombres pudieran contemplar su aspecto glorioso; y la radiación de aquella gloria fue la proclamación provisional del Hijo de la Justicia a todos los ojos humanos. A medida que la cruz se aproximaba, su gloria iba en aumento. Así, es posible que la venida del Anticristo, o la crucifixión final de la buena voluntad vaya acompañada de una gloria extraordinaria de Cristo en sus miembros.
En el hombre, el cuerpo es una especie de jaula del alma. En  Cristo, el cuerpo era el templo de la Divinidad. En el jardín del Edén, sabemos que el hombre y la mujer estaban desnudos, pero no sentían vergüenza. Ello es debido a que antes del pecado lo gloria del alma atravesaba el cuerpo y le brindaba una especie de ropaje. De la misma manera, en la transfiguración la Divinidad brillaba a través de la naturaleza humana. Probablemente esto era para Cristo algo más natural que aparecer con otro aspecto, es decir, sin aquella gloria.
“Y mientras oraba, el aspecto de su rostro
se hizo otro, y sus vestiduras se tornaron blancas y resplandecientes ;
y he aquí que dos hombres hablaban con Él, los cuales eran Moisés y Elías,
que aparecieron en la gloria, y hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén”.
(Lc 9, 29-31)
El Antiguo Testamento estaba acercándose al Nuevo. Moisés, el promulgador de la ley; Elías, el principal de los profetas. Ambos fueron vistos brillando en la luz del mismo Cristo, el cual, como Hijo de Dios, fue quien dictó la ley y envió a los profetas. El tema de la conversación de Moisés, Elías y Cristo no era lo que éste había enseñado, sino su muerte de sacrificio; esto era su deber como mediador, puesto que esta muerte de sacrificio era la consumación de la ley, los profetas y los eternos designios de Dios. Terminada su obra, Moisés y Elías señalaban hacia Él para ver cumplida la redención.
Así se mantuvo en el propósito de ser «contado entre los trans­gresores», como Isaías había ya profetizado. Incluso en este mo­mento de gloria, la cruz es el tema de la conversación con sus visitantes celestiales. Pero se trataba de una muerte vencida, de un pecado expiado y de una tumba vacía. La luz de gloria que en­volvía la escena era un gozo igual al del «ahora ya puedo morir» que Jacob pronunció al ver a José, o como el nunc dimittis pronun­ciado por Simeón al ver al divino Niño. ESQUILO, en su Agame­nón, describe un soldado que regresa a su tierra natal después de la guerra de Troya, el cual en su alegría dice que siente deseos de morir. SHAKESPEARE pone las mismas gozosas palabras en boca de Otelo después de los peligros de un viaje:
“Si ahora fuera preciso morir,
sería éste el momento más dichoso;
porque temo que mi alma posee ahora un gozo tan absoluto,
que ninguna otra satisfacción como ésta le reserva el ignorado sino”.
Pero en el caso de nuestro Señor, como dijo san Pablo, «te­niendo el gozo puesto ante sí, padeció la cruz».
Lo que los apóstoles observaron como algo particularmente her­moso y resplandeciente de gloria fueron su faz y su vestido; la faz, que más adelante quedaría teñida en la sangre que manaría de una corona de espinas; y sus vestiduras, que serían luego un ropaje de escarnio con que Herodes le vestiría para mofarse de El vestido de luz gloriosa que ahora cubría su cuerpo se con­vertiría en desnudez cuando su cuerpo fuera tan cruelmente maltra­tado en otra montaña.
Mientras los apóstoles se hallaban contemplando aquella visión lo que parecía ser el mismo vestíbulo del cielo, formándose una nube que los cubrió con su sombra.
“Y he aquí una voz de la nube que decía:
‘Éste es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia.
Oídle a Él’”.
(Mt 17, 5)
Cuando Dios hace aparecer una nube es para manifestar que existen límites que al hombre no lees dado trasponer. En su bautismo, los cielos se abrieron; ahora, en la transfiguración se abrieron de nuevo para presentar a Cristo como el mediador y para distinguirle de Moisés y de los profetas. Era el cielo mismo el que le estaba enviando, no la perversa voluntad de los hombres. En el bautismo, la voz del cielo era para Jesús mismo,  para los discípulos, en la colina de la transfiguración. Los gritos de “¡Crucifícale!”  habrían sólo sido insoportables para los oídos de ellos si no hubieran sabido que era necesario que Hijo padeciera. No era Moisés y a Elías a quienes tenían que oír, sino a aquel que en apariencia moriría como un maestro cualquiera, pero que más que un profeta. La voz daba testimonio de la unión inquebrantable e indivisa de Padre e Hijo; recordaba también las palabras de Moisés de que a su debido tiempo suscitaría Dios de entre el pueblo de Israel a uno igual a Él mismo, al cual ellos tendrían que oír.
Al despertar los apóstoles de aquella radiante visión, hallaron a su portavoz, como casi siempre, en su compañero Pedro.
“Y sucedió que al tiempo que ellos se apartaban de Él, Pedro dijo a Jesús:
‘Maestro, bueno es que nos estemos aquí.
Hagamos, piles, tres enramadas: una para ti, otra para Moisés,
y otra para Elías’, sin saber lo que decía”.
(Lc 9, 31)
Una semana antes Pedro estaba tratando de encontrar un camino que condujera a la gloria sin necesidad de la cruz. Ahora imaginaba que la transfiguración era un buen atajo para llegar a la salvación, teniendo un monte de las Bienaventuranzas o un monte de la Transfiguración, sin el monte Calvario. Era la segunda y vez que Pedro intentaba disuadir a nuestro Señor de ir a Jerusalén a ser crucificado. Antes del Calvario, fue el que hablaba en nombre de todos aquellos que quisieran entrar en la gloria sin tener que comprarla mediante la abnegación y el sacrificio. En su  vehemencia creía Pedro que la gloria que Dios hacía bajar del cielo y que los ángeles habían cantado en Belén podía establecer su tabernáculo entre los hombres sin necesidad de librar una guerra contra el pecado. Pedro olvidaba que, así como la paloma sólo después del diluvio pudo poner los pies en la tierra, también ahora la verdadera paz viene sólo después de la crucifixión.
Igual que un niño, Pedro trataba de capitalizar y hacer que fuera permanente aquella gloria transitoria. Para el Salvador, era una anticipación de lo que se reflejaba desde el otro lado de la cruz; para Pedro, era una manifestación de una gloria mesiánica terrena que era preciso almacenar y conservar. El Señor, que llamó a Pedro «Satán» porque quería una corona sin una cruz, le perdonó ahora este sentimiento humano exento de cruz porque sabía que él «no sabía lo que decía». Pero, después de la resurrección Pedro lo sabría. Entonces evocaría aquella escena con estas palabras:
“Con nuestros ojos hemos visto su majestad.
Porque recibió de Dios Padre
honra y gloria, cuando una voz descendió a Él
desde el esplendor de la gloria, diciendo:
‘Éste es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia’.
Y esta voz la oímos nosotros enviada desde el cielo,
estando con Él en el santo monte.
Y también tenemos, más firme, la palabra profética;
a la cual hacéis bien en estar atentos, como a una lámpara que luce
en lugar tenebroso, hasta que el día esclarezca,
y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones”.
(II Ped 16-20)
 (FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1996, pp. 169-173)

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