sábado, 23 de febrero de 2013

Domingo II de cuaresma (ciclo c) - Benedicto XVI

La Transfiguración

En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a San­tiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después…» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relaciona­dos uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamen­te. Juan ha expresado con palabras esta conexión in­terna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exalta­ción» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fon­do esa singular indicación temporal. Existen dos in­terpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.

(…)
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santia­go y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9, 2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el mon­te de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la trans­figuración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los se­tenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en ora­ción— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diver­sos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predica­ción, el monte de la oración, el monte de la transfigu­ración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Anti­guo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revela­ción se hace liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo ge­neral del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un res­pirar en el aire puro de la creación; el monte que per­mite contemplar la inmensidad de la creación y su be­lleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sa­crificio del cordero, prefiguración del Cordero defini­tivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías re­cibieron en el monte la revelación de Dios; ahora es­tán en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbu­ciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos nin­gún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya pa­labras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía co­mo el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acon­tecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfigura­ción es un acontecimiento de oración; se ve claramen­te lo que sucede en la conversación de Jesús con el Pa­dre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se perci­be también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confe­sión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace bri­llar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mis­mo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas co­mo la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los ves­tidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que se­rán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cor­dero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bau­tismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Ec 15, 22). A tra­vés del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el ca­mino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación—de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muer­te, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sen­tido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pa­sión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxo­do que libera definitivamente; que, además, el conte­nido de esta esperanza es el Hijo del hombre que su­fre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convier­ten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pa­sión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en liber­tad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras ba­jan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su fu­tura resurrección de entre los muertos, lo que pre­supone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al res­pecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Je­sús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y com­pleta la imagen que se habían hecho de todo ello. Iden­tifica la Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el ca­mino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efec­tivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio du­rante la persecución; a su regreso… también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pa­sión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escri­tura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída con­tinuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moi­sés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resu­citado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perci­ben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y en­tonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimien­to «… no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronun­ciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tie­nen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discu­te y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se des­cribe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carác­ter estable al evento de la aparición levantando tam­bién tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. (…)
(…)
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nue­vo al relato de la transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hi­jo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la pre­sencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cu­bre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Pa­dre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11).
Pero a esta proclamación solemne de la dignidad fi­lial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la su­bida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la en­señanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta es­cena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con ma­yor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con es­to concluye la aparición: su sentido más profundo que­da recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del rela­to de la transfiguración como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la con­fesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: “Os aseguro que algunos de los aquí pre­sentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios”» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p, 66s) ha mostrado convincen­temente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cu­bre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el mon­te —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la ver­dadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimen­tan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dýnamis) del reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pa­blo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Pri­mera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —ju­díos o griegos—, poder (dýnamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dýnamis) del reino fu­turo se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introdu­ciendo así poco a poco en toda la profundidad del mis­terio de Jesús.
 (JOSEPH RATZINGER-BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret (Primera Parte), Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, pp. 356-370)


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