sábado, 2 de febrero de 2013

La presentación del Señor - Mons. Antonio Marino


“Al encuentro de la luz verdadera”
(San Sofronio) 

De la homilía de
Mons. Antonio Marino
en la fiesta
de la Presentación del Señor,
en el centenario de la capilla Stella Maris

Mar del Plata, 2 de febrero de 2012 

Queridos hermanos sacerdotes, queridas Hermanas Adoratrices, autoridades civiles y militares, en especial miembros de la Armada Argentina, y de la Prefectura, miembros de la gran familia educativa del Colegio Stella Maris. Queridos fieles:
Celebramos la fiesta de la Presentación del Señor en el templo de Jerusalén, cuarenta días después de su nacimiento. Se trata de una de las fiestas más antiguas del calendario litúrgico, registrada ya en el siglo IV. Surgió en oriente y pronto se extendió al occidente latino. Lo hacemos en el marco de esta hermosa capilla, que cumple los cien años de existencia. Sabemos que se trata de un verdadero símbolo del barrio y legítimo orgullo de esta ciudad de Mar del Plata. Según la tradición local, honramos también en este día y en este lugar a la Santísima Virgen bajo la advocación de “Estrella del mar” o Stella Maris. Por eso, la Armada Argentina la honra como su patrona. A ella acuden también todos aquellos que están vinculados con el mar, de una u otra manera. Y, en general, todo transeúnte que, al entrar aquí, siente que es peregrino en el mar de la vida. 

“Al encuentro de la luz” 

Meditamos, en primer lugar, sobre el significado de esta fiesta que llamamos de la Presentación del Señor. Popularmente se la conoció también como Nuestra Señora de la Candelaria, en alusión a los ritos de la luz de los que hemos participado.
Según la ley de Israel, todo primogénito varón pertenecía al Señor, en recuerdo de la primera pascua, cuando el ángel del Señor pasó salvando del exterminio a los primogénitos de los hebreos, librándolos del castigo aleccionador reservado a los egipcios opresores. De este modo, el fiel israelita recordaba que con mano fuerte el Señor los sacó de la esclavitud de Egipto. Por eso, a los cuarenta días del nacimiento, los primogénitos eran presentados en el templo de Jerusalén y en rescate por ellos se ofrecía en sacrificio una res de ganado menor, o bien, en el caso de los pobres, un par de pichones de paloma (cf. Ex 13,11-16).
Tal es el caso de María y de José. Detengámonos a contemplar este misterio de la vida del Señor. La Virgen María y José, vienen con el Niño. Desde distintos roles, ellos vienen a enriquecer al mundo, y sin embargo han presentado la ofrenda de los pobres. Aquél que ofrecerá su propia vida en rescate por la multitud de los hombres, presenta en su rescate dos pichones de paloma. Desde la desaparición del Arca de la Alianza, al templo le faltaba un elemento. Ahora este niño viene a colmarlo. Llega la Virgen con el gozo de su maternidad y se vuelve con el anuncio profético de la espada de dolor que le atravesaría el alma.
Desde el inicio mismo del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, vemos a su Madre íntimamente unida a su obra de salvación. Por eso, estamos ante una fiesta conjunta del Señor y de la Virgen. Ella guarda en su corazón para rumiarlas y repasarlas, cada una de las palabras y acontecimientos de los cuales es testigo.

 

Con este Niño en sus brazos, María se convierte en imagen de la Iglesia que se presenta ante Dios con la riqueza de Cristo y para ofrecerse con él. Como dice el Papa Pablo VI en Marialis cultus, “es la celebración de un misterio que realizó Cristo y al que la Virgen estuvo íntimamente unida como la Madre del Siervo de Yahvé, ejerciendo un deber propio del antiguo Israel y presentándose, a la vez, como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza por la persecución” (MC 7).

 

En el rito de las candelas, que dio origen al nombre más popular de fiesta de la candelaria, hemos celebrado, en realidad, la venida de Cristo al encuentro de su pueblo en el templo de Jerusalén. El Israel fiel y creyente, está aquí representado por hombres y mujeres que no se destacan por su condición social sino por su calidad religiosa. Ante todo, María, la gran creyente. Junto a ella, José, el justo. El anciano Simeón lleno del Espíritu Santo y la profetisa Ana.

 

Se trata del encuentro de Jesús, llamado por Simeón “luz para iluminar a las naciones y gloria del pueblo de Israel”, con todos nosotros que somos su pueblo, que salimos a su encuentro iluminados por su misma luz.

 

Así lo decía uno de los Padres de la Iglesia: “En efecto, del mismo modo que la Virgen Madre de Dios tomó en sus brazos la luz verdadera y la comunicó a los que yacían en las tinieblas, así también nosotros, iluminados por él y llevando en nuestras manos una luz visible para todos, apresurémonos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera” (San Sofronio, Disertación 3, Sobre el Hypapanté).

 

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