Tres días duró en la isleta el estruendo de las hachas, y crujieron al tumbarse los gruesos troncos, y volaron todos los pájaros menos las tijeretas, que no se van de sus nidos aunque las maten, y se quedaron por allí chillando, sobre las ramas mustias.
Aquella era una desolación. El Guayacán duro, el Algarrobo dulce, el Quebracho tenaz, el Cedro valioso, el Jacarandá florido y el Ñandubay añudado, los forzudos del monte, habían caído. Sólo quedaban en pié el Ombú inútil y el Abrojo dañino.
-¡Lo que yo siempre he dicho, mi compadre! –gritó el Abrojo-. En esta vida los únicos que sobreviven son de dos clases: los que no sirven ni para leña, como usted, y los que muerden a todos, como yo.
Pero sucedió que con los árboles martirizados se hicieron muebles finos, vigas inmortales y durmientes eternos: y después los obrajeros pegaron fuego a la isleta talada, y del Ombú y del Abrojo no quedaron ni las cenizas.
P. Leonardo Castellani en Camperas
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