Cardenal Ratzinger
en el volumen dedicado
a la Liturgia
de su Opera Omnia
1. La liturgia existe para todos. Ella debe ser “católica”, es decir, comunicable a todos los creyentes sin distinción de lugar, de proveniencia, de formación. Debe, por lo tanto, ser “sencilla”. Pero algo sencillo no es idéntico a algo barato. Existe la sencillez de lo banal y existe la sencillez que es expresión de madurez. En la Iglesia sólo interesa esta última, la verdadera sencillez. El esfuerzo supremo del espíritu, la suprema purificación, la suprema madurez, generan la sencillez. La exigencia de lo sencillo, mirándolo bien, es idéntica a la exigencia de lo puro y lo maduro, que ciertamente se pueden tener a muchos niveles, pero nunca a través del camino de la pobreza psíquica.
2. Catolicidad no quiere decir uniformidad. El relieve dado en la Constitución litúrgica del Vaticano II a la particular función de la iglesia catedral, no carece de motivaciones. La catedral puede y debe representar la solemnidad y la belleza del culto de manera más exigente que lo que pueda hacerlo normalmente la iglesia parroquial, y también aquí la involucración del arte tendrá, según la ocasión y las circunstancias, niveles diversos. No es que cada uno deba ser todo, sólo todos juntos constituyen la totalidad. Extrañamente , el pluralismo post-conciliar se ha revelado, al menos en un punto, uniformante: ya no quiere permitir una cierta elevación de expresión. Frente a esto se necesita, en la unidad de la liturgia católica, hacer nuevamente justicia a la diversidad de las posibilidades.
3. Una de las palabras clave de la reforma litúrgica conciliar ha sido, con justa razón, la “participatio actuosa”, la participación activa del entero “pueblo de Dios” en la liturgia. Pero este concepto, después del Concilio, ha estado sujeto a una restricción fatal. Surgió la impresión de que hubiese participación activa sólo allí donde hubiese una actividad exterior verificable: discursos, cantos, prédicas, asistencia litúrgica. Los artículos 28 y 30 de la Constitución litúrgica, que definen la participación activa, pueden haber favorecido restricciones de este estilo, al concentrarse ampliamente en acciones exteriores. De todos modos, también el silencio es mencionado allí como una forma de participación activa. En relación con esto, habrá que preguntarse: ¿debe ser calificado como actividad solamente el hablar y no también el escuchar, el acoger con los sentidos y con el espíritu, el co-participar espiritualmente? ¿No es, tal vez, también algo activo el percibir, el acoger, el conmoverse? ¿No se trata aquí, en definitiva, de una restricción del hombre, que es reducido a lo que expresa verbalmente, si bien hoy sabemos que lo que emerge a la superficie de modo racionalmente consciente es sólo la punta del iceberg en comparación con la totalidad del hombre? Seamos más concretos: es un dato de hecho que existen no pocas personas que saben mejor cantar “con el corazón” que “con la boca”, pero a las cuales el canto de aquellos que tienen el don de cantar también con la boca, puede realmente hacerles cantar el corazón de modo que, por así decir, en ellos cantan también personalmente y la escucha se convierte, junto con el canto de los cantores, en una única alabanza a Dios. ¿Es, de hecho, absolutamente necesario obligar a algunos a cantar en un modo en que no son capaces y así enmudecer el corazón a ellos y a los otros? Esto no dice nada contra el canto del entero pueblo creyente, que tiene su irrevocable función en la Iglesia, pero dice todo contra una exclusividad que no puede ser justificada ni por la tradición ni por ella misma.
4. Una Iglesia que ejecute sólo “música de moda” se abandona a lo inútil y se vuelve ella misma inútil. A ella han sido confiadas incumbencias más elevadas. Tiene la tarea – como ha sido dicho del templo veterotestamentario – de ser lugar de la “gloria” y así ciertamente también el lugar en que se lleva el lamento de la humanidad a los oídos de Dios. La Iglesia no debe contentarse con lo que resulta útil a la comunidad; ella debe despertar la voz del cosmos y, al glorificar al Creador, tomar del cosmos su magnificencia, hacerlo espléndido y de este modo bello, habitable, amable. El arte que la Iglesia ha creado es, junto con los santos que en ella han crecido, la única “apología” verdadera que ella puede exhibir para su historia. Es la magnificencia surgida por obra suya la que sirve de garante al Señor, y no los astutos subterfugios que la teología encuentra para los aspectos terribles que lamentablemente abundan en tal historia. Si la Iglesia debe transformar, mejorar, “humanizar” el mundo, ¿cómo puede hacerlo y, al mismo tiempo, renunciar a la belleza, que está estrechamente vinculada con el amor y constituye la verdadera consolación, el máximo acercamiento posible al mundo de la Resurrección? La Iglesia debe permanecer exigente; debe ser el lugar en que la belleza es algo familiar, debe conducir la lucha por la “espiritualización”, sin la cual el mundo se convierte en un “primer círculo del infierno”. Por eso la pregunta sobre lo que es “apto” debe ser siempre también la pregunta sobre lo que es “digno” y plantear el desafío de buscar aquello que es “digno”.
5. La Constitución litúrgica contiene la disposición de conceder “el debido reconocimiento” a la tradición musical de “algunas regiones, especialmente en las Misiones”, más aún donde tal tradición “tiene gran importancia en su vida religiosa y social”. Esto corresponde a la idea de catolicidad del Concilio, la cual no sólo no quiere ver destruido, sino sanado, elevado y perfeccionado “todo elemento de bien presente en el corazón y en la mente de los hombres o en los usos y culturas particulares de los pueblos”. Estas afirmaciones han sido acogidas justamente con satisfacción en la teología y en la pastoral, aún si a veces no se ha prestado suficiente atención al hecho de que con esto no ha sido dispensado el esfuerzo de la “purificación”. Impresiona de modo singular, sin embargo, que, en la justa alegría por la apertura hacia culturas extranjeras, parece que no raramente se ha olvidado que también los países de Europa tienen para exhibir una tradición musical, que “tiene gran importancia en su vida religiosa y social”, más aún, que aquí existe una música que se ha desarrollado precisamente desde el corazón de la Iglesia y de su fe. Ciertamente no se puede definir esta gran música sacra de Europa como música de la Iglesia en general, y ciertamente no se puede, en razón de su grandeza, querer declarar concluida la historia; esto no es posible, así como no se pueden declarar sencillamente doctrina de la Iglesia o forma definitiva de la teología en general las grandes formas de la teología latina. Pero es igualmente claro que tal riqueza, que se ha desarrollado de la fe, y sin embargo, constituye una riqueza de toda la humanidad, no debe ser perdida por la Iglesia. ¿O se debería decir, tal vez, que el respeto y un “lugar conveniente” en la liturgia (cfr. art. 119) deberían corresponder solamente a las tradiciones no cristianas? A una lógica tan absurda se opone afortunadamente el mismo Concilio, que exige que “se conserve y se incremente con gran cuidado el patrimonio de la música sagrada” (SC 114). Pero lo que esta música es se puede realmente custodiar y cuidar sólo si ella continúa siendo oración resonante, acto de glorificación, si resuena allí donde ha nacido: en el culto de la santa Iglesia.
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