SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 4 de junio de 2006
Domingo 4 de junio de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió con fuerza sobre los Apóstoles; así comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los Once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (cf. Hch 1, 3). Antes de la ascensión al cielo, "les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre" (cf. Hch 1, 4-5); es decir, les pidió que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14).
Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una magnífica lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro obrar están en el silencio sabio y providente de Dios.
Las imágenes que utiliza san Lucas para indicar la irrupción del Espíritu Santo —el viento y el fuego— aluden al Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza (cf. Ex 19, 3 ss). La fiesta del Sinaí, que Israel celebraba cincuenta días después de la Pascua, era la fiesta del Pacto. Al hablar de lenguas de fuego (cf. Hch 2, 3), san Lucas quiere presentar Pentecostés como un nuevo Sinaí, como la fiesta del nuevo Pacto, en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la tierra. La Iglesia es católica y misionera desde su nacimiento. La universalidad de la salvación se pone significativamente de relieve mediante la lista de las numerosas etnias a las que pertenecen quienes escuchan el primer anuncio de los Apóstoles (cf. Hch 2, 9-11).
El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía hoy hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9), cuando los hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo, habían acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en Pentecostés el Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor.
Pero, ¿cómo entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo comprender el secreto del Amor? El pasaje evangélico de hoy nos lleva al Cenáculo donde, terminada la última Cena , los Apóstoles se sienten tristes y desconcertados. El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes: habla del odio del mundo hacia él y hacia los suyos, habla de su misteriosa partida y queda todavía mucho por decir, pero por el momento los Apóstoles no pueden soportar esa carga (cf. Jn 16, 12). Para consolarlos les explica el significado de su partida: se irá, pero volverá; mientras tanto no los abandonará, no los dejará huérfanos. Enviará al Consolador, al Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les dará a conocer que la obra de Cristo es obra de amor: amor de él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado.
Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser "expresión e instrumento del amor que proviene de él" (Deus caritas est, 33). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora: "Veni, Sancte Spiritus!", "¡Ven, Espíritu Santo!
Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Amén.
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