miércoles, 23 de mayo de 2012

El don de consejo - Dones del Espíritu Santo


El don de consejo
Los lugares de la Biblia, que ahora referiremos al don de consejo, son aplicables en buena medida también a los dones de ciencia, entendimiento y sabiduría. Todos ellos son dones intelectuales, por los que el Espíritu Santo comunica al entendimiento de los fieles una lucidez sobrenatural de modalidad divina. Cuando la sagrada Escritura habla en hebreo o en griego de la sabiduría de los hombres espirituales no usa, por supuesto, términos claramente identificables con cada uno de estos cuatro dones.
Sagrada Escritura
Dice el Señor por Isaías: «no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos» (55,8). En efecto, la lógica del Logos divino supera de tal modo la lógica prudencial del hombre que a éste le parece aquélla «escándalo y locura», y sólamente para el hombre iluminado por el Espíritu es «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24).
¿Quién, por muy limpio de corazón que fuese, podría estimar la Cruz como un medio prudente para realizar la revelación plena del amor de Dios y para causar la total redención del hombre?... ¿Quién alcanzaría a considerar actos prudentes ciertas conductas de Jesús en su ministerio público?... Hasta sus mismos parientes pensaban a veces: «está trastornado» (Mc 3,21).
Es cierto: como la tierra dista del cielo, así se ve excedida la prudencia del hombre por la sublimidad de los consejos de Dios, «cuya inteligencia es inescrutable» (Is 40,28). En Cristo, lógicamente, se manifiesta esta distancia en toda su verdad. Todo el misterio de redención que Él va desplegando por su palabra, por sus actos, y especialmente por su Cruz, son para judíos y gentiles un verdadero absurdo; y únicamente son fuerza y sabiduría de Dios para «los llamados» (1Cor 1,23-24). Sí, realmente «eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (1,27).
«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!... Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero?» (Rm 11,31-32); «¿quién conoció la mente del Señor para instruirle?» (1Cor 2,16)... Y por tanto, «¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?» (Rm 9,20).
Siendo, pues, tan inmensa la distancia entre el pensamiento de Dios y el de los hombres, se comprende bien que en las páginas antiguas de la Biblia, especialmente en los libros sapienciales y en los salmos, se hallen innumerables elogios del don de consejo, que hace captar con prontitud y certeza los misteriosos designios divinos, en sus aspectos más concretos. Por eso en la Escritura la fisonomía del hombre santo, grato a Dios, es la del hombre lleno de discernimiento y de prudencia, mientras que la figura del pecador es la del hombre necio e insensato:
«El buen juicio es fuente de vida para el que lo posee, pero la necedad es el castigo de los necios» (Prov 16,22; +8,12; 19,8). «El que se extravía del camino de la prudencia habitará en la Asamblea de las Sombras» (21,16).
Por tanto, el buen juicio, que permite orientar la propia vida por el misterioso camino de Dios, sin desvío ni engaño alguno, ha de ser buscado como un bien supremo. Y así el padre aconseja al hijo: «sigue el consejo de los prudentes y no desprecies ningún buen consejo» (Tob 4,18). «Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás finalmente a ser sabio» (Prov 19,20).
El buen consejo ha de ser pedido a Dios humildemente. Si, como hemos visto, es tal la distancia entre los pensamientos y caminos de Dios y los pensamientos y caminos de los hombres, sólo como don de Dios será posible al hombre el buen consejo; es decir, sólo por la oración de súplica y por la docilidad incondicional al Espíritu divino conseguirá el hombre el buen juicio siempre y en todas las cosas:
«No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo [humanos que valgan] delante del Señor» (Prov 21,30). «Suyo es el consejo, suya la prudencia» (Job 12,13). Por tanto, supliquemos incesantemente: Señor, «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada» (Sal 43,3). Señor, «yo siempre estaré contigo, tú has tomado mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso» (73,23-24). Me guías muchas veces, eso sí, por caminos que ignoro, pues, como dice San Juan de la Cruz, «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes».
El buen consejo ha de ser buscado en la Palabra divina: «lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 118,105); y también en el discernimiento de los varones prudentes. El Señor, por ejemplo, quiso mostrar su designio a Pablo por medio de Ananías (Hch 9,1-6); y lo mismo en tantos otros casos.
El buen consejo es imposible si los ojos del corazón están sucios por el pecado: «si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras» (Mt 6,22-23). Será, pues, el fuego del Espíritu Santo el que purifique y queme toda escoria en nuestros corazones, y el que los ilumine plenamente con la luz del consejo divino. Sólo así, por el don espiritual de consejo, podremos ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).
El don de consejo, el discernimiento de espíritus, que tanto importa para la conducción de uno mismo, es particularmente importante para el gobierno pastoral y para la dirección espiritual de otros. Y así aparece aludido ya en los primeros escritos apostólicos.
«Pido [a Dios] que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en toda discreción (aísthesis), para que sepáis discernir lo mejor y seáis puros e irreprensibles en el Día de Cristo» (Flp 1,9-10). «Amadísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, para saber si proceden de Dios» (1Jn 4,1). Muy pronto el tema adquiere desarrollo en la doctrina espiritual, y así en el siglo II el Pastor de Hermas dedica una considerable atención al discernimiento de los espíritus (Mandamiento VI; XI,7).
Teología
El don de consejo es un hábito sobrenatural por el que la persona, por obra del Espíritu Santo, intuye en las diversas circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es voluntad de Dios, es decir, lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural.
Entre los vicios opuestos al don de consejo se dan, por defecto, la precipitación, la prisa, la impulsividad, que llevan a hacer algo sin pensarlo suficientemente, es decir, sin consultarlo con Dios y sin aconsejarse del prójimo; y la temeridad, nacida de la autosuficiencia y de la presunción. Por exceso se le opone la excesiva lentitud, perezosa o cavilosa en un temor indebido, pues hay acciones que si se demoran en exceso, dejan pasar ocasiones favorables, y llegan a hacerse en su tardanza imprudentes o simplemente imposibles.
Ya sabemos que sólamente en los dones hallan la perfección las virtudes. Pero esta verdad parece manifestarse con especial evidencia por lo que se refiere a la necesidad del don de consejo para que la virtud de la prudencia pueda llegar a su perfección.
Sin el don de consejo ¿cómo podrá el hombre, con la rapidez tantas veces exigida por las circunstancias, a veces muy complejas, conocer con seguridad la voluntad divina, sabiendo distinguirla de sus propias inclinaciones intelectuales o temperamentales?
El hombre fuertemente inclinado al estudio y escasamente dotado para las relaciones sociales ¿podrá dedicar a las personas concretas la atención debida, si el Espíritu Santo no le asiste con el don de consejo para hacerle ver y para hacerle realizar en eso la exacta voluntad de Dios? Y al contrario; el hombre fuertemente inclinado al trato social y escasamente afecto al estudio ¿podrá dedicar al estudio lo que realmente es debido, según el plan de Dios, según la verdad de sus posibilidades personales, si no cuenta habitualmente con el don de consejo? No parece posible.
Sin la asistencia asidua del don de consejo, no podrá ser perfecta la prudencia del cristiano, por buena que sea su intención. La virtud de la prudencia juzga laboriosamente a la luz de la fe lo que en cada momento conviene hacer, teniendo en cuenta cien datos y complejas circunstancias. Pero tantas veces, aunque sea de forma inculpable, su discernimiento prudencial se ve condicionado por el temperamento propio, por informaciones lentas o inexactas acerca de las circunstancias, y es en todo caso discursivo y lento.
Por el contrario, la persona, por el don de consejo, iluminada y movida inmediatamente por el Espíritu Santo, intuye en cada caso lo que conviene, con rápido y seguro discernimiento, con toda facilidad. Y entonces, la substancia de su acto procede de la virtud operativa de la prudencia, es cierto; pero la manera de su ejercicio es ya al modo divino por el don de consejo.
Pensemos en tantas decisiones concretas que, con frecuencia, han de ser tomadas en el mismo curso de los acontecimientos, y que pueden tener consecuencias graves. Discute un padre con su hija a qué hora debe regresar ella de la fiesta, y no se ponen de acuerdo. Sin el don de consejo, ¿cómo podrá discernir el padre si conviene aplicar entonces a su hija una severidad exigente, que le conforte en el bien, o si es más prudente una benignidad comprensiva, que más tarde le permita, en cambio, exigirle más en otras cuestiones más importantes?
Pensemos en la confesión o en la dirección espiritual. Muchas veces el sacerdote se ve en la necesidad de ejercitar discernimientos, sobre cuestiones de no poca gravedad, con toda rapidez. Dejar la acción en suspenso puede ser a veces prudente, pero en otras ocasiones puede ser imprudente callar o no actuar. Y en esos discernimientos y consejos improvisados, ¿cómo será posible neutralizar completamente las inclinaciones personales del carácter o del estado de ánimo circunstancial?...
Necesitamos absolutamente el don precioso del consejo para la perfección espiritual. Sólamente así podrá el cristiano, en su propia vocación y ministerio, ser perfectamente prudente siempre y en todo lugar.
Conviene señalar aquí que, con frecuencia, en los cristianos que tienen autoridad -padres, profesores, obispos, párrocos, priores- se da una falsa conciencia de infalibilidad. Tienen éstos muchas veces una falsa fe en «la gracia de estado». No tienen temor de sí mismos, ni imploran continuamente al Espíritu, pidiéndole por pura gracia el don de consejo para hacer el bien a los otros o, al menos, para hacerles el menor daño posible. Parecen ignorar, al menos de hecho, que no pocos padres, párrocos, abades, obispos o profesores han causado verdaderos desastres en las comunidades cristianas que el Señor les había confiado. Basta abrir los ojos y mirar la historia o el presente.
Santa Catalina de Siena, por ejemplo, afirma con seguridad y apasionamiento: «de todos estos males y de otros muchos son culpables [principales] los prelados, porque no tuvieron los ojos sobre sus súbditos, sino que les daban amplia libertad o ellos mismos los empujaban, haciendo como quien no ve sus miserias» (Diálogo III,2,125). Es cierto, sí, que las autoridades tienen gracia de estado para servir prudentemente al bien común; pero es gracia quiere moverles ante todo a verse a sí mismos con toda humildad, a saberse capaces de grandes atrocidades por acción o por omisión, a dejarse aconsejar por los buenos, y a pedir a Dios siempre el don de consejo para hacer el bien y no causar daños.
Notemos, por otra parte, que basta con que la prudencia no sea perfecta para que la persona, por acción o por omisión, cause en sí misma o en otros -aunque sea involuntariamente- no pequeños males. Los ejemplos ilustrativos podrían multiplicarse indefinidamente.
La imperfección de la prudencia, por ejemplo, aunque ésta sea auténtica y genuina, puede demorar indefinidamente la decisión de un hombre profundamente tímido, llevándole así, contra su voluntad, a situaciones objetivamente imprudentes, gravemente perjudiciales para él y para los otros. Pero ¿cómo podrá esa persona superar la imperfección de su prudencia sin el don de consejo?
Normalmente, las circunstancias de la vida y de las personas son con frecuencia muy complejas, y la necesidad del don de consejo resulta muy patente. Pero esto es así más aún cuando se dan situaciones en que el orden de la naturaleza y de la gracia se ve profundamente trastocado, incluso dentro de una Iglesia local: está de moda en ese lugar tal error, y abundan los prejuicios, humanamente insuperables, contra la verdad contraria; se trata allí con severidad a los buenos y con suma suavidad a los malos; se respira una cultura de rebeldía, alérgica a la obediencia de las autoridades legítimas, etc.. Ahí, en esa situación concreta tan lamentable, se ve claramente que sin el auxilio habitual y sobrehumano del Espíritu Santo, es decir, sin el don de consejo, es imposible al cristiano discernir siempre y en todo lugar lo que Dios quiere, lo que conviene, si sólamente cuenta con la virtud de la prudencia, ejercitada discursiva y laboriosamente al modo humano.
Santos
San José. El Evangelio asegura que José es un varón «justo», lo que significa que abunda en él la sabiduría y la prudencia. Y sin embargo, después de mucho pensar y orar, viendo a María encinta, «toma la decisión de repudiarla en secreto». He aquí un hombre de altísima santidad que, tras muchas reflexiones y oraciones, está a punto de cometer un gran horror: «repudiar a su esposa María» (!), es decir, alejar de sí a Jesús y a su santa Madre Virgen. Pues bien, es sólamente la acción del Espíritu Santo la que, por mediación de un ángel mensajero, endereza la conducta de José por el camino luminoso de la verdad de Dios (Mt 1,18-25).
Jesús. ¿Cómo pudo el alma de Cristo considerar prudente la aceptación de la cruz -esa síntesis siniestra de injusticia, absurdo e ignominia- sin la acción del Espíritu por el don de consejo? ¿Cómo sin el don de consejo hubiera podido discernir en la horrible cruz el designio del Padre amado? Es por la docilidad al Espíritu divino, ya lo vimos, como Cristo conoce y avanza a la extrema obediencia sacrificial de la cruz.
Desde muy antiguo en la historia de la Iglesia, concretamente ya en el monacato primitivo, se codifica por primera la doctrina del discernimiento de espíritus en orden a la perfección evangélica. Como reacción, quizá, a ciertos excesos procedentes del entusiasmo y de la ignorancia, la discreción de espíritus (diákrisis) viene a ser considerada con suma veneración, y se entiende que es propia del monje espiritual y perfecto. Por eso las reglas para el discernimiento de espíritus son formuladas ya con gran exactitud por los primeros maestros monásticos.
Orígenes (+253) trata largamente del tema en su obra De principiis. En la Vida de San Antonio, escrita por San Atanasio (+273), el Padre de los monjes considera que «son necesarias la oración continua y la ascesis para recibir, por obra del Espíritu, el don del discernimiento de espíritus» (22,3). «Si Dios lo concede [por don del Espíritu], es fácil y posible distinguir la presencia de los malos espíritus y de los buenos» (35,3). Ya Antonio da claramente las señales positivas del discernimiento espiritual -paz, gozo, alegría, etc.- y las negativas -ruido, inquietud, perturbación, etc.- (35-36). Son las mismas señales que, en el siglo V, enseñarán los grandes maestros espirituales, como Diadoco de Fótice o Juan Casiano (Collationes, ocho últimos cap. de I parte y toda la II), las mismas que mucho después da San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios (169-189, 313-336, 346-370).
Conviene señalar, por último, que el Espíritu Santo actúa el don de consejo muchas veces con la mediación de varones prudentes, padres, superiores, confesores, directores espirituales, familiares, amigos buenos; pero algunas veces lo hace sin apenas mediación alguna.
Lo primero nos muestra que no ha de verse contrariedad alguna entre el impulso exterior de los superiores y la íntima moción del Espíritu Santo, que obra al modo divino por ciertas gracias actuales y por el don habitual de consejo.
Suele recordarse en esto el ejemplo de Santa Teresa de Jesús, que, habiendo recibido tantas y tan altísimas luces del Señor, sometía sus asuntos más íntimos y personales a los confesores, y en caso de conflicto, se atenía más a ellos que a sus luces interiores: «Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese. Después su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar» (Vida 26,5). Y si algún confesor le mandaba a Teresa hacer burla injuriosa de las pretendidas apariciones del Señor, Él mismo le mandaba que obedeciera sin dudarlo: «me decía que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que Él haría que entendiese la verdad» (29,6). Por eso en adelante, cuando el Señor le mandaba algo, primero lo consultaba al confesor, sin decirle que el Señor se lo había mandado, y sólo actuaba si el confesor lo aprobaba. Era ésta su norma en todo, también en los negocios exteriores, pues, como confiesa, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (36,5).
Pero veamos, por el otro lado, un ejemplo de cómo algunas veces el Espíritu Santo actúa sus más preciosos dones sin mediación humana. Santa Teresita del Niño Jesús, por ejemplo, no recibe apenas dirección espiritual, y sin embargo, sabe conducirse a sí misma y, como buena maestra de novicias, sabe conducir a otras. Lo uno y lo otro, desde luego, «por obra del Espíritu Santo».
Ella es muy joven, y no tiene ni experiencia, ni muchos estudios. Y es que, como ella misma declara, «Jesús no quiere darme nunca provisiones. Me alimenta instante por instante con un manjar recién hecho. Lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito corazón, quien obra en mí, dándome a entender en cada momento lo que quiere que yo haga» (A76r). Está claro: obra en ella el Espíritu Santo, por el don de consejo: «Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía y me inspira en cada instante lo que debo decir o hacer. Justamente en el momento que las necesito [no antes: no hay provisiones], me hallo en posesión de luces de cuya existencia ni siquiera habría sospechado. Y no es precisamente en la oración donde se me comunican abundantemente tales ilustraciones; las más de las veces es en medio de las ocupaciones del día» (A83v).
Cuando le confían el cuidado de las novicias, inmediatamente comprende y declara: «la tarea era superior a mis fuerzas» (A20r; ). Pero le pide al Señor qué él le vaya dando lo que ella debe dar a estas hermanas suyas pequeñas (A22r-v)..
Desde entonces, dice, «nada escapa a mis ojos. Muchas veces yo misma me sorprendo de ver tan claro» (23r). En una ocasión, una hermana que sonreía, aunque estaba angustiada, se ve descubierta por su santa Maestra, y queda asombrada de ello tanto la novicia como la Maestra: «Estaba yo segura de no poseer el don de leer en las almas, y por eso me sorprendía más haber dado tanto en el clavo. Sentí que Dios estaba allí muy cerca y que, sin darme cuenta, había dicho yo, como un niño, palabras que no provenían de mí sino de él» (26r).
El don de consejo, como es obvio, sirve para orientar con sobrehumana prudencia sea la conducta propia o la de aquellos otros que están confiados a nuestra dirección. La virtud de la prudencia halla así en el don de consejo una atmósfera, un modo divino, que permite al cristiano discernir la verdad y el bien, por obra del Espíritu Santo, siempre y en todo lugar, con toda seguridad y rapidez, con una certeza de modalidad divina.
Disposición receptiva
El don de consejo se pide al Espíritu Santo, que es el único que puede darlo; pero también se procura, especialmente por estas prácticas y virtudes:
1. La oración continua. El que vive en la presencia de Dios es el único que puede pensar, discernir, hablar y obrar siempre desde Él, sean cuales fueren las circunstancias.
2. La abnegación absoluta de apegos desordenados en juicio, conductas, relaciones, actitudes. Los apegos consentidos, aunque sean mínimos, oscurecen necesariamente los ojos del alma.
3. La humildad. Ella nos libra de imprudencias, prisas, miedos, temeridades, y nos lleva a pedir consejo a Dios y a los hombres prudentes.
4. Leer vidas de santos. Leyéndolas, llegamos a conocer, al menos de oídas y en otros, cómo se ejercita la virtud de la prudencia cuando, por obra del Espíritu Santo, se ve sobrehumanamente perfeccionada por el don de consejo. Eso nos facilita acoger sin dudas y temores la moción del Espíritu, aun cuando ella parezca a los mundanos «escándalo y locura».
5. La obediencia. Sin ella no puede actuar el don de consejo, pues la desobediencia frena necesariamente la obra interior del Espíritu Santo.
Es impensable, pues, que el Espíritu actúe normalmente el don de consejo en aquél que habitualmente no guarda las reglas a que está obligado, desoye el Magisterio apostólico, menosprecia la disciplina eclesial en la liturgia o en otras cuestiones, o actúa a escondidas de sus superiores o en contra de ellos.
P. José María Iraburu

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vistas de página en total

contador

Free counters!