BENEDICTO XVI
AUDIENCIA
GENERAL
Miércoles 3 de febrero de 2010
Santo
Domingo de Guzmán
Queridos
hermanos y hermanas:
La
semana pasada presenté la luminosa figura de san Francisco de Asís. Hoy quiero
hablaros de otro santo que, en la misma época, dio una contribución fundamental
a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el
fundador de la Orden de Predicadores, conocidos también como Frailes Dominicos.
Su
sucesor al frente de la Orden, el beato Jordán de Sajonia, ofrece un retrato
completo de santo Domingo en el texto de una famosa oración:
"Inflamado del celo de Dios y de ardor sobrenatural, por tu caridad sin
límites y el fervor del espíritu vehemente te consagraste totalmente, con el
voto de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la predicación
evangélica". Se subraya precisamente este rasgo fundamental del testimonio
de Domingo: hablaba siempre con Dios y de Dios. En la vida
de los santos van siempre juntos el amor al Señor y al prójimo, la búsqueda de
la gloria de Dios y de la salvación de las almas.
Domingo
nació en España, en Caleruega, en torno al año 1170. Pertenecía a una noble
familia de Castilla la Vieja y, con el apoyo de un tío sacerdote, se formó en
una célebre escuela de Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el
estudio de la Sagrada Escritura y por el amor a los pobres, hasta el punto de
vender los libros, que en su tiempo constituían un bien de gran valor, para
socorrer, con lo obtenido, a las víctimas de una carestía.
Ordenado
sacerdote, fue elegido canónigo del cabildo de la catedral en su diócesis de
origen, Osma. Aunque este nombramiento podía representar para él cierto motivo
de prestigio en la Iglesia y en la sociedad, no lo interpretó como un
privilegio personal, ni como el inicio de una brillante carrera eclesiástica,
sino como un servicio que debía prestar con entrega y humildad. ¿Acaso no
existe la tentación de hacer carrera y tener poder, una tentación de la que no
están inmunes ni siquiera aquellos que tienen un papel de animación y de
gobierno en la Iglesia? Lo recordé hace algunos meses, durante la consagración
de cincos obispos: "No buscamos poder, prestigio, estima para
nosotros mismos. (...) Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no
raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos
a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y
no para la comunidad" (Homilía en la misa de ordenación episcopal de
cinco prelados, 12 de septiembre de 2009: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 18 de septiembre de 2009, p. 7).
El
obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor auténtico y celoso, notó muy
pronto las cualidades espirituales de Domingo, y quiso contar con su
colaboración. Juntos se dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones
diplomáticas que les había encomendado el rey de Castilla. Durante el viaje,
Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos que debía afrontar la Iglesia de
su tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los confines
septentrionales del continente europeo, y la laceración religiosa que
debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia, donde la acción de algunos
grupos herejes creaba desorden y alejamiento de la verdad de la fe. Así, la
acción misionera hacia quienes no conocen la luz del Evangelio, y la obra de
nueva evangelización de las comunidades cristianas se convirtieron en las metas
apostólicas que Domingo se propuso conseguir. Fue el Papa, al que el obispo
Diego y Domingo se dirigieron para pedir consejo, quien pidió a este último que
se dedicara a la predicación a los albigenses, un grupo hereje que sostenía una
concepción dualista de la realidad, es decir, con dos principios creadores
igualmente poderosos, el Bien y el Mal. Este grupo, en consecuencia,
despreciaba la materia como procedente del principio del mal, rechazando
también el matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los sacramentos en
los que el Señor nos "toca" a través de la materia, y la resurrección
de los cuerpos. Los albigenses estimaban la vida pobre y austera —en este
sentido eran incluso ejemplares— y criticaban la riqueza del clero de aquel
tiempo. Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo
precisamente con el ejemplo de su vida pobre y austera, con la predicación del
Evangelio y con debates públicos. A esta misión de predicar la Buena Nueva
dedicó el resto de su vida. Sus hijos realizarían también los demás sueños de
santo Domingo: la misión ad gentes, es decir, a aquellos que aún
no conocían a Jesús, y la misión a quienes vivían en las ciudades, sobre todo las
universitarias, donde las nuevas tendencias intelectuales eran un desafío para
la fe de los cultos.
Este
gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un
fuego misionero, que impulsa incesantemente a llevar el primer anuncio del
Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: de hecho,
Cristo es el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y
de todo lugar tienen derecho a conocer y amar. Y es consolador ver cómo también
en la Iglesia de hoy son tantos —pastores y fieles laicos, miembros de antiguas
Órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales— los que con alegría
entregan su vida por este ideal supremo: anunciar y dar testimonio del
Evangelio.
A
Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos por la misma
aspiración. De esta forma, progresivamente, desde la primera fundación en
Tolosa, tuvo su origen la Orden de Predicadores. En efecto, Domingo, en plena
obediencia a las directrices de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio
III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la
vida apostólica, que lo llevaban a él y a sus compañeros a predicar
trasladándose de un lugar a otro, pero volviendo después a sus propios
conventos, lugares de estudio, oración y vida comunitaria. De modo especial,
Domingo quiso dar relevancia a dos valores que consideraba indispensables para
el éxito de la misión evangelizadora: la vida comunitaria en la pobreza y
el estudio.
Ante
todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban como mendicantes, es
decir, sin grandes propiedades de terrenos que administrar. Este elemento los
hacía más disponibles al estudio y a la predicación itinerante y constituía un
testimonio concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y de
las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que
elegían a sus propios superiores, confirmados después por los superiores
mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la
responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes
convicciones personales. La elección de este sistema nació precisamente del
hecho de que los dominicos, como predicadores de la verdad de Dios, debían ser
coherentes con lo que anunciaban. La verdad estudiada y compartida en la
caridad con los hermanos es el fundamento más profundo de la alegría. El beato
Jordán de Sajonia dice de santo Domingo: "Acogía a cada hombre en el
gran seno de la caridad y, como amaba a todos, todos lo amaban. Se había hecho
una ley personal de alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos
que lloraban" (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum autore
Iordano de Saxonia, ed. H.C. Scheeben, [Monumenta Historica Sancti
Patris Nostri Dominici, Romae, 1935]).
En
segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus seguidores
adquirieran una sólida formación teológica, y no dudó en enviarlos a las
universidades de la época, aunque no pocos eclesiásticos miraban con
desconfianza a esas instituciones culturales. Las Constituciones de la Orden de
Predicadores dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado.
Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reservas, con diligencia y
piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber teológico, es decir, en la
Sagrada Escritura, y respetuoso de las preguntas planteadas por la razón. El
desarrollo de la cultura exige que quienes desempeñan el ministerio de la
Palabra, en los distintos niveles, estén bien preparados. Exhorto, por tanto, a
todos, pastores y laicos, a cultivar esta "dimensión cultural" de la
fe, para que la belleza de la verdad cristiana pueda ser comprendida mejor y la
fe pueda ser verdaderamente alimentada, fortalecida y también defendida. En
este Año sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a estimar el
valor espiritual del estudio. La calidad del ministerio sacerdotal depende
también de la generosidad con que se aplica al estudio de las verdades
reveladas.
Domingo,
que quiso fundar una Orden religiosa de predicadores-teólogos, nos recuerda que
la teología tiene una dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y
la vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles pueden
encontrar una profunda "alegría interior" al contemplar la belleza de
la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual y siempre viva. El lema de
los Frailes Predicadores —contemplata aliis tradere— nos ayuda a
descubrir, además, un anhelo pastoral en el estudio contemplativo de esa
verdad, por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia
contemplación.
Cuando
Domingo murió, en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrono, su
obra ya había tenido gran éxito. La Orden de Predicadores, con el apoyo de la
Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa en beneficio de toda
la Iglesia. Domingo fue canonizado en 1234, y él mismo, con su santidad, nos
indica dos medios indispensables para que la acción apostólica sea eficaz. Ante
todo, la devoción mariana, que cultivó con ternura y que dejó como herencia
preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de la Iglesia han
tenido el gran mérito de difundir la oración del santo rosario, tan arraigada
en el pueblo cristiano y tan rica en valores evangélicos, una verdadera escuela
de fe y de piedad. En segundo lugar, Domingo, que se hizo cargo de algunos
monasterios femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor de
la oración de intercesión por el éxito del trabajo apostólico. Sólo en el cielo
comprenderemos hasta qué punto la oración de las monjas de clausura acompaña
eficazmente la acción apostólica. A cada una de ellas dirijo mi pensamiento
agradecido y afectuoso.
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