BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 28 de agosto de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de hoy, Jesús explica
a sus discípulos que deberá «ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y
resucitar al tercer día» (Mt 16, 21). ¡Todo parece alterarse en el
corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que «el Cristo, el Hijo de Dios
vivo» (v. 16) pueda padecer hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no
acepta este camino, toma la palabra y dice al Maestro: «¡Lejos de ti tal cosa,
Señor! Eso no puede pasarte» (v. 22). Aparece evidente la divergencia entre el
designio de amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la
cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos
de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la
realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al
bienestar físico y económico, ya no se razona según Dios sino según los hombres
(cf. v. 23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su
designio de amor, casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le
dice a Pedro unas palabras particularmente duras: «¡Aléjate de mí, Satanás!
Eres para mí piedra de tropiezo» (ib.). El Señor enseña que «el camino
de los discípulos es un seguirle a él [ir tras él], el Crucificado. Pero en los
tres Evangelios este seguirle en el signo de la cruz se explica también… como
el camino del “perderse a sí mismo”, que es necesario para el hombre y sin el
cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo» (cf. Jesús de Nazaret, Madrid
2007, p. 337).
Como a los discípulos, también a
nosotros Jesús nos dirige la invitación: «El que quiera venir en pos de mí, que
se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). El
cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, que a los ojos
del mundo parece un fracaso y una «pérdida de la vida» (cf. ib. 25-26),
sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de
entrega. Escribe el siervo de Dios Pablo VI: «Misteriosamente, Cristo mismo,
para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar
al Padre una obediencia filial y completa, acepta... morir en una cruz» (Ex.
ap. Gaudete in Domino, 9 de mayo de 1975: aas 67 [1975] 300-301).
Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y
se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de
Jerusalén comenta: «La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por
la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la
redención a toda la humanidad» (Catechesis Illuminandorum XIII, 1: de
Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 b).
Queridos amigos, confiamos nuestra oración a la Virgen María y también a
san Agustín, cuya memoria litúrgica se celebra hoy, para que cada uno de
nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por
la gracia divina, renovando —como dice san Pablo en la liturgia de hoy— su modo
de pensar para «poder discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno,
lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12, 2).
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