La figura de San
Bernardo es estelar en la Iglesia, y sin duda la más representativa de la época
de la Cristiandad medieval.
Nació en el año
1091, cerca de la capital de Borgoña, de padres de ilustre prosapia. Su educación,
propia de las familias de su estirpe, fue esmerada, incluyendo la gramática, la
retórica y la dialéctica, juntamente con la lectura y explicación de autores
clásicos tales como Cicerón, Virgilio, Horacio, etc. Bernardo era un joven
robusto, de frente amplia, ojos azules y penetrantes. Todos sus contemporáneos
coinciden en afirmar que brotaba de él un prestigio singular.
Un día comprendió
que Dios le llamaba para seguirlo de cerca como religioso. Su padre se opuso
terminantemente. Pero entonces comenzó a manifestarse aquella capacidad de
seducción que durante toda su vida habría de emanar de su persona. Uno tras
otro, todos sus hermanos, sin excepción, hicieron suya la decisión de Bernardo.
Comentando este poder de atracción contagiosa, escribe René Guénon en el tan
breve como precioso estudio que dedicara a nuestro santo:
«Hay ya en ello
algo de extraordinario, y sería sin duda insuficiente evocar el poder del
«genio», en el sentido profundo de esta palabra, para explicar semejante
influencia. ¿No vale mejor reconocer en ello la acción de la gracia divina que,
penetrando en cierta manera toda la persona del apóstol e irradiando fuera por
su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la
comparación que él mismo emplearía más tarde aplicándola a la Santísima
Virgen?».
Personalidad
riquísima, polifacética; tratemos, en cuanto nos sea posible, de delinear sus
principales rasgos.
I. El Abad
En razón de
diversas actitudes que Bernardo tomara en el curso de su agitada vida, a las
que luego nos iremos refiriendo, para muchos de sus contemporáneos –e incluso
ahora– pudo parecer un hombre cortante, irascible y agresivo. Se olvida una
faceta de su personalidad que le es esencial, la paternidad. Porque Bernardo,
más allá de ser monje, fue sobre todo padre de monjes, que eso significa Abad.
Como se sabe, fue él quien hizo florecer la Orden del Cister, que se extendería
por toda Europa. El se consideraba el padre de todos. Pero de manera particular
de los monjes del monasterio que fundara y presidiera durante tantos años, el
de Claraval, que tanto amó.
En los monjes que
tenía a su cargo veía a sus hijos predilectos. Su principal cuidado era, tras
haberlos impulsado a la vida religiosa, ofrecerles un alimento espiritual
sustancioso, una doctrina espiritual sólida. Así lo hizo mediante espléndidos
sermones que todavía hoy podernos admirar, algunos de ellos elaborados en el
curso de la noche, y en los que les descubría el sentido de los misterios
sobrenaturales, como una madre descascara las nueces y las prepara para sus
hijos, según él mismo lo dijera en uno de esos sermones.
Entrañas paternales
las de este abad, que aun en los momentos en que se siente abrumado por
acuciantes problemas que le han propuesto desde fuera del monasterio, a veces
de parte de los reyes o del mismo Papa, no vacila en distraerse tres o cuatro
veces, interrumpido por los golpes discretos de sus hijos en la puerta de su
celda, debiendo escuchar sus penas pueriles, sus preocupaciones triviales.
Porque no sólo les dio su enseñanza sino también su afecto. En cierta ocasión,
en que los padres de un joven le manifestaban por carta su aflicción a raíz del
ingreso de su hijo en Claraval, a quien así creían haber perdido para siempre,
él respondió: «Nosotros lo adoptamos por hijo, y nosotros os adoptamos por
padres... Yo seré su padre, su madre, su hermano, su hermana». Esta frase de
Bernardo nos recuerda aquélla de San Agustín: «Como obispo soy vuestro padre,
como cristiano soy hermano vuestro». Así era Bernardo, padre y hermano.
Pero Bernardo sabía
ser también amigo, uno de esos grandes amigos que no es fácil encontrar.
Conocida es su estrecha amistad con diversos contemporáneos suyos como
Guillermo de Saint‑Thierry, Aelredo de Rievaulx, y tantos otros. Este último,
precisamente, inspirándose en la persona y las enseñanzas de San Bernardo,
haría la exposición teórica de la amistad en su libro Speculum Caritatis, donde
entre otras cosas se lee esta frase, típicamente bernardiana: «La amistad viene
de Dios, y Cristo es el lazo que une a los amigos».
Inmensa era, sin
duda, la capacidad de afecto de San Bernardo, no sólo con sus hijos religiosos,
sino también con laicos que en una u otra forma se relacionaban con él. Dio la
razón de ello en una de sus cartas: «Todos están al servicio de un mismo Señor,
militan bajo un mismo Rey; la misma gracia de Dios vale en la plaza pública y
en el claustro –et in foro et in claustro gratia Dei eadem valet–». Bernardo
no era «clerical», ni creía que sólo en el claustro el hombre llega a su plenitud.
Cada uno tenía su propia vocación y en ella debía alcanzar la perfección
respectiva. Religiosos y laicos eran necesarios a la Iglesia, son una misma
realidad, decía, unum sunt. Por eso no le parecía una sustracción de su vida
monástica, perder tiempo escribiendo a amigos y dirigidos espirituales, incluso
sobre temas aparentemente nimios:
A Matilde, condesa
de Blois, que se quejaba de la ligereza de su hijo, le aconseja ser indulgente
con aquel joven: «Tu hijo puede olvidar a veces que es hijo, pero una madre no
puede ni debe olvidar que es madre». A otra Matilde, Reina de Inglaterra, se
toma la libertad de escribirle, comunicándole que había encomendado a Dios el
nacimiento difícil de su hijo, el príncipe Enrique: «Tomad el mayor cuidado del
hijo que acabais de poner en el mundo; me parece, sea dicho sin herir al rey,
vuestro esposo, que yo soy también un poco su padre». En carta a Ermendgarda,
duquesa de Bretaña, le dice: «Si pudiéseis leer en mi corazón lo que el dedo de
Dios se ha dignado escribir allí con motivo de mi afecto por vos... El que os
ha inspirado amarme así y elegirme para director de vuestra salvación, me ha
inspirado un sentimiento igual, para que pueda retribuir vuestro afecto».
Un afecto, por
cierto, que no se queda entre los límites de lo natural. «Dios se encuentra
entre los amigos..., la única razón de amar a los amigos es Dios», afirma en
una carta a Thibaud de Champagne. Y en otra, a un abad como él: «Jesucristo es
el vínculo entre los amigos». Su discípulo Aelredo de Rievaulx escribiría en su
tratado al que acabamos de aludir: «La amistad humana es una participación en
la Amistad que está en Dios, porque Dios es Amor, y es también Amistad». En
carta a Suger, el fámoso abad de Saint‑Denis, Bernardo le diría: «Las amistades
sólo serán verdaderas si el nudo de la verdad las consolida».
Mas, como dijimos
antes, su capacidad de afecto la volcó especialmente sobre los monjes que eran
sus hijos espirituales preferidos. Hablando en una carta de uno de ellos que él
había recibido en el monasterio y que acababa de morir, escribe:
«Fue mío durante su
vida, y lo será después de su muerte, y lo reconoceré como tal en la patria.
Sólo aquel que sea capaz de arrancarlo de la mano de Dios logrará separarlo de
mí».
¿Agresivo Bernardo,
intratable? Fue, por cierto, duro, pero sólo cuando había que serlo. Bien
describió el primero de sus biógrafos el estilo de su gobierno monacal: «El más
humano posible por el afecto que en ello ponía, pero el más intratable donde la
fe estaba en cuestión». Este hombre del que se nos da la imagen de un hombre
severo hasta la obstinación y austero hasta la tristeza, fue el que dijo en un
sermón: implentur omnia feruore spiritus et jucunda deuotione –todo se llena
con el fervor del espíritu y la entrega gozosa–. Bernardo predileccionó el
adjetivo jucundus, palabra cercana a jocus, juego. Los filólogos nos enseñan
que conviene no tanto al hombre que es feliz, cuanto a aquel que es causa de
alegría para los demás. La jucunditas es el encanto del alma, la capacidad de
regocijar a los que integran el entorno, la alegría comunicativa, el espíritu
eutrapélico. Un encanto que invade todo. Y así habla de jucunda meditatio,
jucunda contemplatio, y cuando explique el Cantar de los Cantares, en el primer
sermón calificará tres veces el diálogo entre el Esposo y la Esposa como de
jucundum eloquium.
Sus monjes
destacaban el encanto de su «sonrisa», no la sonrisa del bobo sino la del
hombre que ha alcanzado la plenitud de la serenidad; multos hilarabat,
escriben, alegraba a muchos. La vocación al claustro, a pesar de las terribles
renuncias y exigencias que implica, era para él una vocación al gozo. «Yo os
quiero alegres», exhortaba a los suyos. Y a un grupo de jóvenes decididos a
entrar en su monasterio les diría:
«Yo os lo afirmo en
nombre de la verdad que es Dios, y creed a mi experiencia: este camino cuya
entrada parece tan difícil, y tan estrecha, se vuelve cada vez más gozoso y
feliz, laetior et jucundior».
No se trata, por
cierto, de alegrías puramente sensibles. Los apóstoles, les explicaba, gozaron
de la presencia de Cristo, de la visión de su cuerpo. Pero era ése un gozo
sensible. Cristo les sería quitado, primero en la cruz y luego en su Ascensión.
Y, sin embargo, sólo entonces comprendieron aquello del Señor: «Os conviene que
yo me vaya... Me voy y os alegraréis». Lo importante no era contemplarlo con
los ojos corporales. Pedro, viéndolo en carne, lo traicionó, y careciendo de su
vista, después de la Ascensión, murió gozosamente por El. Tal es la alegría
espiritual, profunda y sobria, la que dilata el corazón. Cuando escriba la vida
de San Malaquías, a quien había conocido personalmente, entre los rasgos
admirables de dicho santo incluirá su capacidad de reír, «porque el reír es
caridad, puesto que ésta es buen humor: una caridad gozosa, no relajada».
Bernardo quiso que
en el Cister se hermanasen perfectamente la lectio divina y el rezo del Oficio
Divino con el trabajo de las manos y la labranza de los campos. Particular
predilección experimentó por la Sagrada Escritura, paladeando cada una de sus
frases. Nos cuentan sus biógrafos que conservaba fidelísimamente en su memoria
las palabras reveladas que había aprendido en su celda, y después las iba
rumiando en sus ocupaciones y faenas agrícolas, de donde vino a decir más
adelante que la soledad del bosque, las hayas y las encinas, habían sido sus
principales maestros. Así lo leemos en la primera Vida que de él se escribió:
«El sentido de las
Escrituras, lleno de conocimientos espirituales, lo había encontrado, si hay
que creer en sus propias palabras, meditando y rezando en los bosques. A menudo
decía bromeando a sus amigos que jamás tuvo otros maestros que las hayas y los
robles».
Un santo que
aprende del bosque no puede sino ser un poeta. Bernardo contempló la
naturaleza, no sólo la inanimada sino también la animada, con mirada
penetrante, viendo en ella lo que los demás eran incapaces de observar; ante
sus ojos las cosas se transformaban, se transfiguraban, ya que las contemplaba
con los ojos de Dios, cuya luz, pasando por él, embellecía los objetos que
alcanzaban sus sentidos. Era la mirada de un santo y de un poeta.
Algunos han
afirmado que Bernardo era también músico. Incluso se le atribuye una reforma
del canto cisterciense. No es un dato seguro. Pero lo que sí resulta indudable
es que hay música en su estilo, escuchaba resonar lo que escribía. Los oficios
litúrgicos que compuso nos revelan el dominio de la métrica de los himnos, de
la estructura de los responsorios, etc. ¿Compuso melodías? No lo sabemos. Lo
cierto es que creía firmemente en los efectos de la música sobre el corazón y
la inteligencia:
«Si hay canto
–escribe al abad de Montiéramey– que sea lleno de gravedad, no lascivo, ni
tosco. Que sea suave sin ser superficial, que encante el oído para emocionar el
corazón. Que alivie la tristeza, que calme la cólera. Que no vacíe el texto de
su sentido, sino que lo fecunde».
Destaquemos esta
última frase. Semejante declaración sobre la «fecundación de la letra» por la
belleza nos dice mucho de los quilates del alma del abad de Claraval.
Es cierto que San
Bernardo fue objetado por la posteridad como si hubiese sido perjudicial para
el arte, en razón de una polémica que mantuvo con uno de los abades de Cluny por
el tipo de arte que propagaban los cluniacenses. El asunto merece alguna
explicación. En aquel tiempo, Cluny dominaba la Cristiandad. Sus monjes
constructores trabajaban por todas partes, entendiendo que la belleza alentaba
la oración y alababa a Dios en sus formas. Allí donde construían aquellos
monjes o sus discípulos, los capiteles de las iglesias se poblaban de representaciones
de la flora. y de la fauna, y en sus portadas una abundante estatuaria de Reyes
y de Santos cubría los dinteles y los tímpanos. Los interiores se enriquecían
con frescos, las cruces se adornaban con esmaltes y piedras preciosas. La obra
maestra de aquel arte glorioso fue la basílica de Cluny, la iglesia madre,
construida por San Hugo, gigantesco templo de siete campanarios.
Pues bien, San
Bernardo en su Apología protestó contra aquel lujo que le parecía inadmisible
en hombres que habían renunciado a las glorias del mundo y a los goces de los
sentidos. Condenaba
«la inmensa altura
de las iglesias, su extraordinaria longitud, la inútil anchura de sus naves, la
riqueza de sus materiales pulimentados, las pinturas que atraían las miradas.
Vanidad de vanidades, más insensata aún que vana».
Se ha dicho que tal
actitud no era sino una expresión de su ascética espiritual transpuesta al
ámbito de la estética. ¿El resultado de dicha posición fue en detrimento de la
auténtica belleza? Responden a esta pregunta las admirables abadías
cistercienses diseminadas por Occidente, con su sobria belleza, su escueta
elegancia, su despojo sensible, sus naves de líneas perfectas, sus piedras
ennoblecidas por la pura solidez de las formas, sus oleadas de luz nacarada a
través de los vitrales monócromos... Todo parece responder a aquella sobria
embriaguez que quería San Bernardo para la vida interior.
Señala Daniel‑Rops
que quizá el arte cisterciense, al negarse a lo fastuoso, contuvo al Gótico en
la pendiente de lo excesivo y de lo redundante, por la cual, de hecho, habría
de deslizarse más tarde, para convertirse en el Flamígero.
Lo cierto es que
las ideas de San Bernardo en este campo sólo se aplicaron a los edificios
conventuales, en la inteligencia de que el arte episcopal –por oposición al
arte monástico– debía «hablar a los ignorantes», como una cátedra muda de la fe
católica. Lejos de ser un menospreciador de la estatuaria y de los vitrales,
San Bernardo los fomentó, pero no allí donde el primado de la espiritualidad
desnuda debía dominar a las almas. Por lo que podemos concluir que, muy lejos
de haber sido un enemigo de arte, San Bernardo fue uno de sus animadores. Y en
este punto, como en tantos otros, inscribió profundamente su huella en la
Cristiandad.
El abad de Claraval
se nos revela como es: poeta, artista, músico y pensador. Todos estos talentos
confluyeron en su estilo literario, reflejo de su inteligencia y de su buen
gusto. Como bien dice Gilson, Bernardo «renunció a todo excepto al arte de
escribir bien». Uno de sus biógrafos asegura que redactó personalmente sus
sermones hasta el fin de su existencia, tachando y corrigiendo como un orfebre
de la palabra. Todavía en su lecho de muerte, seguiría dictando a sus
discípulos.
No es este el
momento de analizar detalladamente sus recursos literarios. Fueron, por cierto,
admirables. En uno de sus sermones sobre el Cantar, digámoslo a modo de ejemplo,
se entrega a un juego de variaciones en tomo a los prefijos que entran en la
composición de los derivados del verbo spirare; es una especie de sinfonía
sobre la historia de la obra de Dios en favor del hombre: un sostenido
crescendo nos eleva desde el día de la creación –dies inspirans– al de la
gloria que aspira –dies adspirationis–, pasando por el del pecado –dies
conspirans–, de la muerte espiritual –dies expirans–, de la vida nueva –dies
inspirans–, y de la renovación pascual –dies respirans–.
Bernardo no sólo se
preocupó por enseñar la doctrina, sino que consideró necesario revestirla de
belleza, de esa belleza que, como se sabe, no es sino el esplendor de la
verdad. Por eso trabajaba y pulía cada texto hasta llegar a la última
perfección, que es la que nosotros conocemos. Durante los últimos cinco años de
su vida, el viejo abad, a pesar de todos sus compromisos, se preocupará por
revisar él mismo, párrafo por párrafo, sus obras mayores, en orden a preparar
una edición revisada, con el deseo de dejar a la posteridad escritos cuya
belleza fuese menos indigna de los misterios de Dios.
Bernardo fue el
hombre de la Biblia. De tal manera la asimiló al tejido mismo de su psicología
que la utilizaba espontáneamente, a veces quizás sin darse cuenta. Su
vocabulario es en gran parte bíblico, tomado sobre todo de los evangelios, de
San Pablo, de los Salmos y del Cantar. Con frecuencia sus citas no corresponden
al texto conocido en su tiempo, el de la Vulgata, sino de acuerdo a como las
encontraba en los Padres de la Iglesia y sobre todo en la liturgia. Según
señala Jean Leclercq, resulta evidente que lo que se imprimió en su memoria
fueron las partes cantadas en el Oficio Divino. Ello muestra hasta qué punto
entendió la Biblia más que como un libro, como una expresión vital de la fe.
Recibió la Escritura de la Tradición. La Biblia era para él la palabra de Dios
viva en la Iglesia.
Uno de sus temas
predilectos, en el campo bíblico, fue la concordia de los dos Testamentos.
Siempre que se le presentaba la ocasión, mostraba el paso de las figuras a la
verdad, de las profecías a sus realizaciones, de las sombras a la luz. Todo
culminando en Cristo, como en las fachadas de las catedrales románicas.
También aquí
Bernardo descubre su veta poética. Observa el mismo Leclercq que es propio del
poeta en la Iglesia, hacer suyas las palabras de Dios, para repetírselas
enseguida con toda espontaneidad, y servirse de ellas con entera libertad.
Bernardo se ejercitó amorosamente en este juego sagrado, sea agotando los
significados de una palabra, sea comentando su etimología, sea agregando en
torno a una palabra clave otras explanaciones que la explican y la amplían,
como vimos lo hizo con la palabra spirare. La Escritura era para él más que un
estudio una plegaria: había que gustar, sentir, saborear cuán suave es el
Señor. Bernardo emplea con gusto el vocabulario de los sentidos espirituales.
Porque si la caridad de Dios está en el origen de la revelación, debe también
estarlo en su término.
Pero insistamos
sobre todo en el sentido bíblico‑litúrgico de su predicación. En ella
encontramos lo que se podría llamar un subsuelo bíblico –ese cúmulo de textos
escriturísticos que constituyen, por así decirlo, la materia prima de sus
sermones–, y un telón de fondo litúrgico, a modo de atmósfera, de clima, que
confiere al conjunto su colorido cultual.
Con todo, no
olvidemos lo que hemos dicho más arriba, es a saber, que si su Biblia es
litúrgica, es también patrística. Porque Bernardo fue un enamorado de los Padres.
De Lubac ha detectado puntos de semejanza entre San Bernardo y diversos Padres
como Orígenes, San Agustín, San Ambrosio, San Gregorio de Nyssa. Sabemos que
hizo copiar para su monasterio de Claraval una serie muy vasta de obras
patrísticas. No pretendía sino una cosa: ser el testigo de la doctrina de los
Padres.
Diversos autores lo
han llamado Padre de la Iglesia, el último de los Padres. ¿De dónde le viene
esta denominación, este eminente privilegio que no le disputará, un siglo más
tarde el genio de un Tomás de Aquino? Porque, como se sabe, la era patrística
terminó en el siglo VIII, con la muerte de San Isidoro de Sevilla en el
Occidente y de San Juan Damasceno en el Oriente. Lo que se quiere decir es que
en su persona la edad patrística, dormida desde hacía 300 años, se despertó
súbitamente, y lanzó un nuevo retoño, digno de la antigua grandeza.
Guillermo de Saint‑Thierry,
al comienzo de su Vita del abad de Claraval, dice que Bernardo fue elegido por
Dios para que en el siglo XII refloreciera la gracia de los tiempos
apostólicos. Habiéndose puesto en la escuela de los comentaristas natos de la
Escritura, cuales fueron los Padres, llegó a impregnarse de su espíritu y hasta
de su lenguaje, al modo de un brote renacido de aquel magnífico árbol de la
tradición. Por lo que se puede afirmar, juntamente con Guillermo, quien lo
conocía tan bien, que si ha sido considerado Padre de la Iglesia, y no
solamente discípulo de los Padres, a la manera de tantos otros, es porque
surcando los arroyos de los Padres, supo remontarse hasta la fuente donde
éstos abrevaron.
Especialmente
frecuentó a San Ambrosio y San Agustín. Pero de manera particular, como señala
Gilson, se dejó impregnar por la teología de los Padres griegos, principalmente
de San Gregorio de Nyssa. Más aún, el logro esencial de su obra fue realizar
una notable síntesis entre la teología griega y la teología latina, el
pensamiento de Orígenes y el de Agustín. La traducción de la dupla modelo‑imagen,
familiar a los Padres griegos, en términos de creador‑creatura, familiar a los
latinos, significó para el Occidente una revolución teológica cuyas
consecuencias fueron incalculables. Tal fue uno de los méritos de San Bernardo,
«el último de los Padres y el igual de los más grandes», al decir de Mabillon.
IV. El místico
Por sobre todo lo
que hemos dicho hasta acá, el abad de Claraval se destaca por sus quilates
místicos. Es, indudablemente, uno de los grandes doctores de la mística
católica. Nos detendremos un tanto en la consideración de este aspecto de su
personalidad espiritual.
1. Mística trinitaria y divinización
Bernardo vivía en
la fascinación de Dios, que era a sus ojos el gozne de todo lo creado. En su
obra De Consideratione, especie de carta‑tratado que dirigió al Papa, le decía:
«¿Quién es Dios,
Santo Padre Eugenio, quién es Dios? Para todo lo que existe es el fin; para los
elegidos la vida eterna. ¿Qué es para sí mismo? El lo sabe, ipse novit... El es
aquel que ha creado las almas para darse a ellas; que las incita para hacerse
desear por ellas; que las dilata para que puedan acogerlo».
No se trata, por
cierto, de un Dios difuso, sino de un Dios en tres Personas concretas, cada una
de las cuales mantiene con él una relación singular. Particularmente se siente
penetrado por el Verbo, a quien, por el hecho de haberse encarnado, lo
experimenta tan cercano.
«Tolerad un
instante mí locura –confiesa en una de sus páginas–... El Verbo ha venido a mí
y más de una vez. Si allí ha entrado frecuentemente, no siempre he tomado
conciencia de su ingreso. Pero lo he sentido en mí y me acuerdo de su
presencia. He subido a la parte superior de mí mismo y más alto aún reina el
Verbo. Explorador curioso, he descendido al fondo de mí mismo, y lo he
encontrado más bajo todavía. He mirado afuera y lo he percibido más allá de
todo. He mirado adentro, y me es más íntimo que yo mismo... Cuando entro en mí,
el Verbo no traiciona su presencia por ningún movimiento, por ninguna
sensación; sólo lo descubre el secreto temblor de mi corazón. Mis vicios huyen,
mis afectos carnales son dominados; mi alma se renueva; el hombre interior se
restaura, y está en mí como la sombra misma de su esplendor».
Bernardo concibe el
proceso de la redención al modo de una gran curvatura que va desde la animalidad,
en que nos dejó el pecado, hasta la divinización que produce en nosotros la
acción de las tres personas de la Trinidad. Originalmente el hombre fue creado
en un estado sublime, a imagen y semejanza de Dios. «La grandeza –dice
Bernardo– es la forma del alma». Mas al pecar, se degradó. El pecado enturbió
la Imagen y desfiguró la Semejanza. Si el alma sigue siendo grande en su caída,
perdió su rectitud, y encorvada hacia la tierra tomó la semejanza de las
bestias, según aquello del salmo 48: «Se hizo semejante a ellas».
Pero Dios descendió
hasta el tremedal de nuestra miseria, nos tomó de la mano, no sólo para evitar
que nos condenásemos, sino para elevarnos a alturas insospechadas. La cumbre de
la vida espiritual es la divinización, en la embriaguez del éxtasis, enseña
Bernardo en su Comentario al Cantar de los Cantares, su obra mística por
excelencia. Entonces, no amando ya en sí sino la semejanza de Dios, no amando
ya a Dios mismo sino con un amor absolutamente desinteresado, el alma adhiere
sin reservas al Esposo divino.
Bernardo, tras las
huellas de los Padres griegos, destaca el papel peculiar del Espíritu Santo.
Porque si el Padre es el autor primero de esta elevación suprema, como lo es de
todo don, si el Verbo encarnado es su término, compete especialmente al
Espíritu su realización. Es El quien incita al hombre a la empresa inaudita de
«hacer del alma la Esposa de Dios»; El es quien da acceso a esta vía
propiamente espiritual, en el sentido fuerte de la palabra, que deja al margen
cualquier vana tentativa de presunción; El es quien conduce «a la imagen creada
de claridad en claridad» hasta «convertirse y permanecer semejante a Dios».
Tal es la tarea
propia del Espíritu Santo en el alma, para constituirla esposa de Cristo, lo
que se cumple no sólo en los niveles superiores de la vida mística sino también
en la existencia común de todos los cristianos; en efecto, la vida mística no
es esencialmente diferente de la vida cristiana ordinaria, sino por una mayor
elevación en la gracia y la caridad, y a veces una cierta anticipación de la
gloria. Todas las obras de justificación suponen la presencia del Espíritu
Santo en el alma. «Si los movimientos de la vida corporal –escribe el santo–
prueban la habitación del alma en el cuerpo, la vida espiritual prueba la
inhabitación del Espíritu en el alma». El Espíritu, que es «el beso mutuo del
Padre y del Hijo, su lazo firme, sú único amor, su unión indivisible», al
penetrar en nosotros se hace amor y don nuestro a Dios. En otras palabras, Dios
se ama en sí mismo cuando el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del
Hijo; se ama en nosotros y se hace amar por nosotros cuando el Padre envía a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo.
Por cierto que no
somos del todo pasivos en este amor que el Espíritu Santo viene a inspirarnos.
El alma debe dejarse hacer por Dios, respondiendo generosamente a la gracia
divina, lo cual es también fruto de la gracia. Dicha respuesta es para San
Bernardo inescindible de la imitación del Verbo encarnado. A ella alude con uno
de aquellos juegos de palabras que tanto ama: Cristo es la forma a la que el
hombre deformado debe conformarse para ser reformado. Tras esta fórmula de
aparente ingenuidad se perciben las huellas de la Escritura, singularmente de
San Pablo y de San Juan, así como de los Padres de la Iglesia, sobre todo
griegos, y de la Liturgia. Advertimos aquí los esbozos de su piedad
cristológica. San Bernardo ha querido habitar en las llagas de Cristo; como la
paloma del Cantar, hizo su nido en los orificios de la piedra. ¿Acaso no es la
Piedra uno de los nombres místicos de Cristo?
«¿Dónde puede haber
un abrigo sólido, seguro y tranquilo para mi debilidad sino en las llagas del
Salvador? El mundo se estremece, el cuerpo me agobia, el demonio me tiende
redes; no caigo porque me has establecido sobre la piedra firme».
Como puede verse,
la mística de San Bernardo es claramente trinitaria. Cada una de las personas
divinas juega en ella su propio papel.
«¿Hay entre
vosotros un alma –dice en su Comentario al Cantar– que sienta a veces en el
secreto de su conciencia el Espíritu del Hijo que clama: Abba, Padre? Aquélla
sí, aquélla puede creerse amada de un afecto paterno, cuando se siente colmada
del mismo Espíritu que el Hijo. Ten confianza, quienquiera seas, ten confianza,
y no te agites: en el Espíritu del Hijo, reconócete como Hija del Padre, Esposa
del Hijo o su Hermana... Ella es, en efecto, su Hermana, porque nacida del
mismo Padre; su Esposa, porque unida a El en un mismo Espíritu. Porque, si el
matrimonio carnal establece dos seres en una sola carne, ¿por qué la unión
espiritual no uniría más aún a dos seres en un solo y mismo espíritu?».
Y así se completa
la inmensa curva, que va desde donde nos dejaron nuestros padres –el mundo de
la animalidad– hasta el seno mismo de Dios. El alma, modelándose siempre más
sobre la voluntad divina, haciéndose cada vez más una con él por el amor, va
realizando su retorno a Dios, su repatriación, según dice Bernardo, retomando
una expresión que viene del neoplatonismo. Como la gota de agua que se pierde
en el vino; como el trozo de hierro que se mete en el fuego y se hace fuego él
mismo, así el alma se pierde, se vuelve ignea en la voluntad divina. Hela ahí
deificada –sic affici, deificari est–, exclama San Bernardo gozoso.
Todo lo que
acabamos de decir respecto del alma y de su deificación, Bernardo lo aplica
originariamente a la Iglesia. El alma, en efecto, no es esposa del Verbo sino
en la medida en que integra la Iglesia.
Retomando las
fórmulas de San Pablo en su epístola a los efesios, nuestro santo afirma que el
Verbo experimenta por la Iglesia el amor peculiar de un Esposo. Su Encarnación
es el beso puro del Verbo a la Iglesia, ese beso por el que suspiraron los
justos del Antiguo Testamento. Así como Eva nació del costado de Adán, así del
costado del nuevo Adán dormido en la Cruz, la Iglesia nace y a la vez es
rescatada. «¿Podría desde entonces no reconocer en su esposa, el hueso de sus
huesos, la carne de su carne, y más aún, en cierta manera, el alma de su alma?».
Este tema es
predileccionado por Bernardo. A él se refiere por doquier, ya en sus cartas, ya
en sus tratados y sermones, y muy particularmente en su Comentario al Cantar,
donde en 57 ocasiones sus pláticas terminan explícitamente con una solemne
alabanza a Cristo Esposo de la Iglesia. Bernardo se solaza con la sola mención
de este desposorio místico.
«La Iglesia,
animada del sentido y del espíritu de Dios, su Esposo, posee a su Bienamado y
reposa en su seno, mientras ella misma tiene y conserva para siempre el primer
lugar en su corazón. Es que ella ha herido el corazón de su Esposo; ella ha
hundido el ojo de la contemplación hasta el abismo profundo de los secretos
divinos; Él ha puesto para siempre su eterna morada en el corazón de ella y
ella en el de Él».
La Iglesia ha
abrazado estrechamente a su Esposo divino, dejándose impregnar de los perfumes
que brotan de Él. Los perfumes simbolizan las riquezas con que el Esposo colma
a su Amada: la fe, la esperanza, la caridad, los sacramentos, pero sobre todo
el Don por excelencia, el Espíritu Santo. Unión que llega hasta el extremo de
la identificación: caput et corpus unus est Christus –la cabeza y el cuerpo son
un solo Cristo–. En fórmula atrevida, llega a decir que Cristo ama a su cuerpo
que es la Iglesia más que a su propio cuerpo físico: «todo el mundo sabe que
para preservarla de la muerte sacrificó el otro cuerpo».
Nuestro santo
relaciona estrechamente a la Iglesia con el Espíritu Santo. No en vano ella es
el reflejo terreno de aquel eterno beso místico intratrinitario. Principio de
su existencia, el Espíritu es igualmente para la Iglesia el principio de su
fecundidad divina, ya que de él vienen todas las plantas y las flores que
crecen en la Iglesia, él es quien activa esa vegetación lujuriante que florece
en el jardín del Esposo, el nuevo paraíso. Y no sólo asegura la fecundidad de
la Madre, sino también la indefectible fidelidad de la Esposa; «en adelante
jamás la fe faltará en la tierra ni la caridad en la Iglesia». Finalmente, al
término de la historia, la Iglesia recibirá, también del Espíritu, la
consumación y el esplendor de su gloria. Y «¿cómo entonces Cristo no reconocerá
en ella la carne salida de su carne, y sobre todo.., el espíritu salido de su
Espírítu?».
De Lubac ha
destacado el paralelismo que traza San Bernardo entre el amor de Cristo y de su
Iglesia y la unión del Verbo con el alma, de que acabamos de tratar. Cristo se
desposa a la vez con el alma y con la Iglesia.
«Ninguno, de
nosotros se anima a llamar a su alma esposa del Señor –escribe el santo–, pero
como nosotros somos de la Iglesia, que se gloria del nombre y de la real
cualidad de esposa, con justicia reclamamos participación en ese glorioso
privilegio. Lo que plena y completamente poseemos todos juntos, lo tenemos indiscutiblemente
de manera individual».
Y también: «Decir
el Verbo y el alma, o Jesucristo y la Iglesia, es lo mismo, con una diferencia,
es a saber, que el nombre de Iglesia no designa una sola alma, sino la unidad
o, mejor, la unanimidad de numerosas almas». Entre la Iglesia y el alma hay,
pues, una relación constante, pero todo lo que se dice del alma no le es
atribuido sino por la participación de ésta en la Iglesia.
A partir de tales
presupuestos se hace inteligible desde ahora cuál será la actitud de Bernardo:
«Quienquiera que se dice amigo del Esposo no podrá fallarle a su Esposa». No
hay asunto religioso que no le concierna: «Es la causa de Cristo, o mejor,
Cristo mismo está en causa –Causa est Christi, immo Christus est in causa». La
historia de Bernardo va a confundirse con la de la Iglesia.
La Santísima Virgen
ocupa un lugar insoslayable en la mística del abad de Claraval. En ella ve el
camino por el que el Verbo llega a nosotros y por el que nosotros nos
remontamos hacia El. Bernardo desarrolló esta idea por medio de una comparación
encantadora, la del acueducto, cuyo extremo superior toca el cielo y el
inferior la tierra. «El Hijo escuchará a la Madre, y el Padre escuchará al
Hijo», escribe San Bernardo.
Es el misterio de
las mediaciones. El término de «Medianera universal» es el que expresa mejor el
pensamiento del santo. Nuestra Señora no es simplemente la Madre de Jesús, no
es simplemente un instrumento pasajero de elección, del que Dios se ha servido
para llevar a cabo la Encarnación; ella es mediadora por estado, por vocación;
tal es su razón de ser, su función siempre actual. María es la bisagra
indispensable que anuda lo humano a lo divino, y esto por la libre voluntad de
Dios «que quiso que nosotros no tuviésemos nada que no pasase por las manos de
María», como afírma el santo en uno de sus sermones de Navidad.
María no esperó la
visita del ángel para entrar en su papel de mediadora. Entre ella y el dragón,
la oposición fue absoluta desde el comienzo de su vida, desde su misma
concepción. San Bernardo la imagina orando incansablemente, de día y de noche,
suplicando la Encarnación. Gracias a su fervor, sus plegarias, su virginidad,
su ruego llegó hasta lo más alto de los cielos, hasta el corazón del Padre,
tomando allí contacto con la fuente de agua viva para luego derivarla en favor
de los hombres. Tal fue el anhelo que polarizó todos los momentos de su
existencia previa a la Encamación; invenisti gratiam –dice el Evangelio–, encontraste
la gracia, señal de que la había buscado. En una de sus homilías dedicadas al
misterio de la Anunciación leemos estas inspiradas palabras:
«Oíste, Virgen, que
concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino
del Espíritu Santo. El ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se
vuelva al Señor que le envió. Esperamos también nosotros, Señora, esa palabra
de misericordia. He aquí que se pone en tus manos el precio de nuestra salud;
al punto seremos liberados, si consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos
todos creados, y con todo eso morimos, mas por tu breve respuesta seremos ahora
restablecidos, para no volver a morir. Esto te suplica, piadosa Virgen, el
triste Adán desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto
Abraham, esto David, con todos los otros santos Padres tuyos, los cuales están
detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo
todo postrado a tus pies... Da, Virgen, rápidamente la respuesta... A quien
agradaste por tu silencio, agradarás ahora mucho más por tus palabras, pues Él
te habla desde el cielo diciendo: «Oh hermosa entre las mujeres, haz que oiga
tú voz. ¿Por ventura no es esto lo que buscabas, por lo que gemías, por lo que
orando suspirabas día y noche?... Responde una palabra, y recibe la Palabra;
pronuncia la tuya, y concibe la divina; emite la transeúnte, y admite la
sempiterna –responde verbum, et suscipe Verbum; profer tuum, et concipe
divinum; emitte transitorium, et amplectere sempiternum».
En el momento de la
Encarnación, el Espíritu «sobreviene», fecundando a María con su sombra
bienhechora. Entonces ella se ve llena para ella, y desbordante para nosotros
–plena sibi, superplena nobis. Recibe una gracia personal, singular, pero al
mismo tiempo una gracia plenaria, general, universal.
Bernardo destaca la
identidad de la carne de Jesús con la de María. La carne del Hijo no ha sido
creada nueva en el seno de Nuestra Señora, sino extraída de su sustancia
virginal. María es la nueva Rebeca que reviste al nuevo Jacob de una piel
hirsuta, velluda y rugosa, como la de Esaú: es nuestra piel, la piel del género
humano, y ello conviene, puesto que para nosotros solicita Cristo la bendición
del Padre.
María se muestra,
así, mediadora entre Dios y los hombres. He ahí su primera función. Pero también
es mediadora entre Cristo y la Iglesia. Trátase de un aspecto, no diferente,
pero sí complementario de aquél. Encontrarnos expresada dicha doctrina en el
sermón llamado de las Doce Estrellas, que es un verdadero tratado de la
mediación marial, en base a la visión de San Juan que se consigna en
Apocalipsis 12, 1. La luna, colocada bajo los pies de la mujer, designa a la
Iglesia que recibe su luz de Cristo, sol de justicia, a través de Nuestra
Señora.
«Oh madre de
misericordia –ora San Bernardo–, la Luna, es decir la Iglesia, prosternada a
tus pies, te suplica en nombre de tu corazon purisimo, a ti, su mediadora junto
a Cristo, sol de justicia, para que en tu luz vea la luz –ut in lumine tuo
videat lumen».
Enamorado de
Nuestra Señora, místico de María. Con razón Dante recurrió a Bernardo, el
teólogo de la unión con Dios, el contemplador que asume la función de
psicopompo o conductor de almas. Por algo Dante eligió a San Bernardo para
introducirlo en el Paraíso, haciéndole recitar una de las más bellas oraciones
a la Santísima Virgen jamás escritas:
Vergine Madre,
figlia del tuo Figlio,
Umile ed alta più
che creatura,
Termine fisso
d’eterno consiglio,
Tu se colei che
l’umana natura
Nobilitasti, sí,
che’l suo fattore
Non disdegnò di
farsi sua fattura.
Donna, se ‘tanto
grande e tanto vali,
Che qual vuol
grazia, ed a te non ricorre,
Sua disïanza vuol
volar senz ‘ali.
Mística trinitaria,
mística cristológica, mística mariana. Si bien hay elementos místicos en todas
sus obras, podríase decir que la mística encuentra su lugar teológico
privilegiado en su magnífico Comentario al Cantar de los Cantares. De
Santo Tomás se cuenta que pocos días antes de morir en la abadía cisterciense
de Fossanova, habiendo sido invitado por los monjes a comentar el Cantar, «así
como San Bernardo lo había hecho anteriormente», habría respondido: «Denme el
espíritu de San Bernardo, y yo retomaré su comentario».
Nos extraña ver al
místico lanzado a la acción. Es cierto que durante más de cuarenta años se
obstinó en gustar de su celda, cumpliendo estrictamente los deberes del
claustro. Y, sin embargo, lo vemos recorriendo Europa, pacificando príncipes
cristianos, triunfando sobre el cisma terrible que dividió a la Iglesia,
lanzando la Cristiandad a las cruzadas. Pero jamás hubiera hecho todo esto sino
bajo la presión de las circunstancias. Cuando el pedían que actuase en algún
problema, primero se mostraba reticente, dudaba, esperaba, reflexionaba, se
hacía explicar minuciosamente por qué recurrían a él. Y si al fin aceptaba, era
para obedecer a las órdenes de un superior –en ocasiones el mismo Santo Padre–,
o por caridad hacia sus hermanos y hacia la Iglesia, o por fidelidad a la
verdad y a la justicía.
No hay, pues,
escapismo alguno en su apostolado. El amaba lo que llamó el paraíso claustral,
lo amaba de manera entrañable.
«Felices aquellos a
quienes el Señor ha escondido en su tabernáculo –escribió en una carta a los
cartujos–; durante los días malos, esperan a la sombra de sus alas que, por
fin, los días malos pasarán. En cuanto a mí, pobre, desgraciado y miserable, la
pena es mi suerte; me veo como un pajarito, sin plumas, casi continuamente
fuera de su nido, expuesto al viento y la tempestad».
Porque para él lo
supremo no era su recogimiento en el claustro. Lo primero sería siempre Dios y
su gloria. En una ocasión lo confesó con entera claridad: «No lamentaré jamás
haber interrumpido una meditación apacible si veo germinar en un alma el grano
de la Palabra».
1. La conciencia de la sociedad
No se puede sino
destacar con admiración el feliz encuentro entre el genio de San Bernardo y el
reconocimiento de la sociedad que lo rodeaba. Porque con frecuencia la historia
ha sido testigo de la existencia de hombres superiores que en su momento no
fueron reconocidos coo tales. Acá, felizmente, se produjo el encuentro
enriquecedor. Este hombre, dotado de tan eminentes cualidades, fue venerado por
la sociedad de su tiempo, lo que permitió entre ambos un activo intercambio
espiritual. El hecho de que sus contemporáneos lo apreciasen en tal forma que
escuchasen sus consejos y se enmendasen al oír sus reprensiones, constituye una
muestra acabada de cómo la Edad Media supo valorar, más aún que a los
especialistas de la política, la diplomacia o la economía, a los santos y a los
místicos.
Por eso San
Bernardo se permitió intervenir en tantas cuestiones aparentemente ajenas a la
vida monástica. «Los asuntos de Dios son los míos –exclamó un día–; nada de lo
que a El se refiere me es extraño». Y en carta al canciller Heimeric: «Yo soy
demasiado pequeño para tener en estos asuntos intereses personales, pero ¿cómo
los podría tener por extraños, desde que son asuntos de Dios?». Ofender a Dios
era ofenderlo a él, y por eso se erguía decididamente cuando estaban en juego
los asuntos de Dios.
Dice Daniel‑Rops
que San Bernardo concebía los asuntos de Dios de dos maneras. Por una parte se
atentaba contra el Señor cuando se violaba su ley, cuando sus preceptos eran
burlados; con lo que el santo se situó en el corazón mismo de aquella gran
corriente de reforma que constituiría una fuerza de incesante renovación en la
conciencia de la Iglesia durante la Edad Media. Pero Dios era también afectado
cuando se amenazaba a su Iglesia en su libertad, en su soberanía, o en el
respeto que se le debía.
El género epistolar
se avenía especialmente con su temperamento apasionado y tan personal en su
manera de expresarse. A veces entusiasta, otras indignado, sus cartas son una
radiografía de su modo de ser. El amor, la ternura, la irritación encuentran
con facilidad los términos adecuados, por lo general no carentes de elegancia.
Muchas de esas cartas se dirigen a las autoridades eclesiásticas y a los
poderes civiles. Lo notable es que tanto los obispos como los políticos
aceptaran las interferencias de este monje y con frecuencia le hicieran caso.
Pongamos algunos ejemplos:
«Os mostrais
odioso, intratable, a punto tal que yo había resuelto no hacer nada más por
vos. De antemano desanimáis a los que os defienden y promovéis a vuestros
propios acusadores. En todas las circunstancías no conocéis otra ley que
vuestro placer, no obrais sino como déspota, sin pensar jamás en Dios, sin
experimentar su temor». ¿A quién se dirige esta reconvención? A un arzobispo.
«Me hubiera gustado
encerrarme en el silencio y el retiro; no por eso la Iglesia entera murmuraría
menos contra la corte de Roma, mientras ella siga en sus extravíos actuales».
¿A quién envía esta advertencia? Al mismo Papa.
Por cierto que
amaba y veneraba al Papa, pero precisamente en razón de ello lo quería santo y
sabio, a la altura de su inmensa responsabilidad. Cuando veía que el círculo
que lo rodeaba era incompetente o vicioso, que su Curía estaba lleno de
empleados carentes de espíritu sobrenatural, con qué virulencia estigmatizaba a
aquellos funcionarios. «¡Que el Papa escoja gente mejor, que elija en todo el
universo a quienes debían juzgar el universo!».
En cierta ocasión,
uno de sus hijos cistercienses subió a la Sede de Pedro con el nombre de Eugenio
III. Bernardo le dirigió un espléndido tratado bajo el nombre de De
Consideratione, dividido en cinco libros, donde alterna los consejos
propiamente espirituales con la consideración de los deberes pastorales del
Papa. El santo lo hace atendiendo a una cuádruple reflexión: el Papa mismo
(te), la Iglesia (quae sub te), su entorno (quae circa te), Dios y las cosas
divinas (quae supra te sunt).
Preocupóse también
por salir al paso a algunas herejías que se cernían en el horizonte,
particularmente la herejía cátara o albigense, aparecida en el sur de Francia,
heredera del viejo dualismo maníqueo. Este error se fue extendiendo más y más,
poniendo en peligro a la entera Cristiandad. «¡Las basílicas están sin fieles,
los fieles sin sacerdotes, los sacerdotes sin honor; no quedan más que
cristianos sin Cristo!», gimió el gran cisterciense cuando llegó al Languedoc.
He aquí uno de los «asuntos de Dios». Y se lanzó intrépidamente a la acción,
predicando por doquier, e instalando monasterios del Cister en las provincias
más contaminadas.
Intervino asimismo,
y de manera decidida, en las luchas doctrinales de su tiempo. Sintomática fue
su contienda con Abelardo, aquel hombre devorado por la pasión de razonar,
precursor de cierta mentalidad racionalista que atenta contra la misteriosidad
de la fe. Entendiendo que su silencio le favorecía, Bernardo entró en escena.
Para dirimir la disputa, Abelardo solicitó la convocatoria de un Concilio. Ya
desde el comienzo del mismo se mostró hasta qué punto la actitud de ambos era diferente.
Abelardo se sentía seguro de sí, de su capacidad dialéctica, considerando el
Concilio como una especie de palestra donde lucir su inteligencia; Bernardo era
un santo, un hombre lleno de Dios.
El hecho es que
antes que Abelardo abriese la boca, Bernardo comenzó a atacarlo, arguyendo que
los temas que pretendía discutir no eran temas sujetos a discusión, porque
rozaban el orden de la fe. Y lo abrumó con un diluvio de citas tomadas de las
Escrituras y de los Padres, identificándolo con Arrio, Nestorio y Pelagio.
Totalmente desconcertado, Abelardo apeló del Concilio al Papa. Y se encaminó
hacia Roma. Pero no tuvo tiempo de llegar... ni valía ya la pena hacerlo porque
al arribar a Cluny le alcanzó la condena romana. Advertido del hecho, y
enterándose de que su adversario se encontraba indispuesto, Bernardo acudió
inmediatamente al lecho del enfermo y le dio el ósculo de paz.
Como lo hemos
reiterado, San Bernardo fue antes que nada y por sobre todo un monje. Aun en
medio de sus viajes, de sus mediaciones político-religiosas, de sus debates
doctrinales, siguió siendo siempre monje, Sin embargo, no fue un monje común.
Detrás de su cogulla monacal se escondía el yelmo del caballero.
La iconografía ha
conservado aquella imagen del monje blanco que, predicando desde el elevado
atrio de la iglesia de Vézelay, el día de Pascua de 1146, a una inmensa
multitud, volvió a encender en ella el entusiasmo que había decaído, y lanzó a
la Cristiandad a la segunda Cruzada para la recuperación del Santo Sepulcro.
Habían pasado casi
cuarenta años desde que Godofredo de Bouillon conquistara Jerusalén. Pero el
enemigo, que era abrumador, había logrado retomar la iniciativa, y la nobleza
europea ya no vibraba por la causa de las Cruzadas, como en el siglo pasado.
Bernardo sufría ante esta situación, y entonces se dirigió al Papa, que era por
aquel tiempo Eugenio III, al que nos referimos recientemente, solicitándole su
intervención.
Con la Bula del
Papa en sus manos, Bernardo entró en acción, consiguiendo en Vézelay resultados
excepcionales, ya que las multitudes, profundamente conmovidas, reclamaban el
honor de cruzarse allí mismo. Relatan las crónicas que faltó tela para las
cruces, que todos querían coser sobre sus hombros. Hasta el manto de Bernardo
sirvió para ello. Pero tal éxito no satisfizo del todo al santo, quien desde
Vézelay se lanzó por los caminos de Europa para seguir enrolando nuevos
combatientes. Sólo en Alemania logró levantar un ejército de más de 100.000
cruzados, a cuyo frente se puso el emperador Conrado III, a pesar de que al
principio se había mostrado sumamente reacio para alistarse en la noble
empresa.
Enardecido con tan
resonantes éxitos, el abad de Claraval concibió el proyecto de extender a todo
el Occidente la predicación de la Cruzada, a fin de conseguir que se alistaran
en ella Inglaterra, España, Italia, Hungría, Bohemia, Baviera, Moravia, Polonia
y Dinamarca, valiéndose para ello de cartas, de emisarios, y especialmente de
los monjes cistercienses, extendidos a la sazón por casi toda Europa.
Así desde el Elba
al Tajo y desde el Támesis a las estepas rusas, el Occidente cristiano se
alistó contra el Oriente dominado por los árabes. Y no sólo contra los infieles
de Palestina. En la primavera de 1147, la nobleza germánica decidió lanzarse
contra los eslavos paganos del este del Elba. Al mismo tiempo, Alfonso
Enríquez, ayudado por cruzados ingleses y flamencos, se apoderaba de Lisboa, y
Roger II de Sicilia se posesionaba de las costas africanas de Trípoli a Túnez.
Toda la Cristiandad se había puesto de pie. Esta enorme conmoción de razas y
pueblos conducidos por una sola idea, era obra casi exclusiva de un solo
hombre, el abad de Claraval, quien escribiría al Papa con tanta humildad como
legítima alegría:
«Me lo ordenasteis,
y, yo obedecí; la autoridad del que me mandaba hizo fecunda mi obediencia. Abrí
mis labios, hablé, y se multiplicaron los cruzados; de suerte que quedan vacías
las ciudades y castillos, y difícilmente se encontrará un solo hombre por cada
siete mujeres».
Un autor moderno ha
destacado el éxito del verbo bernardiano, sea éste oral o escrito, influyendo
de manera decisiva tanto sobre las personas individuales como sobre las grandes
multitudes a las que logró arrastrar a empresas universales. Sabemos cómo los
políticos actuales recurren para sus campañas a los llamados medios de
comunicación, sobre todo la televisión, capaz de alcanzar millones de personas
a la vez. Pero lo que más impresiona no es la eficacia sino la relativa
ineficacia de semejante propaganda. La palabra moderna, propalada con
estridencia y universalidad, no obtiene efectos tan súbitos e impresionantes
como la sola palabra de Bernardo. Ello se explicaría de algún modo si Bernardo
hubiera sido Papa. Lo admirable es que, sin serlo, por el solo peso de su
autoridad moral, tuvo más resonancia que la de los mismos Papas, aunque fuesen
grandes, como por ejemplo Gregorio VII.
Pero volvamos al
tema de la Cruzada. ¿Qué significaba para San Bernardo? Una de sus ilusiones,
más allá de los objetivos militares, fue creer que ofrecería la ocasión de
reunir a todos los cristianos, incluso a los separados de Roma, en la lucha
contra un enemigo común. El mismo, como dijimos, estaba muy impregnado del
espíritu teológico griego, gozando de una gran reputación en la Iglesia
oriental, y siendo su santidad reconocida y venerada también en el Oriente.
En lo que toca a
los católicos, Bernardo veía en la Cruzada una oportunidad de conversión para
aquellos que eran creyentes sólo de nombre, y para los pecadores, un medio de
volverse al Señor y de probar la autenticidad de su transformación espiritual.
De lo que se trataba, en última instancia, era de amar y servir a Cristo. Y así
se puede decir que Bernardo interiorizó la Cruzada. Como jubileo, acordaba el
perdón; como peregrinación, santificaba; como martirio eventual, merecía la
recompensa suprema.
Por desgracia, la
Cruzada a Tierra Santa, pieza esencial de aquel plan grandioso, culminó en un
penoso fracaso. Y la gente, en lugar de considerar serenamente las causas de
aquel desastre, múltiples y complejas, guiados por el facilismo y por la
pasión, buscaron una cabeza sobre la cual descargar todo su desencanto,
olvidando la perfidia y traición de los bizantinos, la defección de los
príncipes latinos de Oriente y la mala estrategia de los mismos jefes cruzados
que tan deficientemente habían dirigido la campaña, casi no dejando desacierto
por cometer. ¿Podía seguirse pensando que aquella empresa tan desgraciada había
sido inspirada por Dios? ¿El que la había predicado no sería al cabo un falso
profeta?
Resulta reveladora
la actitud que San Bernardo va a tomar ante semejantes cargos. Mientras las
acusaciones, por injustas que fuesen, se dirigieron contra su persona, guardó
silencio en el retiro de su claustro; pero cuando llegó a su conocimiento que
las quejas y voces de indignación se volvían blasfemas, acusando a la divina
Providencia, entonces rompió el silencio, dirigiéndose filialmente a su jefe
espiritual, el monje‑papa Eugenio III. Tras diversas consideraciones inspiradas
en acontecimientos del Antiguo Testamento, donde el fracaso acompañó a los que
dirigían al pueblo elegido, escribe:
«En todo caso, si
se me diera a escoger, preferiría que las murmuraciones de los hombres se
volvieran todas contra mí que contra Dios. ¡Ojalá que el Señor se digne
servirse de mí como de un broquel! Recibiré gustoso los dardos agudos de las
lenguas maledicentes y las flechas envenenadas de los labios blasfemos, a fin
de impedir que lleguen a Él. Consiento de buena gana en verme deshonrado, con
tal de que no se toque a la honra de Dios».
Pero el pensamiento
profundo del santo incluye otro aspecto, más positivo. Dios no tiene necesidad
del socorro de los hombres; de lo que tiene sed es de sus almas. Si la patria
terrestre de su Encarnación es amenazada por los infieles, si cae incluso en
sus manos, en última instancia es Él quien lo permite. «Le bastaría mandar doce
legiones de ángeles o decir solamente una palabra y la Palestina sería
liberada». Si invita a defenderla, es por misericordia, para permitirnos
mostrarle nuestro afecto. Muchas veces acontece que las mejores obras de Dios
se echan a perder por las imprudencias, pasiones, errores y culpas de los
hombres. En lo que toca a los Cruzados nobles y generosos, lo importante fue la
lucha, el servicio desinteresado de Dios, más que la victoria, que no siempre
estuvo en sus manos alcanzar.
Dando por terminado
este penoso asunto, destaquemos el espíritu caballeresco de San Bernardo, un
hombre de la misma pasta que Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador. El
cristianismo que predicó fue enérgico, conquistador y casi castrense. Su mismo
modo de dirigirse a la Santísima Virgen, llamándola «Nuestra Señora», brota del
lenguaje caballeresco; se consideró como el caballero de la Virgen y la sirvió
como a la dama de sus sueños.
San Bernardo trató
de dar forma institucional a su concepción del cristianismo, imaginando una
Orden religiosa que la encarnara. Tal fue la Orden del Temple, orden militar y
caballeresca, cuya misión sería la defensa de Tierra Santa contra los ataques
de los infieles. Para ellos hizo redactar estatutos adecuados y escribió aquel
Elogio de la nueva milicia, donde exalta el ideal del caballero cristiano
enamorado de Jesucristo y de la tierra en que vivió Nuestro Señor. Los
templarios eligieron un hábito blanco, como los monjes del Cister –la gran cruz
roja fue un añadido posterior–. En la concepción de Bernardo la caballería
habría así hallado su expresión más acabada en aquellos hombres que unían el
espíritu de fe y de caridad, propio de la vida religiosa, con el ejercicio de
la milicia en grado heroico. Algo parecido a lo que era él: un monje‑
caballero. En carta a un amigo que llevaba su mismo nombre, Bernardo, prior de
la Cartuja, se llama a sí mismo la quimera del siglo –mitad‑monje, mitad-caballero–.
Pero ya se conoce
lo que sucedió con la Orden del Temple, o mejor, lo que de ella se dice, es a
saber, que con el tiempo se fue mercantilizando, entrando en transacciones
financieras, no siempre por encima de toda sospecha. Así se degradan las cosas
más nobles. Sin embargo, hay demasiados misterios en este asunto para que pueda
hacerse de ello un juicio imparcial. No deja de ser sintomático que fuera
Felipe el Hermoso, uno de los grandes rebeldes de la Edad Media contra la
supremacía de la autoridad espiritual, quien proclamara el acta de defunción de
aquella milicia de Cristo, como la había llamado San Bernardo. Guénon lo ha
advertido en su libro sobre el santo:
«El que dio los
primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el
Hermoso –escribe–, el mismo que, por una coincidencia que no tiene sin duda
nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando con, ello directamente
la obra misma de San Bernardo».
Señala Daniel‑Rops
que tanto la Orden del Temple como el ciclo literario de la busca del Santo
Grial ocuparon un lugar considerable en la leyenda áurea que se formó en tomo a
la figura de San Bernardo, apenas éste hubo muerto. Los caballeros del Grial,
puros, desprendidos, y a la vez heroicos, no parecen sino la expresión
literaria de la nueva milicia esbozada por Bernardo. El poema del alemán
Wolfram von Eschenbach, en la parte que empalma con la obra del poeta francés
Guyot, hace de Parsifal el rey de los templarios. Y no son pocos los comentaristas
que se han preguntado si el paradigma de Galaad, el caballero ideal, el paladín
sin tacha, no habrá sido el propio Bernardo de Claraval. Monje y caballero.
«Hecho monje
–escribe Guénon–, seguira siendo siempre caballero como lo eran todos los de su
raza; y, por lo mismo, se puede decir que estaba en cierta manera predestinado
a jugar, como lo hizo en tantas circunstancias, el rol de intermediario, de
conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque
había en su persona como una participación en la naturaleza del uno y del
otro».
3. Contemplación y acción o el eje de
la rueda
¿Qué fue al fin y
al cabo San Bernardo: un hombre de acción o un místico? A decir verdad –como
afirma Jean Leclercq– fue simultáneamente místico y hombre de acción, o mejor,
fue hombre de acción por ser místico. Al mismo tiempo que se involucra en
muchos de los conflictos y problemas de su tiempo, ejerciendo un indudable
influjo en ambientes muy diversos, pronuncia ante su comunidad los espléndidos
sermones sobre el Cantar de los Cantares, exactamente como si hubiese pasado su
vida no haciendo otra cosa que meditar la palabra de Dios. Pareciera que
hubiese en él dos hombres, pero ello es sólo una apariencia; el verdadero
Bernardo, el que sostiene al otro, es el predicador del Cantar. El abad, el
reformador, el consejero, el pacificador, el taumaturgo incluso, reciben su
animación del contemplativo extático.
Los historiadores
hablan mucho de los viajes de Bernardo, porque los documentos contemporáneos
dan detallada cuenta de sus desplazamientos. Pero su itinerario espiritual es
mucho más importante que el otro, al tiempo que lo explica. Los períodos en que
puede residir en Claraval son densos en experiencia de Dios. Bernardo prolonga
esa experiencia cuando el amor del prójimo lo fuerza a abandonar su clausura.
«Se mezcla en la
acción –escribe Leclercq–, pero no abandona su contemplación; ha recibido el
don de conciliarlas de otra manera que por la alternancia: por la fusión de la
una en la otra; en él, el conflicto que opone la acción y la contemplación en
tantos hombres de Dios es resuelto por Dios sobre un plano superior al de la
psicología humana. Por eso, sin duda, Bernardo se queja menos que muchos otros
de este desgarramiento que los divide entre los dos campos sucesivos donde su
actividad se ejerce: él no está dividido, conserva la unidad de espíritu. No
hay separación entre su acción y su contemplación, no hay ni siquiera paso de
la una a la otra; él se entrega al mismo tiempo a esas dos formas de actividad
espiritual que se conjugan en Dios: la que consiste en contemplar, la que
consiste en servir a Dios en el hombre. Cuando obra, Bernardo contempla, y
sabemos que en sus viajes permanece absorto totalmente en su visión interior de
Dios. Cuando contempla, extrae de su unión a Dios el alimento de su acción y la
materia de su predicación...
«Arrebatado a veces
a la vida contemplativa, Bernardo no lo es jamás a la contemplación; cuando
Dios lo aparta de su monasterio, le deja el modo de llevar con él su soledad y
su contemplación. Bernardo es este hombre perfecto, que puede, al mismo tiempo,
realizar lo que en otros es sucesivo... El sabe que la más útil de las obras en
las que se destaca es la actividad de la oración. La acción y la contemplación,
igualmente necesarias, son dos formas de caridad; pero la más alta es la
contemplación: es la única que vale que se la busque por sí misma; la otra no
es fecunda sino por ella... Pero en realidad, concibe estas dos formas de unión
a Dios como prolongándose entre sí, y la primera de las dos, aquella que es el
principio de la otra, es la contemplación. Esta podría bastarse mientras que,
sin ella, la acción sería estéril y vana».
En última
instancia, ya contemple, ya actúe, será siempre bajo el señorío de la Caridad,
de la Dama Caridad –Domina caritas–, según le decía al papa Honorio II en una
de sus cartas, como un siglo más tarde Francisco de Asís hablará de la Dama
Pobreza.
Se ha comparado a
San Bernardo con el eje de una rueda. A semejanza del eje que no se mueve,
Bernardo vivía inmóvil en su contemplación, pero así como el eje quieto mueve a
toda la rueda, de modo similar él ponía en movimiento la entera sociedad. Ya,
muchos siglos atrás, había dicho Boecio que así como cuanto más nos acercamos
al centro de una rueda, menos movimiento notamos, de manera análoga cuanto más
se aproxima un ser finito a la inmóvil naturaleza divina, tanto menos sujeto se
ve al destino, que es una imagen móvil de la eterna Providencia.
A la manera del
Motor inmóvil, desde el centro fue Bernardo capaz de atender la periferia.
Santa Hildegarda se lo dijo en una carta, si bien con otra formulación: «Tú
eres móvil, pero sostienes a los otros». Viene aquí al caso aquel espléndido
pensamiento de Pascal: «No muestra uno su grandeza por ser una extremidad, sino
más bien por tocar las dos a la vez y por llenar todo lo que hay entre ambas».
Con frecuencia lo
reprendieron por abandonar la celda y fastidiar a los demás, en vez de
dedicarse a la oración –«esos monjes que salen de los claustros para molestar a
la Santa Sede y a los Cardenales»–. Pero tales acusaciones, que a menudo
llegaban a Roma, apenas si le impresionaban. Y en cuanto al simpático Cardenal
que le escribió amonestándolo, le respondió secamente que las voces
discordantes que alteran la paz de la Iglesia le parecían ser las de las ranas
alborotadoras que atestaban los palacios cardenalicios y pontificios. Bien ha
escrito Guénon:
«Entre las grandes
figuras de la Edad Media, pocas hay cuyo estudio sea más propio que la de San
Bernardo para disipar ciertos prejuicios caros al espíritu moderno. ¿Qué hay,
en efecto, más desconcertante para éste que ver un contemplativo puro, que
siempre ha querido ser y permanecer tal, llamado a ejercer un papel
preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y
triunfando a menudo allí donde había fracasado toda la prudencia de los
políticos y los diplomáticos de profesión?... Toda la vida de San Bernardo
podría parecer destinada a mostrar, mediante un ejemplo impresionante, que
existen para resolver los problemas del orden intelectual e incluso del orden
práctico, medios completamente distintos que los que se está habituado desde
hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son
los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera
la sombra de la verdadera sabiduría».
Conclusión
He aquí este gran
hombre. Su personalidad delata una extraña mezcla de suavidad y de pasión, de
ternura y de ardor, de acción y de contemplación, de mansedumbre y de
militancia, contradicciones todas que se resuelven en Dios, confiriendo a su
fisonomía un encanto particular. Bernardo fue todo lo opuesto a un mediocre.
Por su apego a la
humanidad de Cristo, por ser en cierto modo un precursor de la devoción al
Corazón de Jesús, se le calificó de melifluo, transformándose su recia figura
en la de un santo piadoso, convirtiéndose al místico en un sentimental. Pero
Bernardo está muy lejos de ello, así como de cualquier tipo de beatonería o
fideísmo. De él es la frase: «No conviene que la esposa del Verbo sea
estúpida», esa esposa que es la Iglesia, pero también el alma. Para compensar
los abusos que se hacía de aquella melifluidad, el P. Raynaud, S.J., comparó a
San Bernardo con una abeja belicosa.
El influjo de
Bernardo en la posteridad ha sido realmente formidable. Su tratado De
Consideratione en ninguna parte sería reeditado tan frecuentemente como en
la Biblioteca del Vaticano, tantos fueron los Papas y los Cardenales que aun en
las peores épocas de la decadencia romana quisieron tener ese tratado para
inspirarse en él y en su ideal de reforma. Por su parte, el P. Polanco,
secretario de San Ignacio de Loyola, queriendo proponer a los miembros de la
Compañía de Jesús un modelo de las cartas que habían de escribir, aconsejará
que lean las del abad de Claraval.
Bérulle y los
autores espirituales de la escuela francesa del siglo XIX, que acordaban tanta
importancia a la consideración de los misterios del Verbo encarnado,
manifestaron gran aprecio por el santo, así como notables afinidades con
algunas de sus enseñanzas. Asimismo encontrarnos en Pascal evidentes resonancias
de San Bernardo. No olvidemos que Port‑Royal había sido antes un monasterio
cisterciense. El «tú no me buscarías si no me hubieses encontrado ya», está a
la letra en el Tratado del amor de Dios».
En tiempos más
recientes, durante la primera mitad del siglo XX, Bernardo se convirtió en una
especie de símbolo de lo que había sido el poder del espíritu en el período de
la Cristiandad. En lo que hace a nuestro siglo, debemos destacar la resonancia
alcanzada por la magnífica obra de Etienne Gilson La Teología mística de San
Bernardo, uno de los estudios que mejor han penetrado en la espiritualidad
de nuestro santo.
La figura de San
Bernardo emerge hoy con toda la plenitud de un arquetipo fascinante. Su
capacidad de asimilación de las doctrinas antiguas, para traducirlas enseguida
en su lenguaje de fuego, lo hace legible y admirable para todas las épocas. Y
la nuestra, que está en busca de la unidad europea, si bien sobre bases no
cristianas, podrá apreciar en San Bernardo, como alguien ha dicho, a un gran
europeo, que unificó a Europa en torno a acciones trascendentes.
«Tradicional y
patrístico –escribe Leclercq–, Bernardo es, al mismo tiempo, plenamente
medieval. Es ya moderno o, más exactamente, es de todos los tiempos, porque
satisface lo que hay en el hombre de más universal: la necesidad de elevarse
por encima de si mismo, para comulgar en una belleza que lo trasciende».
Bibliografía consultada:
Obras completas de San Bernardo de
Claraval, en 5 tomos, traducidas del latín con notas aclaratorias y precedidas
de la vida del Santo, por el P. Jaime Pons, S.J., Rafael Casulleras, Librero‑Editor,
Barcelona, 1925 en adelante. (Hay también una edición de la BAC, Madrid, 1955).
E. Gilson, La Théologie mystique de
saint Bernard, 2ª ed., Vrín, Paris, 1947.
AA.VV., Saint
Bernard, homme d’Èglise, Desclée de Brouwer, Paris, 1953.
Daniel‑Rops, Saint
Bernard et ses fils, Mame, Paris, 1962.
Jean Leclercq, St.
Bernard et l’esprit cistercien, Seuil, Paris, 1966.
René Guénon, Saint
Bernard, 4ª ed., Ed. Traditionelles, Paris, 1973
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