jueves, 23 de mayo de 2013

Reflexiones acerca de la Fe - Cardenal Jorge A. Medina Estévez

  
La invitación  del Santo Padre Benedicto XVI a celebrar, a partir del próximo mes de octubre, un año consagrado a profundizar el sentido y la importancia de la fe en la vida cristiana, todo ello en conmemoración del medio siglo a contar de la inauguración del Concilio ecuménico Vaticano II, invita a la reflexión acerca del contenido, de la relevancia así como también de las posibles deficiencias o  desviaciones que pueden darse con respecto a esta actitud fundamental de los discípulos de Cristo.

       ¿Qué es la fe?
         Tengamos presente, ante todo, que una parte muy  considerable de los conocimientos que poseemos no provienen de certezas que hayamos adquirido a través de experiencias personales, sino que los hemos obtenido por medio del testimonio de otras personas. Así, y para no multiplicar los ejemplos, lo que sabemos de la historia, de la fisiología, de la astronomía o de la paleontología no lo hubiéramos podido saber si no hubiéramos contado con el testimonio creíble de personas que nos han comunicado esas informaciones y que, en muchos casos, esas mismas personas  las han adquirido de otras que las antecedieron y se las proporcionaron. La confianza en la veracidad y competencia de otras personas es un elemento sin el cual se hace imposible la adquisición de muchos conocimientos desde luego en el plano de las realidades naturales  que, de suyo, se pueden obtener con el ejercicio de la razón, de la investigación y de la experiencia puramente naturales. La fe o credibilidad humanas suponen que el testigo, informante o maestro, sea competente y conozca cabalmente la materia, y que no haya razón para sospechar que pueda tener la intención  de ocultarnos la verdad o, peor aún, de engañarnos.
   
    La fe cristiana
     Al hablar de la fe cristiana estamos en un nivel diferente del de la fe o credibilidad con respecto a conocimientos puramente humanos porque aquí    no se trata solamente de adquirir conocimientos que de suyo son asequibles a la ciencia o a la experiencia, sino de obtener algunos que sólo pueden provenir de la iniciativa de Dios que nos ha hablado y nos ha comunicado algunas realidades que superan las capacidades humanas, aunque a  veces Él nos ha revelado también realidades que no exceden las capacidades de la racionalidad humana.
   Cuando hablamos de la fe cristiana, afirmamos que Dios se nos ha manifestado y nos ha hablado, revelándonos la intimidad de su ser divino y haciéndonos partícipes de sus designios de amor para con  la humanidad, salida de su acción creadora y que tiene su razón de ser en la comunión con Él, ya aquí en esta etapa terrenal de nuestra existencia y, después de ella, en la plenitud de vida en la bienaventuranza eterna.
     En el Catecismo de la Iglesia Católica hay muchos textos que explican lo que es la fe cristiana y católica, los que constituyen la enseñanza autorizada de la Iglesia acerca de esta virtud teologal, esencial para todo discípulo de Cristo (ver, entre otros, los nn. 142 a 197; 1253s; 1814 a 1816; 2087 a 2089; y 2110 a 2140). El Año de la fe es un tiempo especialmente apropiado para profundizar lo que sabemos acerca de ella. 
      Es interesante comparar la fe con la luz. Hay muchas formas e intensidades de luz y es muy diferente ver un objeto a la luz del sol o percibirlo iluminado solamente por la débil llama de una vela. La ciencia moderna se sirve de técnicas,  como son, entre otras,  las radiografías o las tomografías computorizadas, para explorar el estado de los organismos y sus eventuales patologías, comprobando así la existencia de elementos que no son perceptibles a la simple vista y que ayudan a hacer un diagnóstico acertado. La fe nos descubre la realidad de lo que no es visible, pero que ciertamente no es menos importante que lo que podemos percibir con nuestros sentidos: la Carta a los Hebreos nos enseña que lo invisible es más importante que lo visible, y que las cosas visibles tienen precisamente su origen en lo invisible (ver Hebr 11, 3). Cuando Jesús sanó de su dolencia a diversos ciegos (ver, p. ej. Mt 12, 22;Mc 10, 46; Jn 9, 2; etc.) esa acción suya, llena de compasión,  era el símbolo de una misericordia mucho mayor aún, que es la de iluminar nuestras mentes con la poderosa luz de la fe, que nos hace capaces de percibir la realidad de Dios, la verdadera y necesaria relación de nosotros con Él, la correcta relación con nuestros semejantes, la relación apropiada con el mundo material en el que vivimos y el sentido de nuestra existencia y actividad en esta vida, así como su destino final y definitivo más allá de nuestra peregrinación temporal. Aunque parezca duro decirlo, la falta de fe es comparable y aún peor que la ceguera orgánica. Quien no tiene fe camina en tinieblas y en sombras de muerte (ver Job 3, 5; Mt 4, 16; Lc 1, 79; Jn 1, 5; Ef 5, 8; etc.).
     Por ese motivo, el anuncio del Evangelio y la evangelización son expresión de la más auténtica caridad, ya que, al conducir a la fe a quienes la acogen, los liberan de la esclavitud del error y los conducen a la luz de la verdad, fuente de la paz y de la única verdadera alegría. ¡Qué grande es, pues, la misión de todos los ministros de la palabra de Dios, de los Obispos, presbíteros y diáconos, de los padres de familia, de los catequistas y de todos los cristianos que,  en cualquier forma, se dedican a compartir con los hermanos la sabiduría de Dios, tan diversa y tan distante de la engañosa sabiduría humana (ver 1 Cor 1, 18-25)! ¡Qué gran caridad es arrancar a los hombres de las tinieblas del error y ayudarlos a incorporarse a la verdadera luz que es Cristo, fuente inagotable de alegría, de concordia y de paz!

    La fe en las Sagradas Escrituras
     En los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se contiene el relato de múltiples ocasiones en que Dios habló al hombre, sea en la forma de apariciones o visiones, sea a través de hombres que hablaron en su nombre, luego de recibir el carisma profético, o de quienes, bajo la influencia de una  gracia muy especial, que se llama la inspiración, escribieron el mensaje divino de salvación y dieron origen, así, a los libros sagrados cuyo conjunto llamamos la Biblia, palabra griega que significa literalmente los Libros. Todos los que se confiesan cristianos reconocen los escritos bíblicos como verdadera y auténtica palabra de Dios que nos ha sido comunicada con vistas a nuestra salvación y no para instruirnos en las ciencias humanas que son el objeto de las diversas disciplinas científicas. Los católicos creemos que esa palabra de Dios ha sido confiada a la Iglesia a fin de que ella la transmita  a los fieles de todos los tiempos, culturas y lugares, velando, con la asistencia del Espíritu Santo, para que su sentido y contenido sea comunicado en forma fidelísima y sin error a todos los discípulos de Cristo.
     La respuesta del hombre a la misericordia de Dios que se ha dignado hablarnos, no puede ser otra que la de una adhesión firme y sin reservas a su palabra de verdad que nos salva del error y nos conduce a la auténtica libertad (ver Jn 8, 32). Esa adhesión, que es un don de la gracia de Dios, es precisamente la fe.
     En las Sagradas Escrituras hay muchísimos textos que señalan la importancia de la fe. Uno de los más antiguos se encuentra en la se afirmación de que “Abrán creyó al Señor y (eso) se le contó como justicia” (Gen l5, 6), justicia que es colocarse ante Dios en la posición verdadera de quien se reconoce como su creatura, y,  por lo tanto, radical y necesariamente referida a Él. Esa radical y total referencia a Dios se traduce en la aceptación amorosa de sus designios y en la obediencia a su voluntad, todo ello tan patente en la azarosa vida de Abraham: en la invitación de Dios a que abandonara su patria (ver Gen 12, 1-4); en su confianza en la palabra de Dios que le anunciaba la paternidad cuando ya naturalmente no era posible (Gen 15, 1-6); en la prueba a que Dios lo sometió pidiéndome el sacrificio de su único hijo, el depositario de las promesas (Gen 22, 1-18). Es por esto que el Patriarca es considerado como el Padre de los creyentes y esa es la razón por la cual el Canon Romano de la Misa se refiere a él como a “nuestro padre, Abraham”. En la Carta a los Hebreos se lee un amplio elogio de la fe de Abraham (Hebr 11, 8-19). En el Nuevo Testamento, la Virgen María aparece como un acabado ejemplo de fe, cuando, al recibir el anuncio de la encarnación del Verbo en sus purísimas entrañas, expresa su obediencia al designio divino con su respuesta al ángel Gabriel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Su parienta, Isabel, movida por el Espíritu Santo, reconoce la fe de María cuando la saluda diciéndole: “bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”  (Lc 1, 45).  Aunque en los textos referentes a San Juan Bautista no se habla explícitamente de la fe, es muy sugerente el hecho de que él dé a Jesús el nombre de “Cordero de Dios”, indicando que es él quien quita el pecado del mundo (ver Jn 1, 29). Ningún profeta de Israel había sido caracterizado así, de modo que bien podemos suponer que el Bautista, durante los largos años de su permanencia en el desierto, haya recibido una revelación que le hiciera comprender cómo cumpliría Jesús su misión salvadora,  precisamente a través de un acto sacrificial y cultual, es decir de la ofrenda de Sí mismo al Padre,  como homenaje de suprema obediencia y adoración (ver Flp 2, 5-14).
     Jesús, a lo largo de su ministerio público, hizo muy numerosas referencias a la fe y es conveniente recordar siquiera algunas de ellas. Desde luego, alabó la gran fe de la mujer cananea quién, no obstante un aparente rechazo, insistió en suplicarle qu le concediera la curación de su hija (ver Mt 15, 21-28) y destacó asimismo la profunda fe del oficial romano que no consideró necesario que Jesús fuera personalmente a sanar a su empleado, sino que pensaba, con toda razón, que bastaría para ello una palabra suya; el Señor aseguró que no había encontrado tanta fe en Israel  (ver Mt 8, 5-13). Pero Jesús también hizo reproches a la falta o la debilidad de la fe de algunos, como, por ejemplo, cuando sus discípulos estaban atemorizados por la tempestad, y les dijo: “¿dónde está vuestra fe?” (Lc 8, 25), o bien, “¿por qué teméis, hombres de poca fe?” (Mt 8, 26). Un texto muy significativo se lee en el episodio de la visita de Jesús a Nazareth. En esa ocasión se dice que Jesús “no pudo hacer allí ningún milagro…Y se admiraba de su falta de fe” (Mc 6, 5s). Como si el poder divino de Jesús se viera obstaculizado por un muro impenetrable que era la falta de fe, y en ese caso, por mirarlo a Él desde una perspectiva puramente humana y no ser capaces de reconocerlo como el Ungido de Dios. Al revés, en el episodio de Cesarea de Filipo, Pedro, ante la pregunta de Jesús acerca de qué se dice de Él, apartándose de las diversas opiniones que corrían entre la gente, le dice: “¡Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” (Mt 16, 16).  Jesús lo declara bienaventurado y feliz por esa confesión de fe, porque “eso no te lo ha revelado ni la carne, ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt l6, 17), con cuyas palabras afirma que la fe es un don de Dios que transciende los conocimientos y capacidades puramente humanos.
      En la Carta de San Pablo a los Romanos hay una enseñanza muy rica acerca de cómo la justificación, es decir la posición verdadera y correcta ante Dios, proviene de la fe y se basa en la salvación que Jesucristo nos ha alcanzado, y no en el cumplimiento de las observancias prescritas en la ley mosaica (ver Rom 3, 21- 31). Nuestra confianza radica, pues, en la adhesión, por la fe, a la obra salvadora de Jesús.
     Siempre en los escritos paulinos, la Carta a los Hebreos contiene un detallado elenco de personajes de la Antigua Alianza que son considerados como ejemplos de fe (ver cap. 11). De ese escrito es importante destacar algunas afirmaciones: “La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve… Por la fe sabemos que el universo fue configurado por la palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible” (Hebr 11, 1.3). Allí se contiene una afirmación capital para la vida cristiana: “mi justo, vivirá por la fe” (Hebr 10, 38; ver Rom 1, 17; Gal 3, 11), es decir que la  situación correcta del hombre frente a Dios, o, dicho con otras palabras, su Verdad y su Vida, son posibles solamente sobre la base de la fe. Ya que “sin la fe es imposible agradarlo (a Dios)” (Hebr 11, 6).
     La fe católica acoge sin reservas la enseñanza de la Carta de Santiago, donde se lee: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros  les dice: ‘id en paz, abrigaos y saciaos’ pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras está muerta por dentro. Pero alguno dirá ‘tu tienes fe y yo tengo obras’, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe. Tu crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen, y tiemblan” y, luego de aducir el ejemplo de la obediencia de Abraham, agrega, “ya veis, como el hombre es justificado por las obras y no sólo por la fe… Pues lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Hebr 2, 14-19.24.26).
     En el corazón de todo cristiano tiene cabida, y necesariamente, la petición de los Apóstoles a Jesús: “¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5) ; o la del padre del muchacho endemoniado “Creo, Señor, pero ¡ayuda mi incredulidad!” (Mc 9, 24). ¿Quién podría decir que tiene suficiente fe? ¿Quien no descubre en su fe rasgos de debilidad?  ¡Danos, Señor, una gran fe, para poder ver como Tu ves!

    Fe y acción
     En el análisis de la fe pueden descubrirse algunas etapas. La primera es la adhesión intelectual a una verdad, pero sin que esa adhesión implique algún compromiso vital. Muchos de los conocimientos científicos que hemos adquirido a través del testimonio de personas competentes no implican la necesidad de un cambio de conducta o de valores. Son conocimientos que pudieran calificarse de “inertes” o “fríos”. Constituyen un acervo de verdades, cuya influencia, que pudiera ser real, no se percibe en forma concreta y práctica.
     Una segunda etapa corresponde a la comunicación con  alguien que nos habla y nos manifiesta una verdad que constituye una relación interpersonal. En esta etapa la adhesión implica un compromiso ya que la finalidad misma de quien nos habla es crear un vínculo vital. Cuando es Dios quien nos habla, su palabra de verdad nos interpela no sólo para que adhiramos a ella como expresión de la realidad, sino para que le atribuyamos un valor definitivo en nuestro pensamiento, juicio de valor que no puede dejar de tener, en forma mediata o inmediata, una influencia en nuestras acciones.
     Una tercera etapa, la más profunda e importante, acaece cuando quien adhiere a la Verdad comprende que toda su vida y su acción carecen de sentido si no se sitúan en una relación englobante con ella. Esta etapa es la que corresponde a nuestra relación con Dios que es para nosotros la Verdad  y la Vida. En este sentido la fe forma parte de la estructura misma de nuestro ser y constituye un elemento tan basilar que sin él todo lo demás carece de relevancia y de sentido. Tres textos bíblicos ilustran esta etapa. El primero es la afirmación de que “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17, 28); el segundo es que “vivimos para Dios y morimos para Dios; tanto en la vida, como en la muerte, somos del Señor (Rom 14, 8); y el tercero es “yo vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). Son expresiones muy densas    que apuntan con realismo a lo que es la exigencia radical de la fe para todo aquel que desea ser un verdadero  discípulo de Cristo. Exigencia que es  fuente de alegría, ya ahora,  y, en plenitud, en la bienaventuranza eterna.

    Desnaturalizaciones de la fe
      La fragilidad humana suele mezclar elementos espúreos en actividades de suyo nobles y por lo mismo positivas. Eso puede suceder también con la fe. Cuando se desnaturaliza, es decir cuando pierde su verdadera esencia, se obtiene, como resultado, una caricatura deforme que ya no puede cumplir con su función en la vida humana orientada hacia Dios.
     Anotemos algunas de esas distorsiones, unas más graves que otras, pero todas nocivas, y en ciertos casos bastante radicales.
        La incredulidad y el agnosticismo son actitudes que cierran el paso al acto de fe, juzgándolo imposible y haciendo de la duda permanente e insoluble una especie de muro incompatible con la fe. No llegan hasta el límite de rechazar positivamente la fe en Dios y en el mundo sobrenatural, como es el caso del ateismo, pero no ven la posibilidad de afirmar con certeza lo que transciende la experiencia sensorial.
     La parcialización de la fe consiste en establecer divisiones en el objeto de la fe, admitiendo partes de él y negando o desinteresándose de otras. La fe católica, como lo indica esta palabra que significa totalidad e integridad, constituye una unidad indivisible, como es uno e indivisible el designio salvador de Dios. No es posible, católicamente hablando, creer en la Santísima Trinidad y rechazar los Sacramentos o aceptar sólo algunos de ellos; creer en la humanidad de Cristo, pero rechazar su divinidad; creer en el Evangelio, pero rechazar a la Iglesia como instrumento de la salvación.
     La utilitarización de la fe mira a Dios y a sus dones solamente como un recurso en situaciones angustiosas o difíciles, como algo de lo que se puede o debe echar mano sólo en ciertos momentos pero de lo que se puede prescindir en otros en los cuales otras soluciones parecen suficientes, y cuando se acude a Él, no se lo ve como el centro y punto de referencia para toda la vida, hasta en sus detalles cotidianos, sino como una solución a un determinado problema, pero sin mayor compromiso de la vida en su globalidad. Mirar a Dios solamente como unrecurso es rebajarlo al pobre nivel de un instrumento y olvidar que nuestra relación con Él es, ante todo, una relación vida y de amor.
     Una fe temblorosa mira a Dios como quien puede infligirnos duros castigos por nuestros pecados y sitúa la propia existencia en un ambiente de temor. Una tal actitud desconoce la fundamental afirmación cristiana de que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16), y que nuestra respuesta a su amor no puede ser sino la de amarlo. Si el temor tiene alguna cabida en el horizonte  cristiano, es en la medida en que lo único realmente temible es no amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas nuestras capacidades (ver Dt 6, 5; Mt 22, 37; Mc 12, 30; Lc 10, 27), porque amar es Su verdad y también la nuestra.
     La superstición viene a ser un sucedáneo de la verdadera fe, atribuyendo a cosas, objetos o situaciones un poder que no poseen y que sólo pertenece a Dios. En el fondo la superstición tiene alguna semejanza con la idolatría y es vecina a las prácticas mágicas. En las actitudes supersticiosas existe una errónea tentativa de sustituir la confianza en Dios y en su amor misericordioso, con el uso de símbolos o amuletos que serían más eficaces que la bondad omnipotente de Dios, lo que significa tener de Él una idea muy mezquina. Las expresiones de la religiosidad popular no son de suyo manifestaciones supersticiosas, sino la consecuencia de la encarnación del Verbo de Dios, que quiso asumir las realidades materiales para hacerlas instrumentos de sus designios de salvación, los que conciernen al hombre en la integralidad de su ser, compuesto de espíritu y cuerpo.
     Las prácticas adivinatorias son también expresión de flaqueza y debilidad de la fe, ya que se orientan a conocer ansiosamente el porvenir, desconfiando de la providencia de Dios y de su amorosa sabiduría que hace que “todo coopere al bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28), e imaginando que los seres humanos podríamos estar en mejores condiciones para enfrentar los avatares del futuro si supiéramos anticipadamente lo que nos depara. Naturalmente, nada tiene que ver con las prácticas adivinatorias o con el ocultismo el legítimo recurso a los procedimientos técnicos y científicos que nos permiten prever los cambios atmosféricos o el desarrollo de las patologías: son valiosos progresos de la humanidad, realizados con las capacidades que Dios dio al hombre y que  se inscriben en su designio de llamarnos a colaborar con sus obras.

    Conclusión
     El camino de la fe implica una progresiva purificación. Nuestra fe, por la gracia de Dios, debe ir creciendo en profundidad y necesita ir despojándose de no pocas imperfecciones que son como las manchas de la superficie de un cristal que impiden percibir a través de él una imagen nítida, sin deformaciones ni oscuridades.
     Con inmensa confianza en Dios, autor de todo don perfecto (Sant 1, 17), le suplicamos que nos conceda una fe segura y sin incertidumbres; una fe confiada en sus caminos, que no son como los nuestros (Is 55, 8); una fe pura y transparente, que nos permita ver su mano paternal y amorosa en todo lo que acaece, incluso en los hechos ingratos y dolorosos; una fe sólida y potente, capaz de mover montañas (Mt 17, 19); y una fe amorosa que reposa en la certeza de que Él nos ha amado antes de que nosotros lo amáramos a Él, que nos sigue amando cuando lo ofendemos o nos olvidamos de Él, y que nos prepara un lugar (Jn 14, 2) en la Jerusalén celestial (Apc 21, 2) y en las bodas del Cordero (Apc 21, 9), símbolo de la caridad consumada, cuando a la fe y a la esperanza, que son propias de la peregrinación, suceda la caridad (ver 1 Cor 13, 8-13) y Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28).

(Publicado en Humanitas Julio de 2012)

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