Santo Domingo Savio
Un adolescente no mártir canonizado
El 12 de junio de 1954 el papa Pío XII canonizaba a Domingo Savio. El nuevo santo había muerto el 9 de marzo de 1857 sin cumplir aún los quince años. La Causa de su beatificación, que se había introducido en febrero de 1914, al principio despertó cierta oposición por la corta edad de Domingo Savio. No había ningún precedente. Hasta entonces la Iglesia no había canonizado a ningún adolescente que no fuera mártir. ¿Podía un joven de 14 años vivir las virtudes en grado heroico?, se preguntaban no pocos.
Sin embargo, el papa san Pío X consideró que precisamente los pocos años del Siervo de Dios constituía un argumento a favor para que el proceso de canonización siguiera adelante por ser Domingo modelo de nuestra juventud. Al ser recibido en audiencia el postulador de la Causa -cardenal Salotti- por el papa Sarto, a mediados de 1914, el purpurado dijo: Santidad, cuando en febrero se introdujo la Causa de Beatificación, no faltó quien objetara que Domingo Savio era demasiado joven para elevarlo al honor de los altares. Quisiéramos oír su opinión. San Pío X no dudó un instante en dar su parecer: Es una razón más para canonizarlo. ¡Es tan difícil para un joven practicar de un modo perfecto la virtud! La vida que de él escribió don Bosco y que he leído, nos ha dado la idea de un joven ejemplar que merece ser presentado como modelo de perfección. Todo lo que se puede decir de bueno sobre Domingo es poco. Empeñaos en adelantar la Causa. Para la vida sencilla de este santito no se necesita mucho estudio. Por eso, no pierdan ustedes el tiempo. Lleven la Causa con toda solicitud.
En septiembre del mismo año 1914 hay un nuevo papa, Benedicto XV. Al igual que su inmediato predecesor es partidario de que se siga la Causa de Beatificación de ese amable santito de pantalón y chaqueta. Y cuando recibió al cardenal Salotti le comentó: Siendo niño leía con mis hermanitos la vida escrita por don Bosco, ya que mi mamá deseaba que nos sirviera de modelo. Esa vida está llamada a hacer un gran bien. Será tan interesante y más que la de san Luis Gonzaga, porque la juventud moderna ya no gusta de santos austeros y, en cambio, sí leerá con gusto la de ese jovencito que como ellos, le gusta la alegría y el deporte.
El Proceso siguió adelante. Pío XI aprobó el Decreto de heroicidad de las virtudes del adolescente Siervo de Dios, en el cual remarcaba que Domingo Savio fue santo porque quiso serlo, porque supo corresponder generosamente a la Gracia, venciendo los malos ejemplos y las pasiones y tentaciones que él también sentía.
Pío XII lo beatificó el 5 de marzo de 1949.
Infancia
Domingo nació en Riva de Chieri, en el Piamonte (Italia) el 2 de abril de 1842, en el seno de una familia humilde y cristiana. Su padre, Carlos Savio, era herrero-mecánico, y su madre, Brígida Agagiate, modista. El matrimonio había tenido ya otro hijo, pero sólo había vivido quince días. El mismo día de su nacimiento, el niño fue bautizado. Al recibir las aguas bautismales se le impuso el nombre de Domingo. Era toda una premonición. Domingo significa el que está consagrado al Señor.
Aún no ha cumplido dos años Domingo cuando sus padres deciden, por razones de trabajo, trasladarse a Murialdo, aldea de unos cuatrocientos habitantes. Allí la familia irá incrementándose con la venida al mundo de nuevos hijos. La madre, Brígida, se desvive por atender a todos. Pero ella, como la mujer fuerte de la Biblia, se entrega a su esposo y a sus hijos sin que se agoten sus reservas de amor, comprensión y enseñanza.
En Murialdo, Domingo recibe la instrucción primaria. En la escuela es el mejor alumno por su buena conducta y aplicación. El 8 de abril de 1849, recién cumplidos los siete años, Domingo hace su Primera Comunión. En ese memorable día, que en aquel año la Iglesia celebraba la fiesta de la Resurrección del Señor, Domingo, con pluma insegura y mano firme, escribe unos propósitos que cumpliría hasta el final de su vida. Son éstos: 1) Me confesaré muy a menudo y recibiré la Sagrada Comunión siempre que el confesor me lo permita; 2) Quiero santificar los días de fiesta; 3) Mis amigos serán Jesús y María; 4) Antes morir que pecar.
Encuentros en el camino
Terminados los estudios primarios, Domingo debe recorrer a pie diariamente varios kilómetros para trasladarse a Castelnuovo, para cursar el bachillerato. Todos los días se levantaba temprano, rezaba sus oraciones y, después de desayunar, salía contento y feliz hacia Castelnuovo. Pero la salud se resiente. La madre nota a su hijo demasiado pálido, delgado y cansado, y Domingo debe suspender por una temporada los estudios y descansar.
Un día, al regresar del instituto, cuenta a su madre la conversación que había mantenido con una persona cuando iba a Castelnuovo: Mira, mamá, hoy me encontré en el camino con un señor. Me llamó. Yo le respondí que no podía detenerme porque llegaría tarde. Al fin, él insistió y me pareció una falta de educación seguir adelante sin escucharle. “¿Vas a Castelnuovo?”, me preguntó. “Sí -le respondí-, todos los días hago este camino”. Me preguntó enseguida si no me daba miedo caminar solo por esos caminos. Yo me acordé en ese momento lo que tú me enseñaste, mamá. Que el Ángel de nuestra Guarda nos acompaña siempre. Y le respondí: “¡Pero si no voy solo, señor, mi Ángel me acompaña!” Yo estaba apurado y quería seguir, pero él me dijo: -“Mira, no me negarás que es duro y pesado hacer este camino con el sol abrasador del mediodía”. -“Sí, es cierto, me cuesta, pero mi amo me paga por este sacrificio”. -“¿Tu amo? ¿quién es ese señor?” -“Pero, ¿quién va a ser? El buen Dios que no deja sin recompensa ni un vaso de agua que se dé en su nombre”.
En otra ocasión, en un día caluroso de verano, Domingo se encuentra con unos amigos. Éstos han decidido tomarse por su cuenta unas horas de vacaciones para darse un baño en el riachuelo que atraviesa el valle de Murialdo. Uno de los muchachos, José Zucca, invita a Domingo a unirse al plan de ellos. Acompáñanos al río. No te arrepentirás. Hoy faltarán muchos a clase y el maestro ya se lo imagina. Este calor es insoportable. A ti te hará bien. Te hace falta. Estás pálido… Los demás también le animan a que se vaya con ellos.
Domingo duda, pero Zucca acaba por convencerle cuando le dice: Además, Domingo, sabes que estando tú presente nosotros nos portamos mejor. Es una obra buena que haces. Tú lo sabes muy bien. Y Domingo termina dándose un sabroso baño con sus amigos. Pero un pensamiento le vino a la mente: se puede uno bañar en el río y pasar sanamente unas horas agradables. Pero dejar las clases, sin permiso, ¿se puede hacer sin ofender a Dios? Aquel día, cuando volvió a su casa, le contó a su madre lo ocurrido. Y después fue a la iglesia a confesarse lo que él consideró su pecado.
Días después, aquellos compañeros intentaron de nuevo que Domingo les acompañara al río. Pero éste, sereno y decidido, les dijo: ¿Queréis que os diga lo que pienso? Pues os los diré bien claro: he sido engañado una vez, pero fue la primera y la última. No quiero desobedecer a mi madre ni exponerme al peligro de ahogarme o de ofender a Dios. Y os diré que vosotros hicisteis mal en dejar las clases e ir a esos lugares sin permiso de vuestros padres. A Dios no le agradan los hijos desobedientes.
En Mondonio
En febrero de 1853, cuando Domingo tiene ya diez años, sus padres deciden trasladarse a Mondonio. En este nuevo pueblo enseguida conoce al sacerdote José Cugliero, que será su nuevo maestro y amigo. Como en Murialdo, Domingo se dedicará con aplicación a sus estudios, convirtiéndose también aquí en un alumno sobresaliente y en amigos de todos sus compañeros. En veinte años de trabajo en la educación -dirá Cugliero-, jamás he tenido un alumno que se pueda comparar con Domingo
Un día, ya viviendo en Mondonio, Domingo fue acusado injustamente por una cosa que no había hecho. Ocurrió en la escuela. El maestro entró en el aula y al instante notó que la calefacción no funcionaba. Rápidamente se dirigió hacia la estufa para ver si estaba encendida, y con sorpresa vio que alguien la había inutilizado llenándole con piedras y tierra. Enfadado pregunta por el autor de aquella broma de tan mal gusto El silencio que se hizo en la clase lo rompió un alumno que era inteligente y vivo, pero también travieso, que con aplomo dijo: Maestro, cuando nosotros entramos en esta aula, el único que estaba adentro era Domingo Savio. De nuevo la clase quedó en silencio, pero todas las miradas se dirigen a Domingo. Éste baja los ojos y palidece. Comprende que es una dura prueba. Los compañeros que no estaban enterados de la pesada broma no pueden creer que sea él el autor de la trastada. Los verdaderos culpables difícilmente pueden contener la risa.
El maestro lo reprende con dureza y le castiga con severidad. Mereces la expulsión -le dice-. Por ser la primera vez voy a tener consideración contigo. Ve y ponte ahí de rodillas. Domingo, totalmente humillado, cumple el castigo. Al día siguiente, todo se supo, y la inocencia de Domingo quedó patente.
El cardenal Salotti, comentando este hecho, escribió: Vemos aquí el ejercicio heroico de tres virtudes: la humillación libremente aceptada y practicada delante de los compañeros y del maestro; la caridad para con los culpables, cuya culpa acepta; y un inmenso amor a Dios, en cuyo nombre sufre pacientemente la calumnia, que recuerda al Divino Salvador injustamente acusado por los hombres.
Un deseo: ser sacerdote
Desde niño Domingo manifestó su deseo de ser sacerdote. Un buen día se entera Cugliero de la intención de su discípulo de ir a la capital del Piamonte, Turín, para estudiar en el Oratorio de San Francisco de Sales, que era un colegio con internado donde don Bosco preparaba a algunos jóvenes para el sacerdocio, con objeto de que le ayudaran en su trabajo a favor de los niños abandonados de Turín. La alegría del maestro es inmensa y, sin perder tiempo, va a hablar del tema con don Bosco. Éste le habla de un encuentro suyo con el joven en I Becchi, que bien podría tener lugar antes de celebrarse las fiestas de la Virgen del Rosario.
El 2 de octubre de 1854, a muy temprana hora, Domingo, que ha hecho el viaje a I Becchi acompañado de su padre, saluda respetuosamente a don Bosco. Éste aprieta aquella mano temblorosa y mira aquellos ojos de penetrante y candorosa mirada. El chico se presenta: Soy Domingo Savio, de quien le habló mi maestro Cugliero. Venimos de Mondonio. Y enseguida se inicia un interesante diálogo del sacerdote con aquel adolescente de 12 años que ha venido pedirle que la admita en el Oratorio de Turín.
Impaciente, Domingo pregunta: ¿Qué le parece? ¿Me va a llevar a Turín? La respuesta del sacerdote no se hizo esperar: Ya veremos. Me parece que la tela es buena. Un poco sorprendido por la contestación, el joven de nuevo vuelve a preguntar: ¿Y para qué podrá servir esa tela? Don Bosco le responde: Bueno, Domingo, esa tela puede servir para hacer hermosos trajes y regalárselos a Dios Nuestro Señor. Con gran agilidad mental, Domingo dice: Pues bien, yo soy esa tela y usted es el sastre. Lléveme a Turín y haga de mí un buen traje para el Señor.
La conversación se alarga. Hablan de los estudios, de las clases y de la vida pasada. Don Bosco se da cuenta que tiene delante a un joven privilegiado y enriquecido por la gracia divina. Sólo una dificultad ve en el horizonte de la vida del chico, y con franqueza se la comunica: ¿Sabes en qué estoy pensando? Estoy pensando que tu debilidad no te va a permitir continuar los estudios. Pero Domingo, conservando la serenidad, dice: No tenga miedo. El Señor que me ha ayudado hasta ahora me continuará ayudando adelante. Y añade más adelante: Con el favor de Dios pienso ser sacerdote.
Don Bosco, antes de admitirle, quiere probar la capacidad intelectual de Domingo. Para ello le entrega un libro y le señala una página. Estudia hoy esta página y mañana me la traes aprendida, le dice. No fue necesario esperar al día siguiente. Al cabo de un rato, el chico le devuelve el libro y comenta Ya me sé la página. Si quiere se la digo ahora mismo. La sorpresa que se llevó don Bosco fue grande al comprobar que efectivamente Domingo se había aprendido lo que le había señalado.
Don Bosco, impresionado por la evidente santidad de Domingo, lo admite en el Oratorio. El chaval salta de alegría. Con su padre regresa a Mondonio, donde la madre espera con ansiedad recibir la grata noticia. Cuando le comunica el hijo que ha sido admitido, lo besa con los ojos llenos de lágrimas y exclama: ¡Bendito sea Dios!
En el Oratorio de San Francisco de Sales de Turín
El domingo 29 de octubre de 1854, Domingo ingresa en el Oratorio de don Bosco. El Oratorio estaba ubicado en la casa Pinardi , que era baja y vieja, y tenía unos dormitorios angostos, bajos, con piso de piedra y sin ninguna comodidad. El comedor era al mismo tiempo salón de recreo. Pero en medio de aquella gran pobreza, reinaba la alegría y la fraternidad.
Un letrero situado en la oficina de don Bosco llamó la atención de Domingo. En él se leían estas palabras latinas: Da mihi animas coetera tolle. Don Bosco se las traduce: Dame almas y quedaos con lo demás. El joven exclama satisfecho: Ya entiendo, aquí hay un solo problema, el de las almas… es un negocio, no de dinero sino de almas.
Domingo se habituó enseguida al modo de vida del Oratorio y los días se le pasaba rápidos, casi sin darse cuenta. Observaba escrupulosamente el reglamento. Era feliz en aquel ambiente de sencillez, pobreza y alegría. De natural alegre, servicial, generoso, aunque de genio algo violento, no descansa hasta lograr el pleno dominio de sí. Era muy hábil para contar cuentos, lo que le asegura un gran ascendiente con sus compañeros, especialmente con los más jóvenes sobre los que ejerce benéfica influencia y estimulante ejemplo. Poco a poco se va convirtiendo en el alma de los recreos y en el amigo de todos. Juega, dirige los juegos, organiza entretenimientos.
Al poco tiempo de llegar a Turín, Domingo tuvo oportunidad de impedir que dos chicos se peleasen a pedradas. Cuando están a punto de comenzar la pelea, Domingo se presenta en medio de ellos, presentándoles un crucifijo, y les dijo: Antes de empezar, mirad a Cristo y decid: “Jesucristo, que era inocente, murió perdonando a sus verdugos; yo soy un pecador y voy a ofender a Cristo tratando de vengarme deliberadamente”. Después podéis empezar arrojando vuestra primera piedra contra mí. Los dos muchachos, arrepentidos, desistieron de su propósito y se reconciliaron
En otra ocasión, a un muchacho que acaba de blasfemar se le acerca con bondad, lo conduce a la capilla y le dice: Arrodíllate aquí, a mi lado. Mira hacia allá. Ahí donde ves una lamparita, ahí está Cristo. Tú le has ofendido con esa blasfemia tan fea que has pronunciado. Ahora vas a repetir conmigo lo siguiente: “Sea alabado y reverenciado en todo momento el santísimo y divinísimo Sacramento”. El muchacho, bien contrito de su mal proceder, hizo lo que le indicó Domingo.
Al cabo de unos meses de haber llegado Domingo a Turín, don Bosco le permitió a él y a otros alumnos cursar estudios más avanzados fuera del Oratorio, en la misma capital del Piamonte. Es una buena oportunidad que tienen de aprender y de ir formando la propia personalidad. Una vez, un compañero que va con Domingo se detiene en la acera de la calle para ver las carteleras de los salones de espectáculos públicos no muy convenientes, e invita a su acompañante -Domingo- para que también las vea. Éste, sin ningún tipo de respetos humanos, le comenta que él conserva sus ojos para ver algo mucho mejor que eso… para ver las maravillas de Dios; para contemplar el rostro de nuestra Madre en el Cielo.
Los consejos de don Bosco
Una verdadera providencia de Dios fue que Domingo Savio fuese dirigido espiritualmente por don Bosco, pues de otro modo se habría convertido fácilmente en un pequeño fanático. Don Bosco alentaba su alegría, su estricto cumplimiento del deber de cada día y le impulsaba a participar en los juegos de los demás chicos. Aquel sacerdote santo solía decir: La religión debe ser como el aire que respiramos; no hay que cansar a los niños con demasiadas reglas y ejercicios de devoción. Fiel a sus principios, prohíbe a Domingo que hiciese mortificaciones corporales sin permiso expreso, diciéndoles: La penitencia que Dios quiere es la obediencia. Cada día se presentan mil oportunidades de sacrificarse alegremente: el calor, el frío, la enfermedad, el mal carácter de los otros. La vida de escuela constituye una mortificación suficiente para un niño. Bien lo asimila el joven, que más tarde podía decir con verdad: No puedo hacer grandes cosas. Lo que quiero es hacer aun las más pequeñas para la mayor gloria de Dios.
Don Bosco hacía ver a los alumnos del Oratorio en qué consistía la santidad, cuál era la santidad que él quería que cultivaran sus jóvenes. Nada de obras extraordinarias, sino exactitud y fidelidad en el cumplimiento de los propios deberes comunes de piedad y estudio. Y estar siempre alegres. Si es hora de recreo, santidad es correr, saltar, reír y cantar.
En la primavera de 1855 don Bosco predicó a los jóvenes del Oratorio y les habló de santidad. En la plática desarrolló tres ideas: 1) Dios quiere que todos nos hagamos santos. 2) Es cosa relativamente fácil llegar a serlo. 3) Hay un gran premio en el Cielo para el que se haga santo. Domingo quedó impresionado y empezó a soñar con la santidad. En su corazón habían quedado grabadas las palabras de don Bosco: Debes hacerte santo. Tienes que ser santo. Dios lo quiere. Pero otra voz le repetía: Tú no lo podrás. No lo podrás. Él, un joven flaco, débil, pálido, sin salud, no tendría fuerzas para hacerle frente a una empresa tan grande, como la santidad.
Estando Domingo sumido con estos pensamientos, llegó el día de la Natividad del Precursor del Señor, día onomástico de don Bosco, que como todos los años se celebraba en el Oratorio. Don Bosco, en un gesto de correspondencia por el afecto que recibía de los jóvenes, les dijo: Escriba cada uno en un papelito el regalo que desea recibir de mí. Os aseguro que haré lo posible por contentaros.
Las peticiones eran muy variadas. Había una -la de Domingo Savio- que era escueta. En su papelito no había más que cuatro palabras: Ayúdeme a hacerme santo. Don Bosco tomó en serio aquella petición. Llamó a Domingo y le dijo: Quiero regalarte la fórmula de la santidad. Hela aquí: Primero: alegría. Lo que conturba y quita la paz, no viene de Dios. Segundo: tus deberes de clases y de piedad. Atención en la escuela, entrega al estudio, entrega a la piedad. Todo ello por amor al Señor y no por ambición. Tercero: hacer el bien a los demás. Ayuda siempre a tus compañeros, aunque te cueste algún sacrificio. En eso, está toda la santidad.
La Compañía de la Inmaculada
El celo apostólico y el espíritu de iniciativa de Domingo le llevaron a fundar una asociación, un grupo apostólico para ayudar a los internos del Oratorio, que en 1856 eran 153, 63 estudiantes y 90 artesanos.
Cuando le vino a la mente la idea de formar un grupo de pequeños apóstoles en medio de la masa de los otros, consultó con sus amigos -Miguel Rúa, Juan Cagliero, Francisco Cerruti, Juan Massaglia, Camilo Gavio, José Bongiovanni, Celestino Durando- y todos están dispuestos a hacerse socios activos y a prestarle toda su colaboración. Sobre todo Rúa y Bongiovanni tomaron el asunto con el mayor interés. El grupo se reúne para elaborar los estatutos y demás elementos necesarios para el mejor funcionamiento.
El reglamento constaba de 21 artículos. Los socios se comprometían a ser mejores, con la protección de la Virgen y la ayuda de Jesús Eucarístico; a ayudar a don Bosco convirtiéndose, con prudencia y delicadeza, en pequeños apóstoles entre los compañeros; a esparcir alegría y tranquilidad en derredor. El último artículo resumía el espíritu de la asociación: Una sincera, filial, ilimitada confianza en María, una ternura singular con Ella, una devoción constante nos harán superiores a toda dificultad, tenaces en los propósitos, severos con nosotros mismos, amables con el prójimo y exactos en todo.
Don Bosco vio con agrado la formación de este grupo espontáneo debido a la iniciativa de los muchachos y aprobó la asociación, quedando ésta definitivamente constituida el 8 de junio de 1856 con el nombre de Compañía de la Inmaculada, con una breve ceremonia ante el altar de la Virgen en la iglesia de San Francisco de Sales.
El grupo ayudó a don Bosco en trabajos tan necesarios como la limpieza de los pisos y el cuidado de los muchachos difíciles: los indisciplinados, los fáciles a decir palabrotas y pegarse. También los socios de la Compañía de la Inmaculada se ocupaban de los que se incorporaban al Oratorio, los recién llegados. Les ayudaban a pasar alegremente los primeros días, mientras no conocían a ninguno, ni sabían los juego, hablaban en el dialecto de su pueblo y sentían nostalgia.
La Sagrada Escritura elogia la amistad. El que encuentra un buen amigo, ha encontrado un tesoro (Si 6, 14). Y en el Oratorio todos eran amigos de Domingo, pues éste tenía una facilidad para hacerse querer por los demás, entablar amistad. Siempre procuraba ayudar a sus compañeros.
En 1859, cuando don Bosco decidió fundar la Congregación de los Salesianos, organizó una reunión; entre los veintidós presentes se hallaban los iniciadores de la Compañía de la Inmaculada. Domingo Savio no estaba, pues había muerto dos años antes.
La fuerza de la amistad
En una ocasión, Domingo ve a un chico apoyado en una columna y que está triste y solo. Se le acerca. ¿Cómo te llamas?, le preguntó. Francisco Cerruti, fue la respuesta. Y comenzaron a charlar. En ese momento, con motivo de ese encuentro, surgió una amistad duradera.
Parecido es el caso de Camilo Gavio. Este joven había venido a Turín para hacer estudios de pintura y escultura, para los que tenía unas estupendas aptitudes. Don Bosco lo había admitido en el Oratorio dándole la posibilidad de ir a la ciudad para cursar sus estudios. En los primeros días Camilo estaba triste y abatido, pues todo comienzo es difícil. Además, el aspirante a artista había padecido una afección cardíaca que lo puso al borde del sepulcro y de cuando en cuando tenía sus momentos depresivos. Todo esto, unido al hecho de estar lejos de su casa, y en un ambiente nuevo, la tristeza se hacía insoportable. Domingo lo vio caminar cabizbajo por el patio y, sin pensarlo dos veces, se le acercó y entablaron un diálogo. Fue el inicio de una amistad maravillosa y profunda.
La amistad con Domingo transformó a Camilo. Era otro gracias a la ayuda espiritual y a los buenos consejos de su amigo. Una vez que le preguntó a Domingo cómo podría hacerse santo en el Oratorio, recibió por respuesta: Nosotros aquí hacemos consistir la santidad en estar siempre muy alegres.
La dolencia cardíaca de Camilo Gavio reapareció pronto y lo obligó a suspender sus estudios. No le faltó en aquellos momentos tan difíciles de la enfermedad la compañía y el consuelo de Domingo.
A finales de diciembre de 1856, después de recibir los santos sacramentos, Camilo murió santamente. Domingo lloró desconsolado la muerte del amigo, pero con una gran conformidad, y como se lo había prometido rezó mucho por su alma.
Otro de sus amigos más íntimos era Juan Massaglia. Éste había entrado en Oratorio de don Bosco con 15 años de edad, un curso antes que Domingo. Nada más conocerse entablaron una sana y sincera amistad. Nosotros vamos a ser sacerdotes -le decía Domingo-, y debemos prepararnos bien desde ahora. Vamos a corregirnos mutuamente nuestros defectos. Cualquier falta que notemos entre nosotros nos la decimos con entera confianza.
Massaglia gozaba de buena salud y estaba siempre alegre. Pero un sorpresivo mal hizo que en muy poco tiempo su vida terrena llegara a su fin. Todo comenzó con una simple gripe que no desaparecía. Al no ver mejoría en la salud de Juan, don Bosco decidió enviarlo a la casa de sus padres para que allí pudiera estar mejor atendido. Lo que pareció un simple mal se transformó rápidamente en la enfermedad que habría de llevarlo a la tumba. Massaglia murió santamente el 20 de mayo de 1856. Había cumplido los 18 años de edad. Dejó una profunda impresión en todos los que asistieron a su agonía.
Dura y dolorosa fue la pérdida de este amigo para Domingo, que lo lloró con bastante desconsuelo durante varios días, y pasaba largos ratos en la iglesia orando por el alma de Massaglia. Estando ya enfermo de gravedad, Juan escribió una carta a Domingo, que hizo pública don Bosco en la biografía que escribió de Domingo Savio.
Querido amigo: Pensaba permanecer solamente algunos días en mi casa y volver pronto al Oratorio por cuya razón dejé allí todos mis libros; pero veo que las cosas van despacio y el resultado de mi enfermedad es cada día más incierto. El médico me dice que voy mejorando. A mí me parece que estoy empeorando. Veremos quién tiene razón.
Querido Domingo, estoy sumamente afligido por hallarme lejos de ti y del Oratorio, y porque no tengo comodidad de cumplir con mis prácticas de piedad. Únicamente me consuela el recuerdo de aquellos días que pasábamos juntos preparándonos para acercarnos a la santa comunión. Espero, sin embargo, que, si estamos separados por el cuerpo, no lo estemos por el espíritu. Te ruego entre tanto que tengas la bondad de ir hasta el salón de estudio y revises mi pupitre. Allí encontrarás algunos cuadernos y el “Kempis”, o sea, “De imitatione Christi” (La imitación de Cristo). Haz un paquete con todo y mándamelo. Fíjate bien que este libro está escrito en latín, pues aunque me agradaba la traducción, es siempre una traducción, y no encuentro ahí el gusto que pruebo en el original latino. Estoy aburrido de no hacer nada. Con todo, el médico me tiene prohibido estudiar. Doy vueltas por mi cuarto y a menudo digo entre mí ¿sanaré de esta enfermedad? ¿veré nuevamente a mis compañeros? ¿será ésta mi última enfermedad? Sólo Dios lo sabe. Creo de todos modos que estoy preparado y dispuesto en los tres casos a hacer la santa voluntad de Dios. Si tienes algún consejo, no dejes de escribírmelo. Dime cómo estás de salud y acuérdate de mí en tus oraciones, especialmente cuando recibas la santa comunión. Ánimo, amigo mío. Cuento con tu amistad sincera y de todo corazón. Si no podemos vivir por largo tiempo en la tierra, si podemos vivir felices en agradable compañía en el Cielo.
Saludos a nuestros amigos y especialmente a los socios de la Compañía de la Inmaculada. El Señor esté contigo y créeme siempre tu afmo. Juan Massaglia.
Domingo cumplió fielmente con el encargo del amigo y lo acompañó con la siguiente carta:
Querido Massaglia: Muy grata me ha sido tu carta, porque desde tu partida no teníamos noticias tuyas, y yo no sabía si rezar el “Gloria Patri” o el “De Profundis”. Ahí van los objetos que me pides. Sólo debo notarte que el “Kempis” es un buen amigo, pero que, como está muerto, en donde lo ponen allí se queda. Es, pues, preciso que tú lo busques, lo sacudas y lo leas, haciendo lo posible por poner en práctica los consejos que ahí encuentres. Suspiras por la comodidad que tenemos nosotros aquí para cumplir nuestras prácticas de piedad. Y tienes razón. Cuando voy a Mondonio, me aflige a mí la misma pena. Procuro entonces suplir esta deficiencia, haciendo cada día alguna visita a Jesús Sacramentado y llevando conmigo a cuantos compañeros puedo. Además del “Kempis” leo el “Tesoro Escondido de la Santa Misa ”, del beato Leonardo (San Leonardo de Porto Maurizio). Si te parece, haz tú lo mismo.
Me dices que no sabes si volverás a verme en el Oratorio. Pues bien, haz de saber que el armazón de mi cuerpo está también muy deteriorado, y todo presagia que me acerco rápidamente al término de mis estudios y de mi vida. De todos modos, hagamos así: roguemos mutuamente el uno por el otro para que ambos podamos tener una buena muerte. El primero que muera le prepara un puesto al amigo y le dará la mano para que suba al Cielo.
Dios nos conserve siempre en su santa gracia y nos ayude a santificarnos pronto, porque temo que nos falte tiempo. Todos nuestros amigos suspiran por tu vuelta al Oratorio y te saludan afectuosamente en el Señor. Tu afectísimo, Domingo Savio.
Una muerte santa
Tras las vacaciones escolares de 1855, en octubre, Domingo regresa al Oratorio. Don Bosco lo ve desmejorado y le pregunta: ¿No has descansado durante las vacaciones? El chico responde a la vez que pregunta: Sí, don Bosco, ¿por qué lo dice? El sacerdote le comenta su aspecto: Estás descolorido. ¿Cómo es eso? Y el chaval, sin darle mayor importancia, contesta: Tal vez el cansancio del viaje…
Pero no era un cansancio pasajero. Los ojos hundidos y brillantes, el rostro pálido y demacrado decían bien a las claras que la salud de Domingo no era buena. Don Bosco tomó sus medidas: Este año no irás a clase a la ciudad. Salir con la lluvia y la nieve no te iría bien. Irás a clase con don Francesia, aquí en casa. Así podrás descansar un poco más por la mañana. Y modérate en el estudio: la salud es un don de Dios y no debemos gastarla.
Domingo aceptó. Pocos días después, dándose cuenta de la precariedad de su salud, dijo a don Bosco: Ayúdeme a hacerme santo deprisa.
El invierno de 1857 es especialmente frío en Turín. Domingo enferma. Una tos profunda le sacude y sus fuerzas disminuyen con rapidez. Don Bosco, preocupado, avisa al médico, profesor Vallauri. Éste, después de ver al joven paciente, dice: La complexión delicada y la tensión de espíritu continua son como limas que desgastan la vida. Y aconseja que Domingo vaya a respirar los aires nativos y suspenda por algún tiempo los estudios.
Al enterarse de la decisión del médico, Domingo se resignó. El domingo 1 de marzo de 1857 se despedía de sus compañeros. Le costaba dejar los estudios, los amigos, y especialmente a don Bosco. Su deseo era acabar sus días en el Oratorio. Antes de partir le dice a don Bosco: Dígame: ¿qué puedo hacer aún por el Señor? El sacerdote, emocionado, le contesta: Ofrécele a menudo tus sufrimientos. Pero al joven no le parece suficiente: Y ¿qué más? Don Bosco añade: Ofrécele también tu vida.
Don Bosco ve alejarse el carruaje que se lleva a Domingo, en compañía de su padre, a Mondonio. Consciente era que se había marchado su mejor alumno, el santito que la Virgen había regalado al Oratorio durante tres años.
Por la tarde, llegaba Domingo a Mondonio. Su madre y sus hermanos salieron a recibirlo con alegría. Los primeros cuatro días los pasó bien y sin guardar cama. Sin embargo, su padre quiso llevarlo a la consulta médica, pues había perdido el apetito y una tos persistente le molestaba día y noche. El médico ordenó reposo absoluto y, para curarle lo que creía que era una pulmonía le aplicó una serie de sangrías. Mejoró algo. El médico estaba optimista y confortaba a la familia diciéndole que prácticamente el mal estaba vencido, pero Domingo pensaba otra cosa. Apenas se fue el médico, pidió recibir la Unción de enfermos. Se la administró el párroco, que también le dio la Bendición Papal.
Domingo consuela a su madre: No llores mamá… que yo me voy al Cielo. Y al párroco le dice: Antes de irse, déjeme un recuerdo. El sacerdote edificado e impresionado ante tanto espíritu de sacrificio, no sabe qué decir: ¿Qué quieres, Domingo, que te diga? Acuérdate de la Pasión de Cristo. Y Domingo exclama: ¡Ah, la Pasión! ¡Siempre la llevo en mi mente! Momentos después pide a su padre su libro de oraciones. Éste lee las oraciones de los agonizantes. Domingo responde con claridad y devoción: Jesús misericordioso, ten piedad de mí.
El lunes 9 de marzo la vida de Domingo llega a su fin. Algunos jóvenes y niños a quienes se les permite entrar en la habitación donde está el enfermo, pasan en silencio y recogimiento a contemplar por última vez el rostro con vida del amigo. Domingo está dormido. A su lado, su padre. De pronto, abre los ojos y apenas puede susurrar: Adiós, papá… El párroco me dijo una cosa…, pero no puedo recordarla. Con una sonrisa de gozo, añade: Estoy viendo cosas maravillosas. Y con estas palabras expiró. Eran las diez de la noche.
Fama de santidad
La noticia de su muerte corrió con celeridad por todas partes. En el Oratorio, compañeros y amigos lloran inconsolables la muerte del amigo. La celebración de la Santa Misa ofrecida por don Bosco en sufragio de su alma contó con la presencia fervorosa de familiares y amigos. Todos repetían: Ha muerto un santo. El entierro tuvo lugar el 11 de marzo. Su cuerpo fue depositado en el cementerio de Mondonio. Años después se trasladó a la Basílica de María Auxiliadora de Turín.
En vida, fiel a la gracia, el Señor le otorgó favores místicos que se tradujeron en un mayor ejercicio de virtudes e incluso de apostolado impropio de sus pocos años. Una vez muerto, rápidamente crece su fama de santidad con una sucesión de favores extraordinarios. Al mes de fallecido se aparece, glorioso, a su padre, y algo más tarde a don Bosco, al frente de una legión de almas triunfantes.
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