De la Homilía de
JUAN PABLO II
en la parroquia de
Santa Mónica, (Ostia)
el 8 de mayo de 1983
1. Fidelidad al Evangelio
La lectura de hoy del Evangelio de San Juan hace referencia al discurso de adiós del Cenáculo el Jueves Santo, cuando Cristo anunció su partida a los Apóstoles para prepararles a este hecho.
Al anunciar su marcha de esta tierra a los Apóstoles, Cristo dice así: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Pensad en el significado y fuerza de la enseñanza que transmitió Cristo durante su misión mesiánica en la tierra. Dicha enseñanza nos une perennemente no sólo a nuestro Redentor, sino también al Padre: “La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn 14,24).
Por tanto con la fuerza de esta enseñanza el Padre viene a quienes la siguen, viene a la Iglesia el Hijo junto con el Padre y el Padre junto con el Hijo.
La fidelidad a la enseñanza que nos ha transmitido Cristo es la fuente de la relación vivificante con el Padre a través del Hijo.
Dejada la tierra, Cristo sigue en unión constante con su Iglesia a través de la enseñanza transmitida a los Apóstoles.
Por esto precisamente es tan fundamental para la Iglesia observar con fidelidad dicha enseñanza. De este empeño rinde testimonio el primer Concilio Apostólico. El afán de los sucesores de los Apóstoles no es otro que el de que la Iglesia se mantenga en la enseñanza que Cristo le transmitió y que a través de la fidelidad a la enseñanza “moren” en la comunidad de los fieles el Padre junto con el Hijo.
2. La función del Espíritu Santo
El segundo pensamiento del Evangelio de hoy está relacionado con el Espíritu Santo: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26).
De modo que por segunda vez oímos hablar de “enseñanza”. Sabemos ya cuál es el significado de esta enseñanza verdadera transmitida por Cristo a la Iglesia a fin de unirla con el Padre y el Hijo. Esta enseñanza y esta doctrina han sido confiadas a los Apóstoles y a sus sucesores. Pero al mismo tiempo el Espíritu Santo que manda el Padre en nombre del Hijo custodia a la manera divina la misma doctrina y su misma enseñanza. El Espíritu enseña a la Iglesia de modo invisible y conserva en la memoria y en la enseñanza de la Iglesia todo lo que Cristo transmitió a los hombres de parte del Padre.
Por medio de lo que es el Espíritu Santo junto a la Iglesia y a través de la ayuda que Él presta a su enseñanza, el Padre y el Hijo pueden “morar” siempre en las almas de los fieles.
3. El Espíritu Santo, “morada en las almas”
El tercer pensamiento del Evangelio nos habla de la marcha del Maestro que podía levantar inquietud y temor en el corazón de los Apóstoles. Cristo sale al encuentro de tal inquietud y temor diciendo: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27). Y al mismo tiempo les da seguridad:
“Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).
Les da la paz cuando son ya inminentes los acontecimientos que les iban a sacudir hondamente.
Les da esa paz que el “mundo no puede dar”, precisamente gracias al hecho de que Él se va al Padre. Esta marcha es el comienzo de la nueva venida del Espíritu Santo:
“Habéis oído que os he dicho: "Me voy y volveré a vosotros." Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14,28).
Esta separación marca el comienzo de la venida permanente de Cristo en el Espíritu Santo.
A quien sigue sus enseñanzas viene el Padre junto con el Hijo y ambos establecen su morada en ellos.
Y el Espíritu Santo, custodiando esta enseñanza en la inteligencia y en el corazón de los discípulos, hace que Cristo esté siempre con su Iglesia. Y el Padre está siempre con ella por medio de Cristo.
Precisamente en esto reside la fuente de la paz de la Iglesia aun en las experiencias, sobresaltos y persecuciones más fuertes. A veces el corazón humano se altera y teme, pero la Iglesia se mantiene en la paz divina que le dio Cristo a la hora de partir.
Y todos los días en la Santa Misa , la Iglesia recuerda esta paz. Pide esta paz para sí y para los hombres.
Esta paz es también un gustar anticipado de la paz perfecta y felicidad de la Ciudad Santa de que se habla en la segunda lectura. Dicha Ciudad Santa, la Jerusalén que desciende de Dios, contiene en sí la plenitud de la gloria divina. Es asimismo el destino eterno del hombre y la realización cumplida de la Iglesia terrena.
Oremos ardientemente con las palabras del Salmista: “El Señor tenga piedad y nos bendiga,/ ilumine su rostro sobre nosotros;/ conozca la tierra tus caminos,/ todos los pueblos tu salvación” (Sal 66).
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