lunes, 20 de febrero de 2017

La crisis de la familia y los sacramentos - Card. Camilo Ruini

La comunión a los divorciados en nueva unión no es posible

El Magisterio es claro y no es modificable
La célula básica de la sociedad, que es la familia, está atravesando un período de evolución extraordinariamente rápido. Ahora parecen obvias las relaciones prematrimoniales y casi normales los divorcios, muy a menudo como resultado de la ruptura de la fidelidad conyugal. Nos alejamos así de la tradicional fisonomía familiar, en los países y civilizaciones signadas por el cristianismo.
En las últimas décadas, entonces, al menos en Occidente, caminamos hacia territorios inexplorados. Han ganado terreno, de hecho, las ideas de «género» y «matrimonio homosexual».
En la raíz de todo esto se halla la primacía y casi la absolutización de la libertad individual y el sentimiento personal. Así, la relación de parentesco debe ser flexible a voluntad y no rígida, hasta desaparecer o a ser prácticamente irrelevante.
En la misma lógica de que esta vinculación debe ser accesible a todo tipo de pareja, basado en la demanda de la plena igualdad que no acepta ninguna diferencia, vemos especialmente las que se relacionan con una voluntad externa, ya sea humana (leyes civiles) o divina (ley natural).
Sin embargo, permanece todavía fuerte y generalizado, el deseo de tener una familia y una familia estable: deseo que se traduce en la realidad de muchas familias «normales» y muchas familias auténticamente cristianas. Estas últimas son una minoría, pero consistente y suficientemente motivada.

La sensación de que la familia así entendida está desapareciendo es en gran parte el resultado de la distancia entre el mundo real y el mundo virtual construido por los medios de comunicación, aunque no debemos olvidar que este mundo virtual de gran alcance influye poderosamente sobre los comportamientos reales.
Pero ante una mirada equilibrada y serena aparecen como poco razonables el pesimismo unilateral y la resignación sobre la familia y su futuro. Esto es válido asimismo para la pastoral de la familia, asumiendo la actitud del Concilio hacia los nuevos tiempos, que se puede resumir en la combinación de hospitalidad y reorientación hacia Cristo el Salvador.
Específicamente, en Gaudium et Spes, n. 47-52, hallamos un nuevo enfoque sobre el matrimonio y la familia, atendiendo aspectos mucho más personales pero sin romper con el concepto tradicional.
También las catequesis sobre el amor humano de San Juan Pablo II y la exhortación apostólica «Familiaris consortio» constituyeron una gran profundización, que abre nuevas perspectivas y direcciones para muchos de los problemas actuales. Aunque estas catequesis no pudieran ocuparse explícitamente de los temas más recientes y radicales como la teoría de «género» y la unión entre personas del mismo sexo, aportan sin embargo ya, en gran parte, la base para afrontarlos.
Sin duda, la práctica pastoral no siempre ha estado a la altura de estas enseñanzas -y quizá nunca puede estarlo completamente-, pero ha habido movimientos en esa línea con resultados importantes: también son su fruto, de hecho, nuestras jóvenes familias cristianas.
Ahora, con el Papa Francisco, tenemos dos sínodos sobre los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la nueva evangelización, y después el consistorio de febrero que ya ha entrado en el tema: un paso más en este camino y reorientación, que toda la iglesia está llamada a recorrer con confianza.
La óptica de los dos sínodos debe ser claramente universal y ningún área geográfica o cultural puede esperar que se centren sólo en sus problemas.
En esas circunstancias, para Occidente las cuestiones más relevantes parecen ser las más radicales surgidas en las últimas décadas. Ellas nos obligan a repensar y reutilizar, a la luz del Evangelio de la familia, el significado y el valor del matrimonio como alianza de vida entre un hombre y una mujer, orientada hacia el bien de ambos y a la generación y educación de los hijos, lo cual es de decisiva relevancia social y pública.
Aquí la fe cristiana debe mostrar una verdadera creatividad cultural, que no se pueden producir automáticamente pero pueden estimularse en los creyentes y los que advierten que lo que está en juego es una dimensión humana fundamental.
Sin embargo, estos puntos nos siguen interpelando y parecen agudizarse cada vez más derivando hacia otras cuestiones, ya afrontadas repetidamente por el Magisterio. Entre estos temas recurrentes, tenemos el tema de los divorciados en nueva unión.
La «Familiaris consortio», en el Nº 84, ya indica la actitud a tomar: no abandonar a quienes están en esta situación, pero tener especial cuidado, comprometiéndose a proporcionarles los medios de salvación que da la Iglesia. Ayudarlos a no considerarse separados absolutamente de ella y asistir de hecho a su vida. Discernir bien, también, ciertas situaciones, particularmente los de cónyuges abandonados injustamente frente a aquellos que han destruido su matrimonio culpablemente.
La misma «Familiaris consortio» reitera, sin embargo, la práctica de la iglesia, «fundada en las Escrituras», de «no admitir a personas divorciadas en nueva unión a la comunión eucarística». La razón básica es que «su estado y condición de vida contradicen objetivamente la unión de amor que existe entre Cristo y la iglesia, que es significada y efectuada por la Eucaristía».
No se cuestiona aquí su culpa personal, sino el estado objetivo en que se encuentran. Por eso el hombre y la mujer que por graves motivos, tales como crianza de los niños, no puede satisfacer la obligación de separarse, para recibir la absolución sacramental y acercarse a la Eucaristía deben asumir «el compromiso de vivir en continencia completa, es decir, abstenerse de actos conyugales».
Se trata sin duda de una tarea muy difícil, que de hecho es asumida por muy pocas parejas, mientras que hay un número creciente de divorciados en una nueva unión conyugal.
Se buscan sin embargo, hace tiempo, otras soluciones. Una de ellas, pero manteniendo firme la indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, cree que puede permitirse a las personas divorciadas en nueva unión recibir la absolución sacramental y la Eucaristía, con precisas condiciones  pero sin tener que abstenerse de los actos conyugales. Esta sería una segunda tabla de salvación ofrecida según el criterio de «epikeia» para unir la verdad y la misericordia.
Sin embargo este camino no se puede recorrer, principalmente porque se trata de un ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio, dada la persistencia del matrimonio anterior, rato y consumado. En otras palabras, los vínculos originarios seguirían existiendo pero en el comportamiento de los fieles y en la vida litúrgica se procedería como si no existieran. Por lo tanto nos enfrentamos a una cuestión de coherencia entre la práctica y la doctrina y no sólo a un problema disciplinar.
En cuanto a la «epikeia» y a la función de «aequitas» (equidad) canónica, son criterios muy importantes en el ámbito de las normas humanas y puramente eclesiales pero no se pueden aplicar a normas de derecho divino, sobre los cuales la Iglesia no tiene ningún poder discrecional.
En apoyo de la hipótesis anterior se pueden proporcionar ciertamente soluciones similares a las propuestas por algunos Padres de la Iglesia que incidan en cierta medida en la práctica, pero jamás se ha obtenido el consenso de los Padres ni han sido de ningún modo doctrina o disciplina común de la Iglesia (Cf. carta de la Congregación para la doctrina de la Fe a los obispos de la iglesia católica sobre la recepción de la Sagrada comunión por los divorciados en nueva unión, del 14 de noviembre de 1994, n.4). En nuestro tiempo, cuando, para la introducción del matrimonio civil y del divorcio, el problema fue planteado en términos actuales, a partir de la encíclica Casti connubii de Pío XI, ha habido una posición clara, constante y coherente del magisterio, que va en la dirección opuesta y no parece modificable.
Se puede objetar que el Concilio Vaticano II, sin violar la tradición dogmática, ha procedido a nuevos desarrollos en temas como el de libertad religiosa, sobre el cual existían encíclicas y decisiones del Santo Oficio que parecían impedirlos.
Pero la comparación no es convincente porque sobre el derecho a la libertad religiosa se ha producido una verdadera profundización conceptual, llevando este derecho a la persona como tal y a su dignidad intrínseca, y no a la verdad concebida abstractamente, como se hizo anteriormente.
La solución propuesta para los divorciados en nueva unión no se basa en una profundización similar. Los problemas de familia y el matrimonio tienen un impacto también en la vida cotidiana de las personas de una manera incomparablemente mayor y más concreta que el fundamento de la libertad religiosa, cuyo ejercicio, en los países tradicionalmente cristianos, ya antes de Vaticano II en gran medida seguía estando asegurado.
Por lo tanto debemos ser muy cautelosos en relación con el matrimonio y la familia y las posiciones que propone el Magisterio hace ya mucho tiempo y de manera suficientemente autorizada; de lo contrario serían muy graves las consecuencias sobre la credibilidad de la Iglesia.
Eso no quiere decir que se excluya una posibilidad de desarrollo de la búsqueda de soluciones. Un camino que parece viable es el de los procesos de revisión de nulidad matrimonial: se trata de hecho de normas de derecho eclesial, y no de derecho divino.
Pero hay que examinar entonces la posibilidad de sustituir el proceso judicial por un procedimiento administrativo y pastoral, para aclarar la situación de la pareja delante de Dios y la Iglesia. Es muy importante, sin embargo, que cualquier cambio de procedimiento no sea un pretexto para que se introduzca de manera subrepticia lo que en realidad serían divorcios: una hipocresía de este tipo sería un daño muy grave para toda la Iglesia.
Un problema que va más allá de los aspectos de procedimiento es el de la relación entre la fe de los contrayentes y el Sacramento del matrimonio.
La «Familiaris consortio», nº 68, con razón, se centra en las razones que inducen a creer que la persona que busca el matrimonio canónico tiene fe, aunque esté en grado débil y haya que  redescubrirla, reforzarla y llevarla a la madurez. Subraya asimismo que hay razones sociales que pueden lícitamente incidir en la solicitud para esta forma de matrimonio. Es suficiente, por lo tanto, que los novios «por lo menos implícitamente acepten lo que la Iglesia intenta hacer cuando celebra el matrimonio».
Querer establecer criterios adicionales para la admisión a la celebración, que se relacionan con el grado de fe de los contrayentes, comportaría más bien serios riesgos, pudiendo pronunciarse juicios infundados y discriminatorios.
De hecho, sin embargo, hoy por desgracia son muchos los bautizados que nunca han creído o que ya no creen en Dios. Se plantea entonces la cuestión de si ellos pueden válidamente contraer un matrimonio sacramental.
En este punto sigue siendo fundamental la introducción del cardenal Ratzinger al folleto «La pastoral de los divorciados en nueva unión» publicada en 1998 por la Congregación para la doctrina de la fe.  Ratzinger (introducción, III, 4, pp. 27-28) cree que debemos aclarar «si cada matrimonio entre dos bautizados «ipso facto» es un matrimonio sacramental». El código de derecho canónico lo afirma (Canon 1055 § 2), sin embargo, como observa Ratzinger: el propio Código dice que esto se aplica para la validez de un contrato matrimonial y en este caso es precisamente la validez al ser en cuestión. Ratzinger ha añadido: «a la esencia del Sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión jurídica acerca de qué evidencia existirá de “ausencia de fe”, con la consecuencia que no se realice un Sacramento». Por lo tanto se establece que si realmente no hay fe, no habría tampoco Sacramento del matrimonio.
Con respecto a la fe implícita, la tradición escolástica referente a Hebreos 11, 6 («quien se acerca a Dios debe creer que él existe y que recompensa a los que le buscan»), requiere por lo menos la fe en un Dios remunerador y Salvador.
Me parece sin embargo que esta tradición debe actualizarse a la luz de la enseñanza del Vaticano II, en base a la cual pueden alcanzar la salvación que requiere la fe también «todos los hombres de buena voluntad en cuyos corazones la gracia trabaja invisiblemente», incluyendo aquellos que se consideran ateos o no poseen un conocimiento explícito de Dios (cf. Gaudium et spes, 22; Lumen gentium, 16).
De todos modos esta enseñanza del Concilio de ninguna manera implica una salvación automática y una disminución de la necesidad de la fe: pone el énfasis no en un reconocimiento intelectual abstracto de Dios, sino en una adhesión a Él, aunque sea implícita, como una opción fundamental de nuestra vida.
A la luz de este criterio, en la situación actual son quizás aún más numerosos los bautizados que realmente no tienen fe y por lo tanto, no puede contraer válidamente el matrimonio sacramental. 
Parece entonces realmente oportuno y urgente empeñarse en esclarecer la cuestión jurídica  de «la evidencia de ausencia de fe» que haría inválido el matrimonio sacramental y que impediría a los bautizados no creyentes a contraer tal matrimonio en el futuro.
No debemos ocultar, por otra parte,  que se abre así el camino a cambios muy profundos y a un montón de dificultades, no sólo para la pastoral de la iglesia sino también para la situación de los bautizados no creyentes.
Está claro que, como cada persona, ellos tienen derecho al matrimonio, que contraerían de forma civil. La mayor dificultad no radica en el peligro de comprometer la relación entre el orden civil y el derecho canónico: su sinergia se ha vuelto ya muy débil y problemática, por el progresivo abandono de la unión civil, de aquellos requisitos esenciales del propio matrimonio natural.
El compromiso de los cristianos y de cuantos son conscientes de la importancia humana y social de la familia basada en el matrimonio, más bien debe dirigirse a ayudar a los hombres y mujeres de hoy a descubrir el significado de aquellos requisitos. Ellos se basan en el orden de la creación y precisamente por eso son válidos para siempre y pueden concretizarse de formas diferentes, adaptadas a los tiempos más diversos.
Me gustaría terminar invocando la intención común que anima a quienes intervienen en la discusión sinodal: mantener juntos, en la pastoral de la familia, la verdad de Dios y del hombre con el amor misericordioso de Dios por nosotros, que es el corazón del Evangelio.
Cardenal Camilo Ruini


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