Martirio de
san Policarpo
según la versión antigua latina (año 155)
La Iglesia de Dios, establecida en Esmirna, a la Iglesia de Dios
establecida en Filadelfia, y a todas las partes de la Iglesia santa y católica
extendida por todo el mundo; la misericordia, la paz y el amor de Dios Padre y
Nuestro Señor Jesucristo sobreabunde en vosotras.
Os escribimos relatándoos el martirio de nuestros hermanos, y, en
especial, del bienaventurado Policarpo, quien, con el sello de su fe, puso fin
a la persecución de nuestros enemigos. Todo lo sucedido fue ya anunciado por el
Señor en su Evangelio, en el cual se halla la regla de conducta que hemos de
seguir. Según, El, por su permisión, fue entregado y clavado en la cruz para
salvarnos.
Quiso que le
imitáramos, y El fue el primero de entre los justos que se puso en manos de los
malvados, mostrándonos de ese modo el camino que habíamos de seguir, y así,
habiéndonos precedido El, no creyéramos que era demasiado exigente en sus
preceptos. Sufrió El el primero lo que nos encargó a nosotros sufrir. Se hizo
nuestro modelo, enseñándonos a morir, no sólo por utilidad propia, sino también
por la de nuestros hermanos. El
martirio, a aquellos que le padecen, les acarrea la gloria celestial, la cual
se consigue por el abandono de las riquezas, los honores e incluso los padres.
¿Acaso tendremos por
demasiado el sacrificio que hacemos a tan piadoso Señor, cuando sabemos que
sobrepuja con creces lo que El hizo por sus siervos, a los que éstos pueden
hacer por El? Por tanto, os vamos a narrar los triunfos de todos nuestros
mártires, tal como nos consta que tuvieron lugar, su gran amor para con Dios y
su paciencia en soportar los tormentos. ¿Quién no se llenará de admiración al
considerar cuán dulces les eran los azotes, gratas las llamas del eculeo,
amable la espada que los hería y suaves las brasas de las hogueras?
Cuando corriendo la
sangre por los costados, con las entrañas palpitantes a la vista, tan
constantes estaban en su fe, que aunque el pueblo conmovido no podía contener
las lágrimas ante tan horrendo espectáculo, ellos solo estaban serenos y
tranquilos. Ni siquiera se les oía un gemido de dolor; y así como habían
aceptado con alegría los tormentos, del mismo modo los toleraban con fortaleza.
A todos los asistía el Señor en los tormentos, no sólo con el recuerdo de la
vida eterna, sino también templando la violencia de los dolores, para que no
excediesen la resistencia de las almas.
El Señor les hablaba
interiormente y les confortaba, poniéndoles ante los ojos las coronas que les
esperaban si eran constantes; e ahí el desprecio que hacían de los jueces, y su
gloriosa paciencia. Deseaban salir de las tinieblas de este mundo para ir a
gozar de las claras moradas celestiales; contraponían la verdad a la mentira,
lo terreno a lo celestial, lo eterno a lo caduco Por una hora de sufrimientos
les esperaban goces eternos.
El demonio probó
contra ellos todas sus artes; pero la gracia de Cristo les asistió como un abogado fiel.
También Germanico, con su valor, infundía ánimos a los demás.
Habiendo sido expuestos a las fieras, el procónsul, movido de compasión, le
exhortaba a que tuviese piedad al menos de su tierna edad, si le parecía que
los demás bienes no merecían ser tenidos en consideración.
Pero él hacía poco
caso de la compasión que parecía tener por él su enemigo y no quiso aceptar el
perdón que le ofrecía el juez injusto; muy al contrario, el mismo azuzaba a la
fiera que se había lanzado contra el, deseoso de salir de este mundo de pecado.
Viendo esto el populacho, quedó sorprendido de ver un ánimo tan varonil en los
cristianos. Luego todos gritaron:
"Que se castigue a los Impíos y se busque a Policarpo”.
En esto, un
cristiano, llamado Quinto, natural de Frigia, y que acababa de llegar a
Esmirna, él mismo se presentó al sanguinario Juez para sufrir el martirio. Pero
la flaqueza fue mayor que el buen deseo. Al ver venir hacia sí las fieras,
temió y cambió de propósito, volviéndose de la parte del demonio, aceptando
aquello contra lo que iba a luchar. El procónsul, con sus promesas, logró de él
que sacrificara.
En vista de esto,
creemos que no son de alabar aquellos hermanos que se presentan voluntarios a
los suplicios, sino mas bien aquellos que habiéndose ocultado al ser
descubiertos, son constantes en los tormentos. Así nos lo aconseja el
Evangelio, y la experiencia lo demuestra, porque éste que se presentó, cedió,
mientras Policarpo, que fue prendido, triunfó.
Habiéndose enterado Policarpo, hombre
de gran prudencia y consejo, que se le buscaba para el martirio, se ocultó. No
es que huyera por cobarde, sino más bien dilataba el tiempo del martirio.
Recorrió varias ciudades, y como los fieles le dijesen que se diese más prisa,
y se ocultase prontamente, él no se preocupaba, como si temiera alejarse del
lugar del martirio. Al fin se consiguió que se escondiese en una granja. Allí,
noche y día, estuvo pidiendo al Señor le diera valor para sufrir la última
pena.
Tres días antes de
ser prendido le fue revelado su martirio. Parecióle que la almohada sobre la
que dormía estaba rodeada de llamas. Al despertarse el santo anciano dijo a los
que con él estaban que había de ser quemado vivo.
Cambió de retiro
para estar más oculto, mas apenas llegó al nuevo refugio llegaron también sus
perseguidores. Estos buscaron largo rato y no hallándole cogieron a dos
muchachos y los azotaron hasta que uno de ellos descubrió el lugar en que se
hallaba oculto Policarpo. No podía ya ocultarse aquel a quien esperaba el martirio.
El jefe de Policía de Esmirna, Herodes, tenía gran deseo de presentarle en el
anfiteatro, para que fuese imitador de Cristo en
la Pasión. Además, ordenó que a los traidores se les recompensara como a Judas.
Armado, pues un
pelotón de soldados de a caballo, salieron un viernes antes de cenar en busca
de Policarpo, con uno de los muchachos a la cabeza no como
para prender a un discípulo de Cristo, sino como si se tratara de algún famoso ladrón.
Encontráronle de noche oculto en una casa Hubiera podido huir al campo, pero
cansado como estaba, prefirió presentarse él mismo a esconderse de nuevo,
porque decía. "Hágase la voluntad de Dios; cuando
El lo quiso me escondí, y ahora que El lo dispone, lo deseo yo también". Viendo, pues, a los soldados, bajo
adonde ellos estaban y les habló cuanto su debilidad se lo permitió y el
Espíritu de la gracia sobrenatural le inspiró.
Admiraban los
soldados ver en él, a sus años, tanta agilidad y de que en tan buen estado de
salud le hubieran encontrado tan pronto. En seguida mandó que les prepararan la
mesa, cumpliendo así el precepto divino, que encarga proveer de las cosas
necesarias para la vida aun a los enemigos. Luego les pidió permiso para hacer
oración y cumplir sus obligaciones para con Dios. Concedido el permiso, oró por
espacio de dos horas de pie, admirando su fervor a los circunstantes y hasta a
los mismos soldados. Acabó su oración, pidiendo a Dios por toda la iglesia, por
los buenos y por los malos, hasta que llegó el momento de recibir la corona de
la justicia, que en todo momento había guardado […]
Al entrar en el
anfiteatro se oyó una voz del cielo que decía: "Sé fuerte, Policarpo".
Esta voz sólo la oyeron los cristianos que estaban en la arena, pero de los
gentiles nadie la oyó. Cuando fue llevado ante el palco del procónsul, confesó
valerosamente al Señor, despreciando las amenazas del juez.
El procónsul procuró
por todos los medios hacerle apostatar, diciéndole tuviera compasión de su
avanzada edad, ya que parecía no hacer caso de los tormentos. "¿cómo
ha de sufrir tu vejez -le decía- lo que a los jóvenes espanta? Debe jurar
por el honor del César y por su fortuna. Arrepiéntete y di: "Mueran los
impíos". Animado el procónsul, prosiguió: "Jura también por la
fortuna del César y reniega de Cristo". "Ochenta y seis años ha
-respondió Policarpo- que le sirvo y jamás me ha hecho mal; al contrario, me ha
colmado de bienes, ¿cómo puedo odiar a aquel a quien siempre he servido, a mi
Maestro, mi Salvador, de quien espero mi felicidad, al que castiga a los malos
y es el vengador de los justos?"
Mas como el
procónsul insistiese en hacerle jurar por la fortuna del César, él le
respondió: "¿Por qué pretendes hacerme jurar
por la fortuna del César? ¿Acaso ignoras mi religión? Te he dicho públicamente
que soy cristiano, y por más que te enfurezcas, yo soy feliz. Si deseas saber
qué doctrina es ésta, dame un día de plazo, pues estoy dispuesto a instruirte
en ella si tú lo estás para escucharme". Repuso el procónsul: "Da
explicaciones al pueblo y no a mi".
Respondióle Policarpo: "A
vuestra autoridad es a quien debemos obedecer, mientras no nos mandéis cosas
injustas y contra nuestras conciencias. Nuestra religión nos enseña a tributar
el honor debido a las autoridades que dimanan de la de Dios y obedecer sus órdenes.
En cuanto al pueblo, le juzgo indigno, y no creo que deba darle explicaciones:
lo recto es obedecer al juez, no al pueblo".
-"A mi
disposición están las fieras, a las que te entregaré para que te hagan pedazos
si no desistes de tu terquedad", dijo el procónsul.
-"Vengan a mi los leones -repuso Policarpo- y
todos los tormentos que vuestro furor invente; me alegrarán las heridas, y los
suplicios serán mi gloria, y mediré mis méritos por la intensidad del dolor.
Cuanto mayor sea éste, tanto mayor será el premio que por él reciba. Estoy
dispuesto a todo; por las humillaciones se consigue la gloria".
-"Si no te asustan los diente de las
fieras, te entregaré a las llamas".
-"Me amenazas con un fuego que dura una
hora, y luego se apaga y te olvidas del juicio venidero y del fuego eterno, en
el que arderán para siempre los impíos. ¿Pero a qué tantas palabras? Ejecuta
pronto en mi tu voluntad, y si hallas un nuevo género de suplicio, estrénalo en
mi".
Mientras Policarpo decía estas cosas, de tal modo se
iluminó su rostro de una luz sobrenatural, que el mismo procónsul temblaba.
Luego gritó el pregonero por tres veces: "Policarpo ha confesado que es
cristiano".
Todo el pueblo
gentil de Esmirna, y con él los judíos, exclamaron: "Este es el doctor de Asia, el padre de los cristianos, el que ha
destruido nuestros ídolos y ha violado nuestros templos, el que prohibía
sacrificar y adorar a los dioses; al fin ha encontrado lo que con tantos deseos
decía que anhelaba". Y todos a una pidieron al asiarca Filipo que se lanzara contra él un león
furioso; pero Filipo se
excusó, diciendo que los juegos habían terminado. Entonces pidieron a voces que
Policarpo fuera quemado vivo. Así se iba a cumplir lo que él había anunciado, y
dando gracias al Señor, se volvió a los suyos y les dijo: "Recordad
ahora, hermanos, la verdad de mi sueño".
Entre tanto, el
pueblo […] acude corriendo a los baños y talleres en busca de leños y
sarmientos. Cuando estaba ardiendo la hoguera, se acercó a ella Policarpo, se
quitó el ceñidor y dejó el manto, disponiéndose a desatar las correas de las
sandalias, lo cual no solía hacer él, porque era tal la veneración en que le
tenían los fieles, que se disputaban este honor por poder besarle los pies. La
tranquilidad de la conciencia le hacía aparecer ya rodeado de cierto esplendor
aun antes de recibir la corona del martirio.
Dispuesta ya la
hoguera, los verdugos le iban a atar a una columna de hierro, según era
costumbre, pero el Santo les
suplicó, diciendo: "Permitidme quedar como estoy; el
que me ha dado el deseo del martirio, me dará también el poder soportarlo; El
moderará la intensidad de las llamas”. Así, pues, quedó libre; sólo
le ataron las manos atrás y subió a la hoguera.
Levantando entonces
los ojos al cielo exclamó: "Oh,
Señor, Dios de los Ángeles y de los Arcángeles, nuestra resurrección y precio
de nuestro pecado, rector de todo el universo y amparo de los justos: gracias
te doy porque me has tenido por digno de padecer martirio por ti, para que de
este modo perciba mi corona y comience el martirio por Jesucristo en unidad del Espíritu Santo; y así,
acabado hoy mi sacrificio, veas cumplidas tus promesas. Seas, pues bendito y
eternamente glorificado por Jesucristo Pontífice omnipotente y eterno, y todo
os sea dado con él y el Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos.
Amén".
Terminada la oración
fue puesto fuego a la hoguera, levantándose las llamas hasta el cielo […]
Su martirio fue muy
superior, y todo el pueblo le llama "su maestro".
Todos deseamos ser sus discípulos, como él lo era de Jesucristo, que venció la
persecución de un juez injusto y alcanzó la corona incorruptible, dando fin a
nuestros pecados. Unámonos a los n y a todos los justos y bendigamos únicamente
a Dios Padre Todopoderoso; bendigamos a Jesucristo nuestro Señor, salvador de
nuestras almas, dueño de nuestros cuerpos y pastor de la Iglesia universal;
bendigamos también al Espíritu Santo por quien todas las cosas nos son
reveladas.
Repetidas veces me
habíais pedido os comunicara las circunstancias del martirio del glorioso Policarpo, y hoy
os mando esta relación por medio de nuestro hermano Marciano. Cuando
vosotros os hayáis enterado, comunicadlo a las otras iglesias, a fin de que el
Señor sea bendito en todas partes, y todos acaten la elección que su gracia se
digna hacer de los escogidos. El puede salvarnos a nosotros mismos por Jesucristo Nuestro Señor y Redentor, por el cual
y con el cual es dada a Dios toda gloria, honor, poder y grandeza, por los
siglos de los siglos. Amén.
Saludad a todos los
fieles; los que estamos aquí os saludamos. Asimismo os saluda Evaristo, que
esto ha escrito, os saluda con toda su familia. El martirio de Policarpo tuvo
lugar el 25 de abril, el día del gran sábado, a las dos de la tarde. Fue preso
por Herodes, siendo pontífice o asiarca Filipo de Trates, y procónsul Stacio Cuadrato. Gracias sean dadas a Jesucristo Nuestro Señor, a quien se debe gloria,
honor, grandeza y trono eterno de generación en generación. Amén.
Este ejemplar le ha
copiado Gayo de los
ejemplares de Ireneo, discípulo de Policarpo. Yo, Sócrates, lo copié del ejemplar de Gayo. Yo, Pionio, he
confrontado los originales y lo transcribo por revelación del glorioso
Policarpo; como lo dije en la reunión de los que vivían cuando el Santo
trabajaba con los escogidos. Nuestro Señor Jesucristo me reciba en el reino de
los cielos, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por los siglos de los
siglos. Amén.
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