Conferencia
del Card. Mauro Piacenza
Penitenciario
Mayor
de la Santa
Iglesia Romana
El curso “Ministros de la misericordia,
según San Juan de Ávila”
organizado por el Centro Diocesano
“San Juan de Ávila”
Córdoba (España)
-Viernes,
14 de febrero de 2014-
“Ministros
de la Misericordia,
porque son
objeto de la Misericordia”
Excelencia Reverendísima,
queridos hermanos en el sacerdocio,
Estoy muy contento de encontrarme
con ustedes junto al santo doctor Juan de Ávila para orar y reflexionar sobre
uno de los aspectos más importantes de nuestra existencia humana y sacerdotal,
y, por tanto, de nuestro ministerio: la experiencia de la Misericordia.
Introducción
El título que he querido dar a mi
conferencia desea poner el acento en aquella experiencia imprescindible,
tratando de describir sus raíces humanas, así como diseñar su imprescindible
perfil teológico-doctrinal, que – como veremos – es también la raíz de la
citada dimensión antropológica bien entendida.
“Ministros de la Misericordia,
porque son objeto de la Misericordia” podría ser una afirmación válida para
todo bautizado, que tuviera el propósito de colocarse al servicio de la
Misericordia Divina, fortalecido por una gran experiencia personal y eclesial
del amor de Dios. Ello, sin embargo, no haría de él un “ministro” en sentido
propio, no le concedería aquel mandato, que Jesús resucitado da a los Apóstoles
de manera muy clara e inequívoca: “A quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,
23).
Existe, por lo tanto, una dimensión universal
de la Misericordia, que concierne y abraza a todos los bautizados y que
constituye la verdadera raíz de la esperanza cristiana, auténtico motor de toda
evangelización. La alegría del Evangelio, como el Papa Francisco nos ha
recordado recientemente en su Exhortación Apostólica, nace exactamente de la
experiencia de la Misericordia, la única capaz de dilatar la mirada humana
hasta aquella “medida divina”, a la que estamos llamados siempre.
Existen, dentro de esta dinámica de
alegría y de anuncio, una dimensión y experiencia de la Misericordia propias
del Sacerdote, que es necesario redescubrir y reavivar continuamente, para
poder ser, en modo siempre menos imperfecto, servidores y administradores de la
Misericordia, conforme al mandato del Señor.
1. La importancia de las
experiencias “humanas” de misericordia
Existen, en la naturaleza, algunas
leyes imprescindibles que el Creador ha establecido, las cuales también tienen
una inmediata y fuerte resonancia en el tema central de la Misericordia. Basta
pensar, por ejemplo, qué significa en biología el axioma: “nadie engendra si no
es engendrado” y qué consecuencias pueda tener ello en la vida concreta de los
hombres, en particular, en la gran tarea de la educación, que es siempre nueva
para cada nueva generación.
Del mismo modo, sabemos que “nadie
ama si no es amado”, es decir, incluso hablando psicológicamente, nadie puede
amar verdaderamente si no parte de una experiencia sólida y profunda de amor.
Desde este punto de vista, las ciencias humanas nos podrían ayudar en gran
medida, haciéndonos ver, no sin razón, la importancia de las relaciones
parentales – sobre todo para los hombres, de la relación con la madre - de las
experiencias recogidas en los primeros años de vida y de aquel núcleo
sustancial que está en la base de la certeza de ser amados y de valer, que
llamamos “estima de sí mismo”.
Incluso a nivel puramente natural
surge, con una evidencia razonable cómo la situación más pacífica, que se pueda
imaginar desde este punto de vista, deba contar con la experiencia del límite
y, si se quiere, del pecado. No hay certeza de ser amados, ni solidez de la
propia imagen y de la estima de sí mismo, que no deban, antes o después
(preferiblemente antes), contar con el fracaso, el pecado, la traición y la
consiguiente soledad. El hombre posee, en ese sentido, una “necesidad natural”
de ser confirmado en el amor, en el valor del propio “yo”, en el significado de
la propia existencia, y tal necesidad encuentra en la misericordia la única y
real posibilidad de respuesta.
¡Podríamos decir que la misericordia
es el nombre del amor, que permanece incluso frente a la traición! Es el nombre
del amor, que permanece fiel incluso frente a la infidelidad y que, por esto,
es capaz de reconstruir la estima de sí mismo, que inevitablemente se debilita,
o, incluso, se destruye.
Pesándolo bien, sin ninguna
pretensión de índole exegética, se trata de la narración siempre actual de los
tres primeros capítulos del libro del Génesis, en los cuales, después de la
caída, el hombre “se esconde de Dios porque estaba desnudo” (cfr. Gen 3, 10),
temiendo no poder permanecer más delante de la presencia de Dios, porque ha
cometido aquello que Él le había prohibido explícitamente.
La experiencia de la Misericordia es
y permanece una profunda necesidad del hombre que, a nivel de la historia de la
salvación, encuentra la respuesta sólo en el rostro de Jesús, Cordero inmolado,
Misericordia hecha carne para los hombres.
Sin embargo uno se pregunta cómo
fueron posibles experiencias reales de misericordia, incluso antes de Cristo,
sin haber recibido el conocimiento del Señor. En realidad es la acción del
Espíritu Santo que habla al corazón. En todo caso, son una base fundamental
para la comprensión de lo que es realmente la misericordia.
También en la misericordia, “nadie
engendra si no es engendrado”, es decir, nadie es verdaderamente capaz de ser
misericordioso, sin comenzar recordando situaciones concretas, en la cual uno
mismo ha sido objeto de la misericordia. ¡Sólo un desmemoriado es incapaz de
misericordia! Y no es una casualidad que tanto la fe de Israel, como la fe
cristiana tengan al centro, aún cuando en un modo diferente, la experiencia de
la memoria.
El mismo Señor, en varios pasajes
del Evangelio, destaca el vínculo que existe entre las experiencias del amor
dado y de aquel recibido, uniéndolo al dato objetivo de la misericordia; basta
pensar en el episodio de la pecadora, que Jesús concluye afirmando: “Sus muchos
pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho” (Lc 7, 47).
Existe entonces un profundo e
imprescindible vínculo entre la misericordia “recibida” y la misericordia
“ofrecida”, entre las experiencias de misericordia vividas y aquellas
propuestas, teniendo siempre presente que existe una misteriosa y muy eficaz
relación circular de la misericordia, que, de hecho, impide distinguir
netamente las primeras de las segundas.
Es de desear, diría, casi necesario,
que cada uno de nosotros, llamado a ser ministro de la Misericordia, recuerde
de modo permanente las propias experiencias “humanas” de misericordia. ¿Cuántas
veces he sido perdonado? ¿Cuántas veces me ha perdonado un hermano con el cual
no me he comportado bien? ¿Cuántas veces he sido perdonado en las relaciones familiares
o de amistad? No es algo secundario, en la oración, acordarse de los rostros o
de los nombres, que, a lo largo de los años, nos han perdonado, haciéndonos
sentir amados, diciéndonos que nuestra vida valía – y vale – mucho más que
cualquier posible error. Tales experiencias, que en esta primera parte de la
conferencia calificamos de “humanas”, en realidad no son jamás solamente
humanas, porque llevan consigo, en su profunda estructura, la huella de la
gratuidad, la memoria de la libre creación y de la promesa de cumplimiento de
la redención.
2. La experiencia humana de la
Divina Misericordia
Es fundamento de nuestra fe el
Misterio de la Encarnación, en el cual el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob,
es decir, el Dios personal, ha decidido manifestarse en modo pleno al hombre,
asumiendo su naturaleza. Jesús de Nazareth, Señor y Cristo, es pues, el Rostro
de Dios que estamos llamados a reconocer, a conocer, a profundizar
continuamente y a seguir con humildad, para que nuestros rostros asuman progresivamente
las facciones del Suyo, y nuestra existencia se convierta, en modo siempre
menos imperfecto, forma et praesentia Christi.
Por esta razón, precisamente por el
Misterio de la Encarnación, la Divina Misericordia se ha hecho
“experimentable”: en la Santa Humanidad de Cristo, que no tiene necesidad de
misericordia, pero que es toda Misericordia, brilla para los hombres y
asociados a ella el Misterio oculto, pero profundamente anhelado, de Dios como
Misericordia.
Queridos hermanos, ¡Dios es
misericordia! ¡Dios es todo Misericordia! ¡Dios es sólo Misericordia! ¡Y de
esta identidad profunda de Dios, de esta “ontología divina” de Misericordia,
nosotros somos, por gracia, ministros, es decir, servidores, anunciadores,
custodios y administradores!
¿Cuál es nuestra experiencia del
Rostro de Dios como Misericordia? ¿Cuál ha sido nuestra experiencia pasada y
cuál es la que tenemos de ella en la actualidad? Cada uno puede responder
personalmente a estas preguntas en el diálogo fraterno con el propio confesor o
director espiritual, o, también con cualquier hermano que nos conoce más
profundamente; sin embargo, existe para nosotros una experiencia objetiva,
histórica y totalmente gratuita de la Misericordia, a la cual no podemos dejar
de contemplar, aún a distancia de decenios, con profunda emoción: nuestra
definitiva configuración con Cristo en la Ordenación sacerdotal.
Compartimos con todos los hombres –
y no puede ser de otro modo – la necesidad de amor, de estima y de
misericordia.
Compartimos alegremente con todos
nuestros hermanos bautizados la experiencia de la inmersión en Cristo, que,
asumiendo nuestra naturaleza, nos hace partícipes de la Vida divina,
abriéndonos totalmente hacia un horizonte existencial sobrenatural, antes
inimaginable, pero, con Cristo, más real que toda otra posibilidad humana.
Entre los hombres mendicantes de
misericordia y los bautizados enriquecidos por la misericordia recibida, sin
ningún mérito de nuestra parte, hemos sido elegidos nosotros, para llegar a ser
también “donantes” de Misericordia. Los tres momentos (la petición, la acogida
y el don de la misericordia) no son ni separables, ni cronológicamente
sucesivos, pero – podríamos decir – profundamente relacionados entre sí y
coexistentes. En realidad, la experiencia de la misericordia agudiza y hace más
profundo el deseo de ella, así como el donarla renueva su experiencia. Un
ministro que ofreciera, por divino mandato, la Misericordia del Padre, sin
mendigarla para su propia vida y sin gozar tal experiencia, difícilmente lograría
hacer percibir a sus hermanos la esencia de tal don.
Como bien lo sabemos – y la Carta a
los Hebreos nos lo recuerda siempre (cfr. Heb 5, 4) – nadie puede atribuir a sí
mismo este honor. Ese es fruto de un acto de gratuita elección, que solo, en un
breve instante, puede ser suficiente para curar eventualmente toda herida
humana, inseguridad de ser amados, duda sobre el valor de nuestra existencia e
incertidumbre de ser dignos de la Misericordia.
Los Padres de la Iglesia llaman a la
Redención “nueva creación” y de ello hemos sido hechos partícipes por gracia,
en el Misterio del Bautismo, que imprime el carácter sacramental. También la
Ordenación sacerdotal, que nos configura con Cristo Sumo Sacerdote y que nos
habilita para actuar in Persona Christi Capitis, representa ella – y la
Iglesia ha expresado tal verdad en la doctrina del carácter – una “nueva
creación” para quien la recibe. En el día de tu Ordenación sacerdotal, el Padre
se ha inclinado sobre ti y te ha abrazado con la fuerza del Espíritu; con ese
mismo Espíritu te ha plasmado, formando en ti y configurándote con su Hijo
Jesucristo.
No es posible imaginar una
misericordia más grande y sólo esta concepción ontológica (y no meramente
funcionalista) que el Sacerdocio justifica, ya sea a los ojos del ministro,
como – sobre todo – a los ojos de los fieles laicos, el mandato de absolver los
pecados.
Somos “Ministros de la Misericordia”
porque hemos sido hechos “objeto de la Misericordia” en aquella llamada
gratuita a vivir en la apostolica vivendi forma, estrechamente unidos a
Jesús, renovando permanentemente la gracia del Espíritu, para la Misión.
¡Cómo se empobrecería nuestra
existencia sacerdotal si no comenzáramos, cada día, del estupor por cuanto nos
ha sucedido! Si el estupor tiene su raíz en el encuentro personal y comunitario
con Cristo, del cual la Misión también depende, él se hace aun más grande por
la objetividad del Sacramento recibido. Hemos sido tomados por Cristo por la
vía sacramental, es decir, real, y nada puede destruir tal evento.
El Papa Francisco afirma, en el
número 3 de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium: “Invito a cada
cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso”. No podemos
considerarnos excluidos de tal invitación, al contrario, será precisamente el
renovarse cotidianamente de este encuentro lo que constituye aquella
“conciencia de misericordia”, que es el ámbito más propio del ejercicio del
ministerio de la Misericordia.
Para nosotros el ámbito específico
del ministerio de la Misericordia es la celebración del Sacramento de la
Reconciliación. Como Penitenciario Mayor de la Iglesia siento sobre mí la
responsabilidad de tal ministerio y señalo que nuestro Tribunal está al
servicio de todos los sacerdotes, para que siempre puedan administrar en modo
más generoso y fiel el tesoro inagotable que ha sido depositado en sus manos.
El ejercicio del ministerio de la
Reconciliación, el ofrecer nuestra vida para que nuestros hermanos puedan ser
reconciliados con Dios, exige tener siempre presentes los tres momentos
antropológicamente significativos indicados anteriormente: la petición de
misericordia, la experiencia que se tiene de ella y la llamada a ofrecérsela a
los demás hermanos.
Por tales motivos, debemos con gran
empeño favorecer el surgimiento del deseo de misericordia en nuestros hermanos:
los hombres. Ello, como bien sabemos, está a menudo oculto inadvertidamente, o
reprimido voluntariamente, a causa del misterioso pero real temor, fruto de la
mentira, que ve en la petición una debilidad, una fragilidad, en lugar de una
apertura y una posibilidad de acogida de la misericordia. Los hombres de
nuestro tiempo huyen de lo que más desean, porque la cultura dominante les
repite obstinadamente que aquello que ellos desean no existe y aún, de forma
más radical, que no tiene sentido pedirlo.
El ministerio al cual hemos sido
llamados nos empuja a ser “promotores de petición”, en el esfuerzo y en la
responsabilidad de quien sabe, que una ver suscitada la petición, es un deber
dar respuestas, las cuales pasan inevitablemente a través de nuestra concreta
humanidad y nuestro ministerio. De hecho sería una gran traición a los hombres
– y sobre todo a los más jóvenes y a los más frágiles – estimular la petición
de misericordia, que es petición de Cristo, y después no estar disponibles a
acompañar concretamente en una experiencia real de ese tipo.
Tomar en serio la petición de
misericordia de nuestros hermanos los hombres es posible, porque tenemos en
nosotros una viva – diría una ardiente – exigencia de misericordia. ¡Quien ha
encontrado a Cristo, quien ha sido tomado por Él y configurado con Él, quien ha
sido herido por la Belleza de Cristo, no puede pedir incesantemente otra cosa
que esta Belleza no termine jamás y que este Encuentro sea para siempre! La
Misericordia es la condición del “para siempre”. De esta conciencia fluye toda preocupación
pastoral: desde la simple fidelidad a un horario fijo de confesionario a la
preocupación por quien se dirige a nosotros, pidiendo otra cosa, pero pudiendo
ser eficazmente guiado a la celebración del Sacramento; desde la predicación,
que no puede ignorar el tema central de la Misericordia a la organización de
momentos pastorales, que deben tener, como finalidad apostólica, precisamente
la experiencia de la Misericordia, capaz de cambiar la vida de los hombres.
Todas son expresiones de la caridad pastoral.
Ser fieles en la predicación, en la
administración de los Sacramentos y en la guía pastoral de las comunidades, es
decir, ser fieles en el ejercicio de los tres munera sacerdotales, al
ministerio de la Divina misericordia, significa, no solo, quedarse con escuchar
la petición de misericordia, sino también hacer de ella una continua
experiencia. Aquel lugar santo, sagrado casi como el Tabernáculo, que es el
confesionario, se convierte frecuentemente, para nosotros, en el “teatro”, en
el cual asistimos al drama de la lucha del hombre contra el pecado, al drama de
la lucha del pecado en el hombre y al final, a la victoria de Cristo, que vence
el pecado del mundo, venciendo el pecado de los hombres.
Poder renovar cotidianamente este
milagro extraordinario frente a los propios ojos y a la propia mente, en la
propia oración y espiritualidad, significa acordarse de la nuestra condición
humana y, a la vez, glorificar al Padre por la experiencia de Misericordia que
continuamente nos concede.
Queridos hermanos, seamos cada vez
más ministros de aquella Misericordia de la cual hemos sido objeto, también
“habitando en el confesionario”, como tantas veces se ha dicho durante el
transcurso del Año Sacerdotal.
¿No es acaso que hemos sido llamados
por misericordia a convertirnos en médicos y jueces de nuestros hermanos? ¿No
es acaso que por misericordia, hombres como los hombres, podemos decir a todo
hermano: “Yo te absuelvo de tus pecados”?
Existe pues una experiencia remota
humana de la misericordia, que constituye como el fondo, frente al cual sucede
el drama, la dinámica de la experiencia de la misericordia. Pero es así de
nueva, radical, “diversa” la experiencia que nos ha sido dada, que el “fondo”
prácticamente se desvanece frente a la eficacia, a la fuerza y al envolvimiento
de la trama, constituida por la experiencia sobrenatural de la Misericordia,
manifestada en la Encarnación, donada a nosotros en el Bautismo y en la
Ordenación y que continuamente se nos representa en el ejercicio concreto de
nuestro ministerio pastoral.
Estamos llamados a donar a los
hombres la Misericordia de Dios, pero, en realidad, es la Misericordia de Dios
la que se nos da cada vez que la damos a nuestros hermanos. A través de
nuestras manos, nuestra mente, nuestro corazón, nuestras palabras, pasa
misteriosamente la Divina Misericordia, en modo análogo al Misterio de la
Encarnación, que nos hace asombrarnos y llenarnos de ansia, contentos y
seguros, responsables y fieles al ministerio que se nos ha confiado.
Ministerio que no ejercemos jamás en
modo arbitrario, desvinculados de la Doctrina, que ve en el Catecismo de la
Iglesia Católica dos momentos imprescindibles, y que precisamente de tal
fidelidad saca su más grande eficacia, capaz de renovar la vida de los hombres,
la faz de la tierra y nuestra propia existencia sacerdotal. ¡Esta fidelidad no
es rigidez, sino pastoralidad!
Queridísimos
hermanos, somos ministros de la Misericordia porque somos objeto de la
Misericordia, donamos lo que nos ha sido donado, conscientes de nuestros
límites, pero llenos de confianza en la Omnipotencia de Dios y en Su permanente
Voluntad salvífica. Que la Reina de la Misericordia nos sostenga, Ella que ha
tejido en su seno la Misericordia que se hizo carne, en una incesante petición
de Misericordia por nuestras existencias, en una alegre experiencia de la
Divina Misericordia y en una fiel donación del Sacramento de la Misericordia a
los hombres, sin olvidar jamás todas aquellas mediaciones humanas, que pueden
conducir eficazmente a la celebración del Sacramento.
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