SANTA MISA
EN EL
150
ANIVERSARIO
DE LAS
APARICIONES
EN LOURDES
HOMILÍA DEL
SANTO PADRE
BENEDICTO
XVI
Prairie, Lourdes
Domingo 14 de septiembre de 2008
Domingo 14 de septiembre de 2008
Señores cardenales, querido Mons.
Perrier,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos peregrinos,
hermanos y hermanas:
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos peregrinos,
hermanos y hermanas:
“Id
y decid a los sacerdotes que vengan en procesión y que se construya aquí una
capilla”. Éste es el mensaje que Bernadette recibió de la “Hermosa Señora” en
las apariciones del 2 de marzo de 1858. Desde hace ciento cincuenta años, los
peregrinos nunca han dejado de venir a la gruta de Massabielle para escuchar el
mensaje de conversión y esperanza. Y también nosotros, estamos aquí esta mañana
a los pies de María, la Virgen Inmaculada, para acudir a su escuela con la
pequeña Bernadette.
Agradezco
muy especialmente a Monseñor Jacques Perrier, Obispo de Tarbes y Lourdes, por
la calurosa acogida que me ha brindado y por las amables palabras que me ha
dirigido. Saludo a los Cardenales, a los Obispos, a los sacerdotes, a los
diáconos, a los religiosos y a las religiosas, así como a todos vosotros,
queridos peregrinos de Lourdes, especialmente a los enfermos. Habéis venido
aquí en gran número para realizar esta peregrinación jubilar conmigo y
encomendar a Nuestra Señora vuestras familias, vuestros parientes y amigos y todas
vuestras intenciones. Mi gratitud se dirige también a las Autoridades civiles y
militares, presentes en esta celebración eucarística.
“¡Qué
dicha tener la Cruz! Quien posee la Cruz posee un tesoro” (S. Andrés de Creta, Sermón
10, sobre la Exaltación de la Santa Cruz: PG 97,1020). En este día en el
que la liturgia de la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa
Cruz, el Evangelio que acabamos de escuchar, nos recuerda el significado de
este gran misterio: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para
salvar a los hombres (cf. Jn 3,16). El Hijo de Dios se hizo vulnerable,
tomando la condición de siervo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz
(cf. Fil 2,8). Por su Cruz hemos sido salvados. El instrumento de
suplicio que mostró, el Viernes Santo, el juicio de Dios sobre el mundo, se ha
transformado en fuente de vida, de perdón, de misericordia, signo de
reconciliación y de paz. “Para ser curados del pecado, miremos a Cristo
crucificado”, decía san Agustín (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XII,
11). Al levantar los ojos hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino para
quitar el pecado del mundo y darnos la vida eterna. La Iglesia nos invita a
levantar con orgullo la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha llegado
el amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a
dar gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo
la vida. Sobre este árbol, Jesús nos revela su majestad soberana, nos revela
que Él es el exaltado en la gloria. Sí, “venid a adorarlo”. En medio de
nosotros se encuentra Quien nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, Quien
invita a todo ser humano a acercarse a Él con confianza.
Es
el gran misterio que María nos confía también esta mañana invitándonos a
volvernos hacia su Hijo. En efecto, es significativo que, en la primera
aparición a Bernadette, María comience su encuentro con la señal de la Cruz.
Más que un simple signo, Bernadette recibe de María una iniciación a los
misterios de la fe. La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de
nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el
mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras
debilidades y pecados. El poder del amor es más fuerte que el mal que nos
amenaza. Este misterio de la universalidad del amor de Dios por los hombres, es
el que María reveló aquí, en Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena
voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los
ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la
fuente de la salvación.
La
Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso de Dios,
manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el Crucificado del
Gólgota está nuestra dignidad de hijos de Dios que, empañada por el pecado, nos
fue devuelta? Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para
amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta
Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra
humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas
sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas
nuestros por amor a Cristo. Les encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre
nuestra, presente al pie de la Cruz.
Para
acoger en nuestras vidas la Cruz gloriosa, la celebración del jubileo de las
apariciones de Nuestra Señora en Lourdes nos ha permitido entrar en una senda
de fe y conversión. Hoy, María sale a nuestro encuentro para indicarnos los
caminos de la renovación de la vida de nuestras comunidades y de cada uno de
nosotros. Al acoger a su Hijo, que Ella nos muestra, nos sumergimos en una
fuente viva en la que la fe puede encontrar un renovado vigor, en la que la
Iglesia puede fortalecerse para proclamar cada vez con más audacia el misterio
de Cristo. Jesús, nacido de María, es el Hijo de Dios, el único Salvador de
todos los hombres, vivo y operante en su Iglesia y en el mundo. La Iglesia ha
sido enviada a todo el mundo para proclamar este único mensaje e invitar a los
hombres a acogerlo mediante una conversión auténtica del corazón. Esta misión,
que fue confiada por Jesús a sus discípulos, recibe aquí, con ocasión de este
jubileo, un nuevo impulso. Que siguiendo a los grandes evangelizadores de
vuestro País, el espíritu misionero que animó tantos hombres y mujeres de
Francia a lo largo de los siglos, sea todavía vuestro orgullo y compromiso.
Siguiendo
el recorrido jubilar tras las huellas de Bernadette, se nos recuerda lo
esencial del mensaje de Lourdes. Bernadette era la primogénita de una familia
muy pobre, sin sabiduría ni poder, de salud frágil. María la eligió para
transmitir su mensaje de conversión, de oración y penitencia, en total sintonía
con la palabra de Jesús: “Porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). En su
camino espiritual, también los cristianos están llamados a desarrollar la
gracia de su Bautismo, a alimentarse de la Eucaristía, a sacar de la oración la
fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la
humanidad (cf. Homenaje a la Inmaculada Concepción, Plaza de España, 8
diciembre 2007). Es, pues, una auténtica catequesis la que también a nosotros
se nos propone, bajo la mirada de María. Dejémonos también nosotros instruir y
guiar en el camino que conduce al Reino de su Hijo.
Continuando
su catequesis, la “Hermosa Señora” revela su nombre a Bernadette: “Yo soy la
Inmaculada Concepción”. María le desvela de este modo la gracia extraordinaria
que Ella recibió de Dios, la de ser concebida sin pecado, porque “ha mirado la
humillación de su esclava” (cf. Lc 1,48). María es la mujer de nuestra
tierra que se entregó por completo a Dios y que recibió de Él el privilegio de
dar la vida humana a su eterno Hijo. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra” (Lc 1,38). Ella es la hermosura transfigurada, la
imagen de la nueva humanidad. De esta forma, al presentarse en una dependencia
total de Dios, María expresa en realidad una actitud de plena libertad,
cimentada en el completo reconocimiento de su genuina dignidad. Este privilegio
nos concierne también a nosotros, porque nos desvela nuestra propia dignidad de
hombres y mujeres, marcados ciertamente por el pecado, pero salvados en la
esperanza, una esperanza que nos permite afrontar nuestra vida cotidiana. Es el
camino que María abre también al hombre. Ponerse completamente en manos de
Dios, es encontrar el camino de la verdadera libertad. Porque, volviéndose
hacia Dios, el hombre llega a ser él mismo. Encuentra su vocación original de
persona creada a su imagen y semejanza.
Queridos
hermanos y hermanas, la vocación primera del santuario de Lourdes es ser un
lugar de encuentro con Dios en la oración, y un lugar de servicio fraterno,
especialmente por la acogida a los enfermos, a los pobres y a todos los que
sufren. En este lugar, María sale a nuestro encuentro como la Madre, siempre
disponible a las necesidades de sus hijos. Mediante la luz que brota de su
rostro, se trasparenta la misericordia de Dios. Dejemos que su mirada nos
acaricie y nos diga que Dios nos ama y nunca nos abandona. María nos recuerda
aquí que la oración, intensa y humilde, confiada y perseverante debe tener un
puesto central en nuestra vida cristiana. La oración es indispensable para
acoger la fuerza de Cristo. “Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo
haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción”
(Deus caritas est, n. 36). Dejarse absorber por las actividades entraña
el riesgo de quitar de la plegaria su especificad cristiana y su verdadera
eficacia. En el Rosario, tan querido para Bernadette y los peregrinos en
Lourdes, se concentra la profundidad del mensaje evangélico. Nos introduce en
la contemplación del rostro de Cristo. De esta oración de los humildes podemos
sacar copiosas gracias.
La
presencia de los jóvenes en Lourdes es también una realidad importante.
Queridos amigos aquí presentes esta mañana alrededor de la Cruz de la Jornada
Mundial de la Juventud, cuando María recibió la visita del ángel, era una
jovencita en Nazaret, que llevaba la vida sencilla y animosa de las mujeres de
su pueblo. Y si la mirada de Dios se posó especialmente en Ella, fiándose,
María quiere deciros también que nadie es indiferente para Dios. Él os mira con
amor a cada uno de vosotros y os llama a una vida dichosa y llena de sentido.
No dejéis que las dificultades os descorazonen. María se turbó cuando el ángel
le anunció que sería la Madre del Salvador. Ella conocía cuánta era su
debilidad ante la omnipotencia de Dios. Sin embargo, dijo “sí” sin vacilar. Y
gracias a su sí, la salvación entró en el mundo, cambiando así la historia de
la humanidad. Queridos jóvenes, por vuestra parte, no tengáis miedo de decir sí
a las llamadas del Señor, cuando Él os invite a seguirlo. Responded
generosamente al Señor. Sólo Él puede colmar los anhelos más profundos de
vuestro corazón. Sois muchos los que venís a Lourdes para servir esmerada y
generosamente a los enfermos o a otros peregrinos, imitando así a Cristo
servidor. El servicio a los hermanos y a las hermanas ensancha el corazón y lo
hace disponible. En el silencio de la oración, que María sea vuestra
confidente, Ella que supo hablar a Bernadette con respeto y confianza. Que
María ayude a los llamados al matrimonio a descubrir la belleza de un amor
auténtico y profundo, vivido como don recíproco y fiel. A aquellos, entre
vosotros, que Él llama a seguirlo en la vocación sacerdotal o religiosa,
quisiera decirles la felicidad que existe en entregar la propia vida al
servicio de Dios y de los hombres. Que las familias y las comunidades
cristianas sean lugares donde puedan nacer y crecer sólidas vocaciones al
servicio de la Iglesia y del mundo.
El
mensaje de María es un mensaje de esperanza para todos los hombres y para todas
las mujeres de nuestro tiempo, sean del país que sean. Me gusta invocar a María
como “Estrella de la esperanza” (Spe salvi, n. 50). En el camino de
nuestras vidas, a menudo oscuro, Ella es una luz de esperanza, que nos ilumina
y nos orienta en nuestro caminar. Por su sí, por el don generoso de sí misma,
Ella abrió a Dios las puertas de nuestro mundo y nuestra historia. Nos invita a
vivir como Ella en una esperanza inquebrantable, rechazando escuchar a los que
pretenden que nos encerremos en el fatalismo. Nos acompaña con su presencia
maternal en medio de las vicisitudes personales, familiares y nacionales.
Dichosos los hombres y las mujeres que ponen su confianza en Aquel que, en el
momento de ofrecer su vida por nuestra salvación, nos dio a su Madre para que
fuera nuestra Madre.
Queridos
hermanos y hermanas, en Francia, la Madre del Señor es venerada en innumerables
santuarios, que manifiestan así la fe transmitida de generación en generación.
Celebrada en su Asunción, Ella es la amada patrona de vuestro país. Que Ella
sea siempre venerada con fervor en cada una de vuestras familias, de vuestras
comunidades religiosas y parroquiales. Que María vele sobre todos los
habitantes de vuestro hermoso País y sobre todos los numerosos peregrinos que
han venido de otros países a celebrar este jubileo. Que Ella sea para todos la
Madre que acompaña a sus hijos tanto en sus gozos como en sus pruebas. Santa
María, Madre de Dios y Madre nuestra, enséñanos a creer, a esperar y a amar
contigo. Muéstranos el camino hacia el Reino de tu Hijo Jesús. Estrella del
mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino (cf. Spe salvi,
n. 50). Amén.
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