CELEBRACIÓN
DE LAS VÍSPERAS DE
LA FIESTA DE LA
PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
HOMILÍA
DEL SANTO
PADRE
BENEDICTO
XVI
2 de febrero de 2011
Queridos
hermanos y hermanas:
En
la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José
llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena
evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del
Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10,
5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2,
32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria
final (cf. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo
y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios:
viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e
inaugurando los tiempos finales de la salvación.
Es
interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del
templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus
asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos
devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero
ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo
primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces
de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador.
Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el
Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y
vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo,
y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad
revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los
dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro
con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él
es el Esperado.
La
Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega
total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a
reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los
rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost.
postsinodal Vita consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo II
eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada.
En este contexto, dirijo un saludo cordial y agradecido a monseñor João Braz de
Aviz, que hace poco nombré prefecto de la Congregación para los institutos de
vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, así como al secretario y a
sus colaboradores. Saludo con afecto a los superiores generales presentes y a
todas las personas consagradas.
Quiero
proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.
El
primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene
el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia
sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los
Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La
vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor
por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el
rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el
rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo
del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el
Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos
sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es,
ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la
profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para
la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).
En
segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu
Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte
y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este
misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese
testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa.
En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar
la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y
anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta
primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los
pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad
con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la
historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia
diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya
presente y operante.
En
tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo
manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada
totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una
vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam,
Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8… La vida
consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del
rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)… La
persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que
laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf.
Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida
apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem
tuam Domine requiram [2008], I).
Queridos
hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de
vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio
divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de
Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo
casto, pobre y obediente, se convierte en "exégesis" viva de la
Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia,
es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores
y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión
cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la
radicalidad evangélica» (Verbum Domini, 83).
Hoy
vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada
a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la
religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores
fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y
coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso.
Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se
convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la
Sabiduría como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar
con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades
inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del Evangelio».
En
este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y
las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María:
Oh María, Madre de la Iglesia,
te encomiendo
toda la vida consagrada,
a fin de que tú le alcances
la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha
de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento
de Jesús, tu hijo y nuestro Señor,
en la acogida
de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magníficat,
para que la Iglesia sea edificada
por la santidad de vida
de estos hijos e hijas tuyos,
en el mandamiento del amor. Amén.
te encomiendo
toda la vida consagrada,
a fin de que tú le alcances
la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha
de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento
de Jesús, tu hijo y nuestro Señor,
en la acogida
de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magníficat,
para que la Iglesia sea edificada
por la santidad de vida
de estos hijos e hijas tuyos,
en el mandamiento del amor. Amén.
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