La presentación en el
templo
En Belén habíase encontrado en un exilio; en la circuncisión fue un
salvador anticipado; ahora, en la presentación, se convertía en un signo de
contradicción. Cuando Jesús fue circuncidado, María fue purificada, aunque Él
no necesitaba lo primero, porque era Dios, y ella no necesitaba lo segundo,
porque había sido concebida sin pecado.
El hecho del pecado en la naturaleza humana viene subrayado no sólo por
la necesidad de sufrir dolor para expiarlo en la circuncisión, sino también por
la necesidad de purificación. Desde que Israel había sido liberado de la
tiranía de los egipcios, una vez el ángel exterminador hubo dado muerte a los
primogénitos de aquéllos, los judíos consideraron siempre a sus hijos
primogénitos como dedicados a Dios.
Cuarenta días después de su nacimiento, que era el término indicado para
un hijo varón, según la ley de Moisés, Jesús fue llevado al templo. En el Éxodo
se decretaba que el primogénito pertenecía a Dios. En el libro de los Números,
la tribu de Leví fue segregada de las demás tribus para desempeñar la función
sacerdotal, y esta dedicación sacerdotal se entendía como substitución del
sacrificio del primogénito, rito que jamás fue practicado. Pero, cuando el
divino Niño fue llevado al templo por María, la ley de la consagración del
primogénito fue observada en todos sus detalles, ya que la dedicación de este
Niño al Padre era absoluta y lo conduciría hasta la cruz.
Encontramos aquí otro ejemplo de cómo Dios en su forma humana compartió
la pobreza de la humanidad. Las ofrendas tradicionales para la purificación
eran un cordero y una tórtola si los padres eran ricos, y dos tórtolas o dos
palomas si los padres eran pobres. Así, la madre que trajo al mundo al Cordero
de Dios no tuvo ningún cordero que ofrecer... salvo el Cordero de Dios. Dios
fue presentado al templo a la edad de cuarenta días. Unos treinta años más
tarde, Él mismo reclamaría el templo y lo emplearía como símbolo de su propio
cuerpo, en el que habitaba la plenitud de la Divinidad. Ahora no era solamente
el primogénito de María el que era presentado, sino el primogénito del eterno
Padre. Siendo el primogénito del Padre, era presentado ahora como el primogénito
de una humanidad restaurada. Una nueva raza comenzaba por medio de Él.
El carácter del hombre llamado Simeón, que se encontraba en el templo y
que tomó en sus manos al Niño, se describe de esta manera tan sencilla: Este
hombre era justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel (Lc 2, 25).
Habíale sido revelado por el Espíritu santo: Que no vería la
muerte antes que viese al Cristo del Señor (Lc 2,
26).
Estas palabras parecen dar a entender que, tan pronto como uno ve a
Cristo, el aguijón de la muerte desaparece. El anciano, tomando al Niño en sus
brazos, exclamó con alegría: Ahora, oh Maestro, puedes, conforme a tu palabra,
dejar que tu servidor se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvación,
que tú has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para iluminar las
naciones, y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 29-32).
Simeón era como un centinela al que Dios hubiera enviado para vigilar la
aparición de la Luz. Cuando la Luz por fin apareció, él se hallaba ya dispuesto
a entonar su Nunc dimittis. En el Niño pobre, llevado por unos padres pobres
que hacían una ofrenda pobre, Simeón descubrió la riqueza del mundo. Cuando
este anciano tenía en sus manos al Niño, no era como el anciano de que nos
habla Horacio. No miraba hacia atrás, sino hacia delante, y no sólo al futuro
de su propio pueblo, sino al futuro de todos los gentiles de todas las tribus y
naciones de la tierra. Un anciano que en el ocaso de su vida hablaba de la
promesa de un nuevo día. Con los ojos de la fe había visto anteriormente al
Mesías; ahora podía cerrar los ojos de la carne porque ya no había cosa más
hermosa sobre la cual mirar. Algunas flores se abren sólo al atardecer. Lo que
acababa de ver ahora era la «Salvación», no la salvación de las garras de la
pobreza, sino la salvación de los lazos del pecado.
El himno de Simeón fue un acto de adoración. Hay tres actos de adoración
descritos en los primeros años de la vida del divino niño. La adoración por
parte de los pastores, la de Simeón y Ana, la profetisa, y la de los magos
paganos. El cántico de Simeón fue como un ocaso en que una sombra anuncia una
substancia real. Fue el primer himno entonado por un ser humano en la vida de
Cristo. Simeón, aunque se dirigía a María y a José, no se dirigió directamente
al Niño. No habría estado bien que hubiese dado su bendición al que era el Hijo
del Altísimo. Bendijo a ellos, mas no bendijo al Niño.
Después de este himno de alabanza, se dirigió solamente a la madre;
Simeón sabía que era ella, y no José, quien estaba relacionada directamente con
el Infante que sostenía en sus brazos. Vio además que se cernían para ella
graves dolores y amarguras, mas no para José. Simeón dijo así: He aquí que este
Niño es puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal de
contradicción (Lc 2, 34).
Fue como si toda la historia del divino Niño pasara ante los ojos del
anciano. Todos los detalles de aquella profecía habían de cumplirse en la vida
de aquella criatura. Aquí se aludía claramente a la cruz, en un momento en que
los diminutos brazos del Infante ni siquiera eran todavía lo suficientemente
robustos para extenderse y formar una cruz. El Niño crearía una terrible lucha
entre el bien y el mal, arrancando la careta de los rostros de todos,
provocando así un odio terrible. Sería inmediatamente piedra de escándalo,
espada que separaría lo malo de lo bueno y piedra de toque que revelaría los
motivos y disposiciones de los corazones humanos. Los hombres ya no serían los
mismos en el momento en que hubieran oído su nombre y aprendido acerca de su
vida. Se verían obligados o bien a aceptarle o a rechazarle. Sobre Él no podría
haber nada semejante a un compromiso: sólo sería posible aceptarle o
rechazarle, la resurrección o la muerte. Por su misma naturaleza, haría que los
hombres revelaran sus respectivas actitudes secretas hacia Dios. Su misión
sería no poner las almas a prueba, sino redimirlas; y, sin embargo, porque sus
almas eran pecadoras, algunos hombres detestarían la venida de Él.
Desde entonces, su sino sería hallar oposición fanática de parte de la
humanidad hasta la muerte misma, y ello envolvería a María en crueles
sinsabores. El ángel le había dicho «Bendita tú entre las mujeres», y
Simeón le estaba diciendo ahora que en su bienaventuranza sería Mater Dolorosa.
Uno de los castigos del pecado original era que la mujer alumbraría a sus hijos
con dolor; Simeón le decía que ella continuaría viviendo en el dolor de su
Hijo. Si Él había de ser el Varón de Dolores, ella sería Madre de Dolores. Una
Madona sin sufrimientos, junto a un Cristo sufriente, sería una Madona sin
amor. Porque Cristo amó tanto a la humanidad, que quiso morir para expiar su
culpa, quería también que su madre fuera envuelta en los pañales de sus propios
sufrimientos.
Desde el momento en que hubo escuchado aquellas palabras de Simeón, ya
nunca más volvería a levantar las manitas del Niño sin ver en ellas una sombra
de los clavos; toda puesta de sol sería para ella una imagen teñida en sangre
de la pasión de su Hijo. Simeón retiró la vaina que ocultaba el futuro a los
ojos humanos e hizo que la acerada hoja del color del mundo brillara ante los
ojos de María. Cada pulsación que advirtiera en las diminutas muñecas de su
hijito sería para ella como el eco de un martillazo inminente. Si Él estaba
siendo dedicado para la salvación mediante el sufrimiento, lo mismo cabía decir
de ella. No bien acababa de ser botada al mar del mundo aquella joven vida,
cuando ya Simeón, viejo marinero, hablaba de naufragios. Todavía ninguna copa
de amargura procedente del Padre había rozado los labios del Niño, cuando una
espada era mostrada ya a su Madre.
Cuanto más se acerca Cristo a un corázón, tanto más se hace éste
conciente de la propia culpa; entonces pedirá clemencia y encontrará la paz, o,
por el contrario, le volverá la espalda porque no se halla todavía preparado
para renunciar a su condición de pecador. Así, Cristo separará a los buenos de
los malos, el trigo de la paja. La reacción del hombre ante esta divina
presencia constituirá la prueba: o bien provocará la oposición de las
naturalezas egotistas, o, por el contrario, las galvanizará para regeneración y
resurrección.
Simeón le estaba llamando prácticamente el «divino Perturbador», aquel
que movería a los corazones humanos a declararse por el bien o por el mal. Una
vez puestos delante de El, tendrían que decidirse por la luz o por las
tinieblas. Delante de otro cualquiera podían ser «tolerantes»; pero su
presencia los desenmascara para que se vea si son terreno fértil o roca
estéril. No puede llegar a los corazones sin iluminarlos y dividirlos; una vez
ante su presencia, un corazón descubre a la vez los propios pensamientos acerca
del bien y acerca de Dios.
Esto jamás podría ser así si Él hubiera sido simplemente un maestro
humanitario. Simeón lo sabía muy bien, y dijo a la Madre de nuestro Señor que
su Hijo sufriría porque su vida estaría en oposición a las máximas
complacientes con que la mayoría de los hombres gobiernan su vida. Actuaría de
manera distinta según las almas, del mismo modo que el sol al iluminar la cera
la ablanda y al iluminar el barro lo endurece. No hay diferencia en el sol,
sino únicamente en los objetos que ilumina. Siendo la Luz del mundo,
constituiría un gozo para los buenos y que aman la luz; pero sería como un
proyector de exploración para los malos que prefiriesen vivir en las tinieblas.
La simiente es la misma, pero el suelo es diferente, y cada suelo será juzgado
conforme a la manera como reaccione la semilla. La voluntad de Cristo viene
limitada por la libre reacción de cada alma en el sentido de aceptar o de
rechazar. Esto es lo que quería decir Simeón con estas palabras: A fin de que
sean manifestados los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 35).
Una fábula oriental nos habla de un espejo mágico que permanecía límpido
cuando las personas buenas se miraban en él, y se empañaba al reflejarse en él
los malvados. Así, el dueño podía saber siempre cuál era el carácter de los que
se servían del espejo. Simeón estaba diciendo a la Madre de Cristo que su Hijo
sería como este espejo: los hombres le amarían o le odiarían según sus propias
reacciones. Una luz que se proyecta sobre una sensible placa fotográfica deja
impreso un cambio químico que ya no puede borrarse. Simeón estaba diciendo que
la luz de aquel Niño marcaría sobre cada uno el sello indeleble de su
presencia.
Simeón dijo también que el Niño revelaría las verdaderas disposiciones
internas de las personas. Pondría a prueba los pensamientos de todos los que
habrían de cruzarse en su camino. Pilato contemporizaría y luego vacilaría;
Herodes se mofaría; Judas se inclinaría hacia una especie de ambiciosa
seguridad social; Nicodemo se escabulliría entre las tinieblas en busca de la
Luz; los publicanos se volverían honrados; puras, las prostitutas; los jóvenes
ricos rechazarían la pobreza de El; los pródigos regresarían a sus hogares;
Pedro se arrepentiría; un apóstol se ahorcaría. Desde aquel día hasta el de hoy
sigue siendo blanco de contradicción. Era adecuado, por tanto, que muriese en
un leño cuyo madero vertical contradijera a su madero horizontal. El madero
vertical de la voluntad de Dios viene negado por el madero horizontal de la
voluntad humana contradictoria. Así como la circuncisión apuntaba hacia el
derramamiento de sangre, la purificación precedía su crucifixión.
Después de haber dicho que sería señal de contradicción, Simeón se
volvió a la madre y añadió: A ti misma una espada te traspasará el alma (Lc 2,
35).
Le dijo que su Hijo sería rechazado por el mundo, y que con su
crucifixión vendría la transfixión de ella. De la manera que Él quería la cruz
para sí, quería también la espada del dolor para su Madre. Si escogió ser Varón
de Dolores, eligió también para ella que fuera Madre de Dolores. Dios no
siempre escatima a los buenos el sufrimiento. El Padre no perdonó al Hijo, y el
Hijo no perdonó a la Madre. Con su pasión, ha de haber la compasión de ella. Un
Cristo sin dolor, que no pagara libremente por la culpa humana, quedaría
reducido al nivel de un guía ético; y una Madre que no compartiera sus
sufrimientos, no sería digna del gran papel que tenía que desempeñar.
Simeón no sólo desenvainó una espada, sino que dijo también dónde la
providencia tenía destinado que se blandiera. Posteriormente, aquel Niño habría
de decir: «He venido a traer espada.» Simeón dijo a María que sentiría su
espada en su corazón cuando su Hijo estuviera colgando de la señal de
contradicción, y ella estaría debajo, traspasada por la pena. La lanza que
físicamente traspasaría el corazón de Cristo traspasaría también místicamente
el corazón de María. El Niño había venido para morir, no para vivir, ya que su
nombre era «Salvador».
(Fulton J. Sheen, Vida de Cristo,
Ed. Herder, Barcelona, 1968, cap. 2, pp. 36-41)
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