sábado, 27 de octubre de 2012

Domingo XXX (ciclo b) San Agustín

Jesucristo
médico del alma
y del cuerpo

1. Cristo, Médico nuestro
—Sabéis como nosotros, hermanos míos, que nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el médico de nuestra salud eterna, y que tomó nuestra enferma naturaleza para que nuestra enfermedad no fuera sempiterna. Porque asumió un cuerpo mortal para en él matar la muerte. Y aunque crucificado en nuestra enfermedad, como dice el Apóstol, vive por la virtud de Dios. Del mismo Apóstol son, además, estas palabras: Ya no muere ni está sujeto a la muerte. Todo esto bien notorio es para vuestra fe, pero debemos también saber que todos los milagros que obró en los cuerpos tienen por blanco hacernos llegar a lo que ni pasa ni tendrá fin. Devolvió a los ciegos los ojos que había de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, el cual morirá por segunda vez. Todo lo que hizo en beneficio de los cuerpos no lo hizo para hacerlos inmortales, bien que al mismo cuerpo le habrá de dar en el fin una eterna salud; mas, como no eran creídas las maravillas invisibles, quiso por medio de acciones visibles y temporales levantar la fe hacia las cosas que no se ven.
2. Elogio de la fe actual de la Iglesia
—Nadie, pues, hermanos, diga que ahora ya no hace nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes; por donde los primeros tiempos de la Iglesia fueron mejores que los actuales.  Pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que creyeron porque vieron. La fe de los discípulos era por entonces en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado a su Maestro, no dieron crédito a sus ojos, antes necesitaron palparle. No los llenaba el verle con los ojos sin acercar a sus miembros las manos y tocar las cicatrices de las recientes llagas; y cuando sus manos le cercioraron de la realidad de las llagas, el discípulo incrédulo exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Quedaron las cicatrices como testimonio del que había sanado todas las llagas en otros. Sin duda podía el Señor resucitar sin cicatrices, pero conocía las llagas abiertas en el corazón de los discípulos, y conservó las de su cuerpo para sanarlos. ¿Qué dijo el Señor al discípulo que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mio? Creíste porque me haz visto; bienaventurados los que no ven y creen. ¿A quién se refiere sino a nosotros, hermanos? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan detrás de nosotros. Porque no mucho después, habiéndose alejado de sus ojos mortales para fortalecer la fe de sus corazones, cuantos en adelante creyeron en él creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito, porque para conquistarla no usaron del tocamiento de las manos, sino del acercamiento de su piadoso corazón.
3. Grandes milagros que hace Cristo ahora
Las obras milagrosas del Señor eran, pues, un convite a la fe, y esta fe se conserva en la Iglesia, extendida por todo el mundo, y obra hoy curaciones más grandes, para obtener las cuales no se desdeñó él de hacer aquellas menores; porque tanto la salud del alma lleva ventaja a la del cuerpo cuando éste desmerece de aquélla. Si los ciegos no abren ahora los ojos bajo la mano del Señor, ¡cuántos corazones no menos ciegos los abren a su palabra! Ahora no resucita a un cadáver, pero resucita el alma que yacía muerta en un cadáver vivo; ahora no se abren los oídos sordos del cuerpo, pero ¡cuántos corazones se han abierto a la acción penetrante de la palabra de Dios y pasan de la incredulidad a la fe, de una vida desordenada a un honesto vivir y de la rebeldía a la sumisión! He ahí, nos decimos, uno que vino a la fe, y nos pasmarnos porque conocíamos su dureza. Mas ¿por qué te maravillas de su fe, de su inocencia y fidelidad a Dios, sino porque ves ha recobrado la vista el ciego, y la vida el muerto, y el oído el que sabías era sordo? Porque hay otro género de muertos, de los cuales habló el Señor, cuando a un joven que difería seguirle con el fin de enterrar a su padre, le dijo: Deja que los muertos sepulten a sus muertos. Cierto que los muertos no pueden ser sepultureros de un muerto corporal, pues ¿cómo puede un cadáver enterrar a otro cadáver?; pero llámalos muertos y es fuerza lo sean en el alma; porque, según a menudo vernos muerto al dueño de la casa sin que la morada sufra detrimento, así también muchos llevan muerta el alma dentro de un cuerpo sano; y a éstos quiérelos despertar el Apóstol diciendo: Levántate tú que duermes; levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará. El que ilumina al ciego y resucita al muerto es el mimo cuya voz clama: Levántate tú que duermes. El ciego será iluminado cuando resucite. ¿A cuántos sordos veía el Señor delante cuando dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga? ¿Quién de los que allí estaban carecía del órgano del oído? Luego, ¿qué oídos pedía, sino los espirituales?
4. El ojo con que se ve a Dios
—Y ¿de qué ojos hablaba, dirigiéndose a hombres no corporalmente ciegos? Habiéndole dicho Felipe: Muéstranos, Señor, al Padre y nos basta, bien entendía que la vista del Padre podía bastarle; mas ¿podría bastar el Padre a quien no le bastaba el Igual al Padre? ¿Por qué? Porque no le veía. Y ¿por qué no le veía? Porque no estaba sano todavía el ojo por donde podía ser visto. Felipe veía en la humanidad del Señor lo que se mostraba a los ojos del cuerpo, lo cual veíanlo no solamente los fieles discípulos, sino también los judíos que le crucificaron. Pero Jesús podía ser visto de otra manera; de ahí el demandar otros ojos. Y por eso al que le dijo: Muéstranos el Padre, y tendremos bastante, le contestó: ¿Tanto tiempo como hace que estoy con vosotros, aún no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a Mí, ve también a mi Padre. A fin de sanarle los ojos de la fe, llámale hacia la fe para que pueda llegar a la visión; y para que no se imaginara Felipe que hay en Dios la misma figura corporal de Jesucristo nuestro Señor, añadió: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Acababa de decir: Quien a me ve, ve a mi Padre; mas los ojos de Felipe aun no estaban acomodados para ver al Padre, ni, por ende, para ver al Hijo, igual al Padre; y de ahí que, hallándose aún tierna la vista de su alma e incapaz de fijarse en tan viva luz, se pro­puso el Señor curarle y fortalecerle con el colirio y fomentos da la fe; y por eso le pregunta: ¿No crees que yo estoy en el Pa­dre y que el Padre está en mí? Así, pues, quien todavía no pueda ver lo que ha el Señor de mostrar al descubierto, en vez de buscar antes ver que creer, debe creer primero para sanar el ojo con que vea. A los ojos serviles mostrábaseles no más la naturaleza de siervo; igual a Dios sin haberlo usurpado, si hu­biera podido ser visto en lo que tiene de igual al Padre—en su misma igualdad—por los hombres, que vino a curar, ¿qué nece­sidad tenía de anonadarse a sí mismo tomando la naturaleza da esclavo? Pero, no habiendo modo de que fuese Dios visto—y habiéndolo de que fuera visto el hombre—, hízose hombre quien era Dios, para que lo que se veía en él nos dispusiera para ver lo que en él no se veía. Y así dice en otro lugar: Bienaventura­dos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Felipe, ciertamente, podía responder: Señor, estoy cierto de que te veo, ¿Es el Padre como lo que veo en ti?; porque nos dijiste: Quien me ve a mí, ve también a mi Padre. Antes de responder esto Felipe, tal vez antes de pensarlo, añadió Jesús: ¿No crees que estoy yo en el Padre y que está el Padre en mí? El ojo interior del discípulo no podía ver aún ni al Padre ni al Hijo, igual al Padre, y así, por que pudiera ver, era necesario lavárselo con el agua de la fe. Por donde, para que puedas ver algún día lo que hoy no puedes, cree lo que todavía no ves. Anda por el camino de la fe para llegar a la clara vista; porque, si la fe nos sostiene en el camino, la clara vista no será nuestra dicha en la patria, o como dice el Apóstol: Mientras vivamos en cuerpo, somos peregrinos de Dios; y para mostrarnos por qué somos peregrinos, aunque ya creemos, añade: Andamos por la fe y no en la realidad.
5. Nuestro único empeño en esta vida
—Así, pues, hermanos míos, todo nuestro empeño en esta vida ha de consistir sanar el ojo del corazón para ver a Dios. Ese fin tiene la celebración de los santos misterios, la predicación de la palabra divina, las amonestaciones morales de la Iglesia, o digamos, las que se proponen la enmienda de las costumbres y concupiscencias carnales y la renuncia, no sólo de palabra, sino de obra también, a este siglo; y el blanco de las divinas letras no es otro que purificar el interior de cuanto nos impide la vista de Dios. El ojo, hecho para ver esta luz corpórea, aunque celeste sin duda, pero material y sensible, no es peculiar del hombre; se ha concedido también a los más viles animales; y con estar hecho para eso, cuando algo entra en él se oscurece y queda privado de esta luz, y aunque ella le envuelve por doquier, el ojo la rehúye o tiene que privarse de ella; y no sólo le es extraña a luz, sino que le atormenta, bien que haya sido criado para verla; así el ojo del corazón, cuando está herido y oscurecido, él mismo se aparta de la luz de la justicia y no se atreve a contemplarla, ni puede hacerlo.
6. Agentes perturbadores del ojo del corazón
— ¿Que turba el ojo del corazón? La codicia, la avaricia, la injusticia, el amor del siglo; esto es lo que turba, lo que cierra, lo que ciega el ojo del corazón. Ahora bien, cuando se lastima un ojo del cuerpo, es de ver la presteza con que se le avisa al médico para que nos lo abra, lo limpie y lo cure, y podamos ver la luz. No hay dilación ni sosiego, antes se corre a llamarle para que nos saque la pajita que se nos ha caído dentro. Pues aunque ese sol que deseamos gozar con ojos sanos lo hizo Dios, mucho más brillante es quien lo hizo; pero su esplendor, destinado a los ojos del alma, no es de la misma naturaleza que el sol; esta divina luz es la eterna Sabiduría. ¡Oh hombre! Dios te ha hecho a su imagen y, habiéndote dado con qué ver el sol que hizo, ¿te habrá negado con qué verle a él, que te hizo, y esto a su imagen y semejanza? No lo dudes; él te ha dado unos y otros ojos; sin embargo, tanto como amas los ojos exteriores, otro tanto descuidas el interior, que llevas averiado y ciego; y es para ti un sufrimiento el que tu Criador quiera mostrársete; un sufrimiento, sí, para tu ojo antes de ser curado y sanado. Pecó Adán en el paraíso, y escondióse de la cara de Dios. Cuando tenía el corazón y la conciencia puros, gozábase de la presencia divina; mas, en cuanto el pecado lastimó su ojo interior, co­menzó a espantarle la divina luz y se acogió a las tinieblas y a las espesuras del bosque, huyendo de la Verdad y apeteciendo las sombras.
7. Experiencia ejemplar de Cristo
—En resolución, hermanos míos; puesto que descendemos de él, y, come dice el Apóstol, Todos mueren en Adán, pues todos venimos de estos primeros padres, si hemos rehusado someternos al Médico para enfermar, obedezcámosle para librarnos de la enfermedad. Cuando estábamos sanos, nos dio prescripciones el Médico para que no lo necesitásemos, No son los sanos, dice, los que necesi­tan de médico, sino los enfermos. Cuando sanos, no le obedecimos, y bien a nuestra costa hemos aprendido cuánto mal nos trajo el menosprecio de aquel mandato. Ahora, pues, estamos en­fermos desde el principio, sufrimos, yacemos en el lecho del dolor; mas no desesperemos. No pudiendo nosotros ir al Médico, el Médico se ha dignado venir a nosotros. No abandonó al enfermo el que fue despreciado por el enfermo antes de enfermar, ni ha cesado de dar otras prescripciones a quien rehusó las primeras, para que no enfermase. Como si le dijera: "Ya sabes por experiencia con cuánta verdad te dije: No toques esto. Sana ya y vuelve a la vida. Yo cargo sobre mí tu enfermedad; toma esta copa; es amarga, pero tú fuiste quien te hiciste penosos aquellos preceptos míos, tan dulces cuando yo los di y tenías tú salud. Habiéndoles tenido en poco, empezaste a enferma­r, y ahora no puedes sanar si no bebes el cáliz amargo de tentaciones en que abunda esta vida, el cáliz de las tribulaciones, de las angustias, de los dolores. Bebe, dice, bebe para cobrar la vida". Y por que no le respondiera el enfermo: "No puedo, no lo tolero, no bebo", bebió primero el médico sano, para que sin vacilación bebiese también el enfermo. Porque ¿hubo amargura en aquel cáliz que el Médico no bebiera? ¿Ul­trajes? El antes, cuando arrojaba los demonios, oyó decirle: Está endemoniado, y: En nombre de Belcebú echa los demonios. De donde, para consuelo de los enfermos, dice: Si han dicho del Padre de familias que era Belcebú, ¿cuánto más no lo dirán de los domésticos? Si son amargos los dolores, él fue atado, y azotado, y crucificado. Si es amarga la muerte, también murió Él. Si el enfermo se estremece ante la muerte, nada había entonces de más ignominioso que cierto género particular de muerte: la muerte de cruz; y no sin motivo, para encarecer su obediencia, dijo el Apóstol: Hízose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz
(SAN AGUSTÍN, Sermón 88, Ed. BAC, T VII. Madrid, 1964, pp. 200-208)


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