La santidad y la belleza de la vida de la Iglesia se manifiestan de un modo especial en las comunidades parroquiales. En ellas, la vida humana queda dignificada de forma sobre-humana por el Bautismo (nacimiento), por la Eucaristía (memorial de la Pascua y anticipo del Cielo), por los demás sacramentos, por la catequesis, por los funerales (muerte) o por la atención caritativa a pobres y a enfermos.
En esta ocasión, quiero fijarme especialmente en los funerales, que congregan en el templo a tantos fieles, parientes, amigos y vecinos, en un momento de especial profundidad humana. No todos son creyentes, ni todos practicantes. Sin embargo, en alguna medida, todos intuyen el misterio de la Iglesia, Esposa de Cristo, cuando recuerda como Madre la muerte de uno de sus hijos. De ahí que debamos celebrar las exequias litúrgicas con el mayor esmero y devoción. Mucho colaboran a ello los coros parroquiales, a quienes hemos de agradecer su preciosa participación en la liturgia.
Nuestro mayor agradecimiento es para los sacerdotes, que una y otra vez bendicen y santifican, con los ritos litúrgicos de las exequias, la muerte de sus feligreses. No nos cansemos de celebrar funerales, aunque sean muy numerosos en algunas parroquias y en ocasiones parezca que nuestro trabajo no es apreciado. «Hacedlo todo, para la gloria de Dios» (cf. 1Co 10,31). Si aquello que debemos hacer lo hacemos poniendo toda nuestra atención y nuestro amor por aquellos que Dios nos ha confiado, no caeremos en una rutina vacía y agobiante, sino que cada vez celebraremos las exequias con más esperanza y gozo espiritual. Hay algo que me preocupa hace tiempo en relación con este tema y que no debo ocultaros.
La semana pasada me escribía un diocesano refiriéndome algunas expresiones que venía oyendo en predicaciones de funerales, como «nuestro hermano ha muerto y ha resucitado», «goza ya de Dios en el cielo», y otras semejantes. «¿Son correctas esas frases?», me preguntaba, «¿son católicas?». Y añadía su extrañeza por el hecho de que muchas veces en los funerales se da gracias a Dios por el difunto, pero pocas se pide por él, por su purificación final y por su salvación eterna.
Responderé a estas preguntas recordando el Credo y ateniéndome a lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica , que es también mi enseñanza como obispo y la de todos los obispos católicos en comunión con el Papa.
-Muerte y resurrección no son simultáneas. Así lo enseña la fe de la Iglesia, formulada desde el principio. «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo» (Flp 3,20-21). Habla el Apóstol de la segunda venida de Cristo, la última y definitiva. Entonces se realizará la resurrección de los muertos, en el último día, en la Parusía, que ciertamente no se ha producido todavía. Así lo enseña el Catecismo: «Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día» (Catecismo, nº 1016). La resurrección de la carne en el último día, que va más allá de la simple inmortalidad del alma, es algo tan importante que San Pablo sufrió gustoso las burlas de los atenienses por defender esta verdad de fe (cf. Hch 17,32-34). Sigamos nosotros hoy su ejemplo.
-“Todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal” (2Cor 5,10). Ésta es la fe siempre confesada por la Iglesia, que el Catecismo hoy declara: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (Catecismo, nº 1022). Si olvidamos esto, vaciamos de sentido la pasión y muerte de Cristo, que ha tomado en serio nuestros pecados, y hacemos vanas sus propias palabras en el Evangelio (cf. Mt 25,31-46).
-El purgatorio existe, gracias a Dios. Y digo «gracias a Dios» pues no pocos vamos a necesitarlo, si por la misericordia de Dios morimos en su amistad pero aún necesitados de purificación. «Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación [son las «benditas almas del purgatorio»], sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (Catecismo, nº 1030). Es algo que se entiende muy bien, si se explica adecuadamente, pues todos somos conscientes de que, en nuestro estado actual, tenemos muchos apegos, vicios, etc. que nos separan de Dios y que necesitamos purificar para entrar verdaderamente en el cielo. Dios mismo tendrá que quitarnos nuestros harapos y ponernos el vestido de fiesta necesario para el banquete eterno.
-Debemos ofrecer sufragios en favor de las benditas almas del purgatorio. Así lo ha enseñado la Iglesia desde sus inicios, en toda su tradición litúrgica y en varios Concilios:«Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos» (Catecismo, nº 1032). También esto es algo que el pueblo cristiano siempre ha entendido perfectamente, y nosotros hoy no debemos ocultarlo. La unión de los bautizados en Cristo es tan fuerte, que ni siquiera la muerte puede romperla. Por lo tanto, nuestras oraciones siguen beneficiando a los hermanos que aún se encuentran en la purificación del purgatorio (purificatorio), al igual que ellos interceden por nosotros. No es pequeño el consuelo que en esta verdad pueden encontrar aquellos que han perdido a un ser querido.
-No nos avergoncemos de la Palabra divina, siempre enseñada fielmente por la Iglesia, Madre y Maestra. Si queremos que el edificio de nuestras vidas personales y comunitarias se fundamente en la fe de la Iglesia, y no en la opinión de algunos, debemos «perseverar en la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42). Aunque un ángel del cielo nos anunciara otras doctrinas, no debemos creerle (cf. Gál 1,6-9). Jesucristo concedió su autoridad a los apóstoles y ahora el Papa y los obispos hemos de seguir confirmando en la fe católica a nuestros fieles. Atrevernos a comunicar la verdad a nuestros hermanos es la acción que mejor expresa el amor y el respeto que por ellos tenemos.
+ Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
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