viernes, 21 de febrero de 2014

¿Qué es una herejía? - Hilaire Belloc

“Las Grandes Herejías”
Hilaire Belloc
 
Capítulo 1
Introducción. ¿Qué es una herejía?
¿Qué es una herejía y cual es la importancia histórica de algo así?
Al igual que la mayoría de las palabras modernas, “herejía” se utiliza tanto de un modo vago como diverso. Se la utiliza vagamente porque la mente moderna es tan adversa a la precisión cuando se trata de ideas como enamorada está de la precisión cuando se trata de medidas. Y es utilizada en forma diversa porque, de acuerdo a la persona que la utiliza, puede llegar a significar cualquiera de al menos cincuenta cosas.
Actualmente, para la mayoría de las personas (de las que utilizan el idioma inglés) la palabra “herejía” connota disputas pasadas y olvidadas, y antiguos prejuicios contrarios a un examen racional. Por consiguiente, se piensa que la herejía carece de interés contemporáneo. El interés en la herejía está muerto porque la herejía tiene que ver con cuestiones que ya nadie toma en serio. Se comprende que una persona puede interesarse en una herejía por curiosidad arqueológica, pero difícilmente resulte comprendido si llega a afirmar que la herejía ha tenido un gran efecto sobre la Historia y sigue siendo, hoy mismo, un impulso contemporáneo viviente.
Y sin embargo, la cuestión de la herejía en general tiene altísima importancia para el individuo y para la sociedad. Y la herejía en su significado particular (que es el de la herejía en la doctrina cristiana), es de especial interés para cualquiera que desee entender a Europa, al carácter de Europa, y a la Historia de Europa. Porque la totalidad de esa Historia, desde el surgimiento de la religión cristiana, ha sido la Historia de luchas y cambios, mayormente precedidos, con frecuencia aunque no siempre causados, y ciertamente acompañados por diversidades de doctrina religiosa. En otras palabras, “la herejía cristiana” es un subconjunto especial de primerísima importancia para la comprensión de la Historia europea porque, junto con la ortodoxia cristiana, constituye el acompañante y el agente constante de la vida de Europa.
Debemos comenzar con una definición, aunque el definir implique un esfuerzo mental y, por lo tanto, resulte antipático.
La herejía es la dislocación de una estructura completa y autosostenida mediante la introducción de la negación de una de sus partes esenciales.
Por “estructura completa y autosostenida” entendemos cualquier sistema afirmativo en física, matemáticas, filosofía o lo que fuere, en el cual las distintas partes son coherentes entre si y se sostienen mutuamente.
Por ejemplo, la antigua estructura de la física, frecuentemente llamada “newtoniana” en Inglaterra por haber sido Newton quien mejor la definió, es una estructura de esta clase. La variedad de cosas que se afirman en ella acerca del comportamiento de la materia, y especialmente la ley de la gravedad, no constituyen afirmaciones aisladas de las que cualquiera podría ser extraída sin desordenar el resto; por el contrario, son todas parte de una misma concepción o unidad de modo tal que, si modificamos una parte, la totalidad deja de funcionar.
Otro ejemplo de un sistema similar es nuestra geometría plana que hemos heredado de los griegos y a la cual llaman “euclidiana” quienes piensan (o esperan) haber descubierto una nueva geometría. Cada proposición de nuestra geometría plana en cuanto a que los ángulos internos de un triángulo plano son iguales a dos ángulos rectos; que el ángulo contenido en un semicírculo es un ángulo recto, y así sucesivamente; cada una de estas proposiciones no sólo se encuentra sostenida por cada una de las demás proposiciones del sistema sino que, a su vez, sostiene a cada parte individual de la totalidad.
“Herejía” significa, pues, la distorsión de un sistema por “excepción”: por la “extracción” de una parte de su estructura [1], e implica que el esquema queda dañado por haberse quitado parte del mismo, por haberse negado parte del mismo, o bien por haber dejado el vacío creado sin llenar, o bien por haberlo llenado con alguna afirmación nueva. Por ejemplo, el Siglo XIX construyó un esquema de crítica textual para establecer la fecha de un documento antiguo. Uno de los principios dentro de este esquema es que cualquier afirmación de lo maravilloso es necesariamente falsa. “Si en cualquier documento halla usted una maravilla, afirmada por el supuesto autor del documento, tiene usted derecho a concluir “(dicen los críticos textuales del Siglo XIX, hablando todos como un sólo hombre) “que el documento no fue contemporáneo, que no es de la fecha que pretende ser.” Pero aparece un nuevo y original crítico que dice: “No estoy de acuerdo. Pienso que ocurren maravillas y también pienso que las personas dicen mentiras.” Una persona irrumpiendo así es un hereje en relación a ese particular sistema ortodoxo. Una vez concedida esta excepción, todo un número de certezas negativas se vuelve inseguro.
Usted estaba seguro, por ejemplo, de que la vida de San Martín de Tours, tal como está expuesta por un testigo contemporáneo, no pertenecía a un testigo contemporáneo por las maravillas que relataba. Pero admitiendo el nuevo principio, el testigo podría ser contemporáneo después de todo, y por lo tanto puede ser aceptado como histórico si testimonia algo que no es en modo alguno maravilloso pero que no se encuentra en ningún otro documento.
En la biografía de un taumaturgo lee usted que resucitó a un hombre de entre los muertos en la basílica de Viena en el año 500. La escuela ortodoxa de la crítica diría que toda la historia es obviamente falsa y, por incluir maravillas, no es prueba de la existencia de una basílica en Viena en dicha fecha. Pero nuestro hereje, que desafía el canon ortodoxo de la crítica, dice: “Me parece que el biógrafo del taumaturgo puede haber estado mintiendo, pero no habría mencionado a la basílica y la fecha a menos que sus contemporáneos supiesen, como él sabía, que existió una basílica en Viena en dicha fecha. Una falsedad no presupone la falsedad universal en un narrador.” Y hasta puede aparecer un hereje todavía más audaz que podría decir: “Este pasaje no sólo constituye una evidencia perfectamente buena en favor de la existencia de una basílica en Viena por el año 500, sino que hasta considero posible que el hombre fue resucitado de entre los muertos.” Si sigue a cualquiera de los críticos, estará usted alterando todo el esquema de pruebas mediante el cual la Historia verdadera se separa de la falsa en la crítica textual contemporánea.
La negación completa de un esquema no es herejía y no posee el poder creativo de una herejía. Pertenece a la esencia de la herejía el dejar incólume gran parte de la estructura a la cual ataca. De esta manera puede seguir dirigiéndose a los fieles y continúa afectando sus vidas desviándolos de sus características originales. Es por ello que de las herejías se dice que “sobreviven por las verdades que retienen”.
Debemos destacar que, en cuanto al valor de la herejía como ámbito de estudio histórico, resulta indiferente que el esquema completo atacado sea verdadero o falso. Lo que nos ocupa aquí es la altamente interesante verdad que la herejía origina una nueva vida propia y afecta vitalmente a la sociedad que ataca. La razón por la cual las personas combaten la herejía no es tan sólo, ni principalmente, conservadorismo, una devoción a la rutina, disgusto por la perturbación de sus hábitos de pensamiento, sino mucho más por la percepción de que la herejía – en la medida en que gane terreno – producirá un estilo de vida y una configuración social contraria, irritante y quizás hasta mortal para el estilo de vida y la configuración social que producía el antiguo esquema ortodoxo.
Sirva lo dicho en beneficio del significado general y el interés de esa tan fértil palabra “herejía”.
En su significado particular (el utilizado en este libro) implica dañar por excepción el esquema completo constituido por la religión de la Cristiandad.
Por ejemplo, una parte esencial de esta religión (aún siendo sólo una parte) sostiene que el alma individual es inmortal; que la conciencia personal sobrevive a la muerte física. Ahora bien, las personas que creen en ello considerarán al mundo y a si mismas de cierta manera, se comportarán de cierta forma, y serán cierto tipo de personas. Si hacen una excepción – es decir: si recortan y extraen únicamente esta doctrina – pueden seguir conservando todo lo demás, pero el esquema estará cambiado; el estilo de vida, las características y todo el resto se volverán otra cosa. La persona que está convencida de que cuando muera todo habrá terminado de una vez para siempre, puede seguir creyendo en que Jesús de Nazareth fue Verdadero Dios de Verdadero Dios, que Dios es trino, que la Encarnación estuvo acompañada por un Nacimiento Virgen, que el pan y el vino se transforman en virtud de una formula particular. Esta persona podrá recitar una gran cantidad de oraciones cristianas y admirar y copiar a algunos cristianos ejemplares elegidos – pero será una persona bastante diferente de aquella otra que da por cierta la inmortalidad.
Debido a que la herejía en este sentido particular (la negación de una doctrina cristiana aceptada) afecta de este modo al individuo, afecta también a toda la sociedad, y cuando uno examina cierta sociedad formada por una religión en particular, necesariamente debe ocuparse extensamente de la distorsión o menoscabo de dicha religión. Ése es el interés histórico de la herejía. Por eso, quien quiera entender como es que Europa vino a ser lo que es y cuales fueron las causas de sus cambios, no puede darse el lujo de considerar la herejía como algo carente de importancia. Los eclesiásticos que en los concilios orientales lucharon con tanta furia por detalles de definiciones, tenían mucho más sentido histórico y se hallaban mucho más en contacto con la realidad que los escépticos franceses, familiares a los lectores ingleses a través de su discípulo Gibbon.
Por ejemplo, una persona que piensa que el arrianismo es una simple discusión semántica está dejando de ver que un mundo arriano sería mucho más parecido a un mundo mahometano y mucho menos parecido a lo que el mundo europeo de hecho llegó a ser. Esa persona está mucho menos en contacto con la realidad de lo que estuvo Atanasio cuando afirmó la importancia suprema del punto de doctrina. Aquél concilio local en París, que volcó el fiel de la balanza en favor de la tradición trinitaria, tuvo tanto efecto como una batalla decisiva; y el no comprender eso es ser un mediocre historiador.
Y la tesis no se refuta diciendo que ambos, tanto el ortodoxo como el hereje, sufrían de una ilusión; que estaban discutiendo cuestiones que no tenían una existencia real y que no merecían el esfuerzo de un debate. La cuestión es que la doctrina (y su negación) contribuyeron a la formación de la naturaleza de las personas y esa naturaleza así formada determinó el futuro de la sociedad que esas personas construyeron.
Y en relación con esto existe otra consideración demasiado frecuentemente omitida en nuestros tiempos. Es la siguiente: para grandes masas de seres humanos la actitud escéptica frente a cuestiones trascendentales no puede perdurar. Muchos han desesperado por el hecho de que esto sea así. Deploran la despreciable debilidad de la humanidad que compele a la aceptación de alguna filosofía o de alguna religión a fin de llevar adelante la vida en absoluto. Pero ésta es una cuestión de experiencia positiva y universal.
Por cierto, no hay forma de negarlo. Es un hecho simple. La sociedad humana no puede desenvolverse sin algún credo, porque un código o una norma son el producto de un credo. De hecho, a pesar de que algunos individuos – especialmente aquellos que disponen de existencias protegidas – pueden con frecuencia desempeñarse con un mínimo de certeza o hábito respecto de cuestiones trascendentales, una masa humana orgánica no puede vivir de esa forma. Así, la Inglaterra moderna está sostenida por toda una religión: la religión del patriotismo. Destruid eso por medio de algún desarrollo herético, “exceptuando” la doctrina de que el primer deber de una persona es hacia la sociedad política a la cual pertenece, e Inglaterra, tal como la conocemos, gradualmente cesará de ser y se convertirá en algo diferente.
La herejía, por lo tanto, no es un fósil. Es una materia de permanente y vital interés para la humanidad porque está ligada a la cuestión de la religión y sin alguna forma de religión ninguna sociedad humana ha perdurado ni podrá perdurar jamás. Quienes piensan que la cuestión de la herejía puede ser descuidada porque el término les suena pasado de moda y porque se relaciona con cierta cantidad de disputas hace tiempo abandonadas, están cometiendo el error de pensar en palabras en lugar de pensar en ideas. Es la misma clase de error que contrasta a los Estados Unidos como “república” con una Inglaterra “monárquica” cuando, por supuesto, el gobierno de los Estados Unidos es esencialmente monárquico y el gobierno de Inglaterra es esencialmente republicano y aristocrático. No tienen fin los equívocos que surgen del empleo ambiguo de las palabras. Pero si tenemos presente al hecho simple que un Estado, una política humana, o una cultura general, tiene que estar inspirada por algún cuerpo de normas morales, y que no puede haber cuerpo de normas morales sin doctrina, y si nos ponemos de acuerdo en llamar religión a cualquier cuerpo consistente de doctrina y moral; pues entonces aparecerá clara la importancia de la herejía como cuestión porque la herejía no significa más que “la propuesta de innovaciones religiosas por medio de la extracción de algo que ha constituido la religión aceptada en algún momento dado, con el fin de negarlo o reemplazarlo por otra doctrina extraña.”
El estudio de las sucesivas herejías cristianas, sus características y su trayectoria, posee un interés especial para todos los que pertenecemos a la cultura europea o cristiana; y la razón de ello debería ser evidente: nuestra cultura fue hecha por una religión. Los cambios o los desvíos de esa religión necesariamente afectarán a nuestra civilización como un todo.
Toda la Historia de Europa, con sus variadas comarcas y Estados y cuerpos generales durante los últimos dieciséis siglos, ha estado mayormente vuelta hacia las sucesivas herejías que aparecieron en el mundo cristiano.
Somos lo que actualmente somos principalmente porque ninguna de esas herejías finalmente desquició a nuestra religión ancestral; pero también somos quienes somos porque cada una de estas herejías afectó profundamente a nuestros padres durante generaciones enteras. Cada herejía dejó sus huellas y una de ellas, el gran movimiento mahometano, sigue teniendo al día de hoy influencia dogmática y preponderancia sobre una gran fracción de territorio que alguna vez fue enteramente nuestro.
Si uno se pusiese a catalogar a las herejías siguiendo la larga Historia de la Cristiandad, la lista de las mismas podría parecer casi infinita. Porque se dividen y se subdividen, están en todas las escalas, varían de lo local a lo general. Sus vidas se extienden desde menos de una generación hasta siglos enteros. La mejor forma de entender la materia es seleccionando algunos pocos ejemplos prominentes y estudiarlos para entender la gran importancia que puede tener una herejía.
Un estudio semejante se hace más fácil por el hecho de que nuestros padres reconocieron a la herejía por lo que era, le dieron en cada caso un nombre en particular, la sujetaron a una definición – y, por lo tanto, a ciertos límites – haciendo más fácil su análisis gracias justamente a dicha definición.
Por desgracia, en el mundo moderno se ha perdido el hábito de esas definiciones. La palabra “herejía”, habiendo venido a connotar algo extraño y pasado de moda, ya no se aplica a los casos que son claramente casos de herejía y deben ser tratados como tales.
Por ejemplo, en la actualidad está difundida la negación de lo que los teólogos llaman “dominio”, esto es: el derecho a la posesión de propiedades. Se afirma ampliamente que las leyes que permiten la propiedad privada de tierra y de capital son inmorales; que el suelo de dónde surgen todos los bienes productivos debería ser comunal y que cualquier sistema que permita su control por individuos o familias es un sistema equivocado y por lo tanto debe ser atacado y destruido.
A esta doctrina, que ya es bastante fuerte entre nosotros y que está ganando en fuerza y número de adherentes, no la llamamos herejía. La concebimos tan sólo como un sistema político o económico y cuando hablamos del comunismo nuestro vocabulario no sugiere nada teológico. Pero esto es solamente porque nos hemos olvidado del significado de la palabra “teológico”. El comunismo es tan una herejía como el maniqueísmo. Implica tomar el esquema moral con el que hemos vivido, extraer del mismo una parte en particular, negar esa parte e intentar su reemplazo por una innovación. El comunista retiene mucho del esquema cristiano: la igualdad humana, el derecho a la vida, y así sucesivamente. Niega tan sólo una parte.
Lo mismo vale en cuanto al ataque contra la indisolubilidad del matrimonio. Nadie llama “herejía” al conjunto de prácticas y afirmaciones modernas relacionadas con el divorcio, pero de hecho el divorcio es una herejía desde el momento en que su característica determinante es la negación de la doctrina cristiana del matrimonio y su sustitución consecuente por otra doctrina, a saber: la de que el matrimonio no es más que un contrato y además un contrato rescindible.
Del mismo modo es una herejía – un “cambio por excepción” – el afirmar que nada se puede saber de las cosas divinas, que todo no es más que mera opinión y que, por lo tanto, nuestras únicas guías para el manejo de los asuntos humanos deberían ser las cosas de las cuales se tiene certeza por la evidencia de los sentidos y por la experimentación. Quienes piensan de esta forma pueden conservar, y generalmente conservan, mucho de la moral cristiana; pero desde el momento en que niegan la certeza por la Autoridad – siendo que esta doctrina es parte de la epistemología cristiana – son herejes. No es herejía decir que la realidad puede ser aprehendida por medio del experimento, por percepción sensual o por deducción. La herejía consiste en afirmar que no puede ser aprehendida por medio de ninguna otra fuente.
Actualmente vivimos bajo un régimen de herejía que se distingue de los períodos herejes más antiguos tan sólo en que el espíritu herético se ha vuelto generalizado y aparece bajo varias formas.
Se verá que en las páginas siguientes he hablado del “ataque moderno” porque algún nombre hay que darle al asunto antes de poder discutirlo en absoluto. Pero la marea que amenaza con cubrirnos es tan difusa que cada uno tendrá que darle su propio nombre; no tiene una denominación genérica todavía.
Quizás lo tendrá más adelante, pero no antes de que se vuelva agudo el conflicto entre ese espíritu moderno anticristiano y la tradición permanente de la Fe a través de la persecución y el triunfo o la derrota de la misma. Quizás entonces se llame Anticristo.
 
[1] La palabra “herejía” se deriva del verbo griego “haireo” que al principio significó “yo tomo” o “yo apreso” y después vino a significar “yo extraigo”.
 


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