sábado, 1 de febrero de 2014

La presentación del Señor - Mons. Fulton Sheen

La presentación en el templo
 
En Belén habíase encontrado en un exilio; en la circuncisión fue un salvador anticipado; ahora, en la presentación, se convertía en un signo de contradicción. Cuando Jesús fue circuncidado, María fue purificada, aunque Él no necesitaba lo primero, porque era Dios, y ella no necesitaba lo segundo, porque había sido concebida sin pecado.
El hecho del pecado en la naturaleza humana viene subrayado no sólo por la necesidad de sufrir dolor para expiarlo en la circuncisión, sino también por la necesidad de purificación. Desde que Israel había sido liberado de la tiranía de los egipcios, una vez el ángel exterminador hubo dado muerte a los primogénitos de aquéllos, los judíos consideraron siempre a sus hijos primogénitos como dedicados a Dios.
Cuarenta días después de su nacimiento, que era el término indicado para un hijo varón, según la ley de Moisés, Jesús fue llevado al templo. En el Éxodo se decretaba que el primogénito pertenecía a Dios. En el libro de los Números, la tribu de Leví fue segregada de las demás tribus para desempeñar la función sacerdotal, y esta dedicación sacerdotal se entendía como substitución del sacrificio del primogénito, rito que jamás fue practicado. Pero, cuando el divino Niño fue llevado al templo por María, la ley de la consagración del primogénito fue observada en todos sus detalles, ya que la dedicación de este Niño al Padre era absoluta y lo conduciría hasta la cruz.
Encontramos aquí otro ejemplo de cómo Dios en su forma humana compartió la pobreza de la humanidad. Las ofrendas tradicionales para la purificación eran un cordero y una tórtola si los padres eran ricos, y dos tórtolas o dos palomas si los padres eran pobres. Así, la madre que trajo al mundo al Cordero de Dios no tuvo ningún cordero que ofrecer... salvo el Cordero de Dios. Dios fue presentado al templo a la edad de cuarenta días. Unos treinta años más tarde, Él mismo reclamaría el templo y lo emplearía como símbolo de su propio cuerpo, en el que habitaba la plenitud de la Divinidad. Ahora no era solamente el primogénito de María el que era presentado, sino el primogénito del eterno Padre. Siendo el primogénito del Padre, era presentado ahora como el primogénito de una humanidad restaurada. Una nueva raza comenzaba por medio de Él.
El carácter del hombre llamado Simeón, que se encontraba en el templo y que tomó en sus manos al Niño, se describe de esta manera tan sencilla: Este hombre era justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel (Lc 2, 25). Habíale sido revelado por el Espíritu santo: Que no vería la muerte      antes que viese al Cristo del Señor (Lc 2, 26).
Estas palabras parecen dar a entender que, tan pronto como uno ve a Cristo, el aguijón de la muerte desaparece. El anciano, tomando al Niño en sus brazos, exclamó con alegría: Ahora, oh Maestro, puedes, conforme a tu palabra, dejar que tu servidor se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, que tú has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para iluminar las naciones, y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 29-32).
Simeón era como un centinela al que Dios hubiera enviado para vigilar la aparición de la Luz. Cuando la Luz por fin apareció, él se hallaba ya dispuesto a entonar su Nunc dimittis. En el Niño pobre, llevado por unos padres pobres que hacían una ofrenda pobre, Simeón descubrió la riqueza del mundo. Cuando este anciano tenía en sus manos al Niño, no era como el anciano de que nos habla Horacio. No miraba hacia atrás, sino hacia delante, y no sólo al futuro de su propio pueblo, sino al futuro de todos los gentiles de todas las tribus y naciones de la tierra. Un anciano que en el ocaso de su vida hablaba de la promesa de un nuevo día. Con los ojos de la fe había visto anteriormente al Mesías; ahora podía cerrar los ojos de la carne porque ya no había cosa más hermosa sobre la cual mirar. Algunas flores se abren sólo al atardecer. Lo que acababa de ver ahora era la «Salvación», no la salvación de las garras de la pobreza, sino la salvación de los lazos del pecado.
El himno de Simeón fue un acto de adoración. Hay tres actos de adoración descritos en los primeros años de la vida del divino niño. La adoración por parte de los pastores, la de Simeón y Ana, la profetisa, y la de los magos paganos. El cántico de Simeón fue como un ocaso en que una sombra anuncia una substancia real. Fue el primer himno entonado por un ser humano en la vida de Cristo. Simeón, aunque se dirigía a María y a José, no se dirigió directamente al Niño. No habría estado bien que hubiese dado su bendición al que era el Hijo del Altísimo. Bendijo a ellos, mas no bendijo al Niño.
Después de este himno de alabanza, se dirigió solamente a la madre; Simeón sabía que era ella, y no José, quien estaba relacionada directamente con el Infante que sostenía en sus brazos. Vio además que se cernían para ella graves dolores y amarguras, mas no para José. Simeón dijo así: He aquí que este Niño es puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal de contradicción (Lc 2, 34).
Fue como si toda la historia del divino Niño pasara ante los ojos del anciano. Todos los detalles de aquella profecía habían de cumplirse en la vida de aquella criatura. Aquí se aludía claramente a la cruz, en un momento en que los diminutos brazos del Infante ni siquiera eran todavía lo suficientemente robustos para extenderse y formar una cruz. El Niño crearía una terrible lucha entre el bien y el mal, arrancando la careta de los rostros de todos, provocando así un odio terrible. Sería inmediatamente piedra de escándalo, espada que separaría lo malo de lo bueno y piedra de toque que revelaría los motivos y disposiciones de los corazones humanos. Los hombres ya no serían los mismos en el momento en que hubieran oído su nombre y aprendido acerca de su vida. Se verían obligados o bien a aceptarle o a rechazarle. Sobre Él no podría haber nada semejante a un compromiso: sólo sería posible aceptarle o rechazarle, la resurrección o la muerte. Por su misma naturaleza, haría que los hombres revelaran sus respectivas actitudes secretas hacia Dios. Su misión sería no poner las almas a prueba, sino redimirlas; y, sin embargo, porque sus almas eran pecadoras, algunos hombres detestarían la venida de Él.
Desde entonces, su sino sería hallar oposición fanática de parte de la humanidad hasta la muerte misma, y ello envolvería a María en crueles sinsabores. El ángel le había dicho  «Bendita tú entre las mujeres», y Simeón le estaba diciendo ahora que en su bienaventuranza sería Mater Dolorosa. Uno de los castigos del pecado original era que la mujer alumbraría a sus hijos con dolor; Simeón le decía que ella continuaría viviendo en el dolor de su Hijo. Si Él había de ser el Varón de Dolores, ella sería Madre de Dolores. Una Madona sin sufrimientos, junto a un Cristo sufriente, sería una Madona sin amor. Porque Cristo amó tanto a la humanidad, que quiso morir para expiar su culpa, quería también que su madre fuera envuelta en los pañales de sus propios sufrimientos.
Desde el momento en que hubo escuchado aquellas palabras de Simeón, ya nunca más volvería a levantar las manitas del Niño sin ver en ellas una sombra de los clavos; toda puesta de sol sería para ella una imagen teñida en sangre de la pasión de su Hijo. Simeón retiró la vaina que ocultaba el futuro a los ojos humanos e hizo que la acerada hoja del color del mundo brillara ante los ojos de María. Cada pulsación que advirtiera en las diminutas muñecas de su hijito sería para ella como el eco de un martillazo inminente. Si Él estaba siendo dedicado para la salvación mediante el sufrimiento, lo mismo cabía decir de ella. No bien acababa de ser botada al mar del mundo aquella joven vida, cuando ya Simeón, viejo marinero, hablaba de naufragios. Todavía ninguna copa de amargura procedente del Padre había rozado los labios del Niño, cuando una espada era mostrada ya a su Madre.
Cuanto más se acerca Cristo a un corázón, tanto más se hace éste conciente de la propia culpa; entonces pedirá clemencia y encontrará la paz, o, por el contrario, le volverá la espalda porque no se halla todavía preparado para renunciar a su condición de pecador. Así, Cristo separará a los buenos de los malos, el trigo de la paja. La reacción del hombre ante esta divina presencia constituirá la prueba: o bien provocará la oposición de las naturalezas egotistas, o, por el contrario, las galvanizará para regeneración y resurrección.
Simeón le estaba llamando prácticamente el «divino Perturbador», aquel que movería a los corazones humanos a declararse por el bien o por el mal. Una vez puestos delante de El, tendrían que decidirse por la luz o por las tinieblas. Delante de otro cualquiera podían ser «tolerantes»; pero su presencia los desenmascara para que se vea si son terreno fértil o roca estéril. No puede llegar a los corazones sin iluminarlos y dividirlos; una vez ante su presencia, un corazón descubre a la vez los propios pensamientos acerca del bien y acerca de Dios.
Esto jamás podría ser así si Él hubiera sido simplemente un maestro humanitario. Simeón lo sabía muy bien, y dijo a la Madre de nuestro Señor que su Hijo sufriría porque su vida estaría en oposición a las máximas complacientes con que la mayoría de los hombres gobiernan su vida. Actuaría de manera distinta según las almas, del mismo modo que el sol al iluminar la cera la ablanda y al iluminar el barro lo endurece. No hay diferencia en el sol, sino únicamente en los objetos que ilumina. Siendo la Luz del mundo, constituiría un gozo para los buenos y que aman la luz; pero sería como un proyector de exploración para los malos que prefiriesen vivir en las tinieblas. La simiente es la misma, pero el suelo es diferente, y cada suelo será juzgado conforme a la manera como reaccione la semilla. La voluntad de Cristo viene limitada por la libre reacción de cada alma en el sentido de aceptar o de rechazar. Esto es lo que quería decir Simeón con estas palabras: A fin de que sean manifestados los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 35).
Una fábula oriental nos habla de un espejo mágico que permanecía límpido cuando las personas buenas se miraban en él, y se empañaba al reflejarse en él los malvados. Así, el dueño podía saber siempre cuál era el carácter de los que se servían del espejo. Simeón estaba diciendo a la Madre de Cristo que su Hijo sería como este espejo: los hombres le amarían o le odiarían según sus propias reacciones. Una luz que se proyecta sobre una sensible placa fotográfica deja impreso un cambio químico que ya no puede borrarse. Simeón estaba diciendo que la luz de aquel Niño marcaría sobre cada uno el sello indeleble de su presencia.
Simeón dijo también que el Niño revelaría las verdaderas disposiciones internas de las personas. Pondría a prueba los pensamientos de todos los que habrían de cruzarse en su camino. Pilato contemporizaría y luego vacilaría; Herodes se mofaría; Judas se inclinaría hacia una especie de ambiciosa seguridad social; Nicodemo se escabulliría entre las tinieblas en busca de la Luz; los publicanos se volverían honrados; puras, las prostitutas; los jóvenes ricos rechazarían la pobreza de El; los pródigos regresarían a sus hogares; Pedro se arrepentiría; un apóstol se ahorcaría. Desde aquel día hasta el de hoy sigue siendo blanco de contradicción. Era adecuado, por tanto, que muriese en un leño cuyo madero vertical contradijera a su madero horizontal. El madero vertical de la voluntad de Dios viene negado por el madero horizontal de la voluntad humana contradictoria. Así como la circuncisión apuntaba hacia el derramamiento de sangre, la purificación precedía su crucifixión.
Después de haber dicho que sería señal de contradicción, Simeón se volvió a la madre y añadió: A ti misma una espada te traspasará el alma (Lc 2, 35).
Le dijo que su Hijo sería rechazado por el mundo, y que con su crucifixión vendría la transfixión de ella. De la manera que Él quería la cruz para sí, quería también la espada del dolor para su Madre. Si escogió ser Varón de Dolores, eligió también para ella que fuera Madre de Dolores. Dios no siempre escatima a los buenos el sufrimiento. El Padre no perdonó al Hijo, y el Hijo no perdonó a la Madre. Con su pasión, ha de haber la compasión de ella. Un Cristo sin dolor, que no pagara libremente por la culpa humana, quedaría reducido al nivel de un guía ético; y una Madre que no compartiera sus sufrimientos, no sería digna del gran papel que tenía que desempeñar.
Simeón no sólo desenvainó una espada, sino que dijo también dónde la providencia tenía destinado que se blandiera. Posteriormente, aquel Niño habría de decir: «He venido a traer espada.» Simeón dijo a María que sentiría su espada en su corazón cuando su Hijo estuviera colgando de la señal de contradicción, y ella estaría debajo, traspasada por la pena. La lanza que físicamente traspasaría el corazón de Cristo traspasaría también místicamente el corazón de María. El Niño había venido para morir, no para vivir, ya que su nombre era «Salvador». 
(Fulton J. Sheen, Vida de Cristo,  Ed. Herder, Barcelona, 1968, cap. 2, pp. 36-41)
 

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