viernes, 23 de junio de 2023

Leyendas negras de la Iglesia - Prefacio del Cardenal Giacomo Biffi

 


PREFACIO

Cuando un muchacho, educado cristianamente por la familia y la comunidad parroquial, a tenor de los asertos apodícticos de algún profesor o algún texto empieza a sentir vergüenza por la historia de su Iglesia, se encuentra objetivamente en el grave peligro de perder la fe. Es una observación lamentable, pero indiscutible; es más, mantiene su validez general incluso fuera del contexto escolástico.

Aquí tenemos un problema pastoral de los más punzantes; y sorprende constatar la poca atención que recibe en los ambientes eclesiales.

Para salvar nuestra alegría y orgullo de pertenecer al «pequeño rebaño» destinado al Reino de Dios, no sirve la renuncia a profundizar en las cuestiones que se plantean. Es indispensable, por el contrario, la aptitud para examinar todo con tranquila ecuanimidad: en oposición a lo que comúnmente se piensa, la escéptica cultura contemporánea no carece de cuentos, sino de espíritu crítico; por eso el Evangelio se encuentra tan a menudo en posición desfavorable.

Tal como he dicho en repetidas ocasiones, el problema más radical a consecuencia de la descristianización no es, en mi opinión, la pérdida de la fe, sino la pérdida de la razón: volver a pensar sin prejuicios ya es un gran paso hacia adelante para descubrir nuevamente a Cristo y el proyecto del Padre.

Por otra parte, también es verdad que la iniciativa de salvación de Dios tiene una función sanadora integral: salva al hombre en su totalidad; incluida, por lo tanto, su natural capacidad cognoscitiva.

La alternativa de la fe no es, en consecuencia, la razón y la libertad de pensamiento, tal como se nos ha repetido obsesivamente en los últimos siglos; sino, al menos en los casos de extrema y desventurada coherencia, el suicidio de la razón y la resignación a lo absurdo.

Con respecto a la historia de la Iglesia y a las dificultades pastorales que provoca, conviene recordar la necesidad de un triple análisis.

El primero es de carácter esencialmente teológico, tal que puede ser compartido sólo por quien posee «los ojos de la fe». Se trata fundamentalmente de adquirir y llevar al nivel de la conciencia una eclesiología digna de este nombre. Se podrá llegar a comprender en ella que la Iglesia es, como decía san Ambrosio, ex maculatis immaculata: una realidad intrínsecamente santa constituida por hombres todos ellos, en grado y medida diferente, pecadores.

Aquí está precisamente su prodigio y su encanto: el Artífice divino, usando la materia pobre y defectuosa que la humanidad le pone a su disposición, consigue modelar en cada época una obra maestra, resplandeciente de verdad absoluta y sobrehumana belleza; verdad y belleza que también son nuestras, de cada uno de nosotros, según la proporción de nuestra efectiva participación en el cuerpo de Cristo.

Se muestra así verdadero y agudo teólogo —sea cual sea su especialización académica y su cultura reconocida— no tanto el que se indigna y escandaliza porque hay obispos que, en su opinión, son asnos, como el que se conmueve y entusiasma porque —admítase la irreverencia— hay asnos que son obispos.

Bajo este aspecto, el creyente puede acercarse a las vicisitudes y acontecimientos de la historia de la Iglesia con ánimo mucho más emancipado que el que no es creyente: su eclesiología le permite no considerar a priori inaceptable ningún dato que resulte realmente establecido y cierto, por deshonroso que parezca para el nombre cristiano; mientras que el incrédulo se sentirá obligado a rechazar o banalizar todo heroísmo sobrehumano, los valores trascendentes, los milagros que encuentra sobrenaturalmente motivados. Más o menos lo que ocurre en el caso del Santo Sudario, por mencionar un tema que apasiona a Messori.

Formalmente, como sabemos, nuestra fe no resulta afectada, cualquiera que sea el modo en que la ciencia decida pronunciarse: incluso podríamos permitimos el lujo de no creer en lo que ella diga. Aceptar la autenticidad de esa sábana, en cambio, es moralmente imposible para quien no reconoce en Jesús de Nazaret el Cristo, hijo del Dios viviente, por lo inexplicable que es el cúmulo de eventos extraordinarios que caracterizan su origen y su conservación. Lα sospecha de prejuicio, ya se ve, cae, en este caso, en el campo de Agramante más que en el de los Paladinos.

El segundo tipo de análisis es de índole filosófica, y pueden compartirlo todos los que dispongan de un mínimo de honestidad intelectual.

Cuando se habla de culpas históricas de la Iglesia, no hay que desestimar el hecho de que ésta es la única realidad que permanece idéntica en el curso de los siglos, y por tanto acaba siendo también la única llamada para responder de los errores de todos.

¿A quién se le ocurre preguntarse, por ejemplo, cuál fue, en la época del caso Galileo, la posición de las universidades y otros organismos de relevancia social respecto a la hipótesis copernicana? ¿Quién le pide cuentas a la actual magistratura por las ideas y las conductas comunes de los jueces del siglo XVII? O, para ser aún más paradójico, ¿a quién se le ocurre reprochar a las autoridades políticas milanesas (alcalde, prefecto, presidente de la región) los delitos cometidos por los Visconti y los Sforza?

Es importante observar que acusar a la Iglesia viva de hoy en día de sucesos, decisiones y acciones de épocas pasadas, es por sí mismo un implícito pero patente reconocimiento de la efectiva estabilidad de la Esposa de Cristo, de su intangible identidad que, al contrario de todas las demás agrupaciones, nunca queda arrollada por la historia; de su ser «casi-persona» y por lo tanto, sólo ella, sujeto perpetuo de responsabilidad.

Es un estado de ánimo que —precisamente a través de las actitudes de venganza y la vivacidad de los rencores— revela casi un initium fidei en el misterio eclesial: lo que, posiblemente, provoca la hilaridad de los ángeles en el Cielo.

Pero una vez asimiladas estas anotaciones, digamos, de «eclesiología sobrenatural y natural», uno no puede eximirse de analizar con mayor concreción la cuestión: se hace por lo tanto necesario examinar la credibilidad de lo que comúnmente se dice y se escribe sobre la Iglesia.

Hay que averiguar la verdad, salvarla de las alteraciones, proclamarla y honrarla, cualquiera que sea la forma en la que se presenta y la fuente de información. Más de una vez santo Tomás de Aquino nos enseña que omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est («cualquier verdad, quienquiera la diga, viene del Espíritu Santo»); y sería suficiente esta cita para observar la envidiable amplitud de espíritu que caracterizaba a los maestros medievales.

Recíprocamente, también hay que decir que las falsedades, las manipulaciones y los errores deben ser desenmascarados y condenados, cualquiera que sea la persona que los proponga y cuán amplia sea su difusión.

Ahora bien, es necesario que nos demos cuenta de una vez —dice, entre otras cosas, Vittorio Messori en estas páginas— del cúmulo de opiniones arbitrarias, deformaciones sustanciales y auténticas mentiras que gravitan sobre todo lo que históricamente concierne a la Iglesia. Nos encontramos literalmente sitiados por la malicia y el engaño: los católicos en su mayoría no reparan en ello, o no quieren hacerlo.

Si recibo un golpe en la mejilla derecha, la perfección evangélica me propone ofrecer la izquierda. Pero si se atenta contra la verdad, la misma perfección evangélica me obliga a consagrarme para restablecerla: porque allá donde se extingue el respeto a la verdad, empieza a cerrarse para el hombre cualquier camino de salvación.

De esta firme convicción, me parece, ha nacido este libro, que esperamos se convierta de inmediato en un instrumento indispensable para la moderna acción pastoral.

Algunas veces me imagino que el cuerpo de la cristiandad actual padece, por así decirlo, algún tipo de deficiencia inmunitaria.

La agresión al Reino de Dios iam praesens in mysterio es fenómeno de todos los tiempos, y de ello el Señor nos ha avisado repetidamente, aunque en las últimas décadas no hemos escuchado mucho sus palabras sobre el tema.

En cambio, lo que especialmente caracteriza nuestra época es el principio de que no se debe reaccionar: la retórica del diálogo a toda costa, un malentendido irenismo, una rara especie de masoquismo eclesial parecen inhibir todas las defensas naturales de los cristianos, de manera que la virulencia de los elementos patógenos puede realizar sin obstáculos sus devastaciones.

Afortunadamente, el Espíritu Santo nunca deja sin intrínseca protección a la Esposa de Cristo. Permanece siempre activo, estimulando las antitoxinas necesarias bajo diferentes formas y a diferentes niveles.

El presente volumen —que recoge gran parte de los apreciados artículos del «Vivaio» de Vittorio Messorì, sección del diario católico nacional— es precisamente uno de estos remedios providenciales para nuestros males: su aparición es una señal de que Dios no ha abandonado a su pueblo.

Messorì es, gracias a Dios, autor original y muy personal. Y no es obligatorio compartir singularmente todas sus geniales opiniones, pero no podemos dejar de compartir, todos —y apreciar todos— su valiente servicio a la verdad y su amor por la Iglesia.

 

Cardenal GIACOMO BIFFI

Arzobispo de Bolonia

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vistas de página en total

contador

Free counters!