La
entrega a Dios
Supongo que a muchas personas habrá chocado el que en los
últimos tiempos se hayan relajado tanto la rigidez y severidad le la religión
de las primeras épocas. Ha tenido lugar un abandono gradual de los deberes
duros, que en un principio se exigían por encima de todo. Hubo un tiempo en que
todas las personas, para hablar en; general, se abstenían de comer carne
durante toda la Cuaresma. Sobre este punto: a la vez ha habido más dispensas y
este mismo año una reciente. ¿Qué significa esto? ¿Qué consecuencia podemos
sacar?
Es ésta una cuestión que vale
la pena considerar. Pueden darse varias respuestas, pero me voy a limitar a una
de ellas.
Yo respondo que el ayuno es
sólo una rama de un deber grande e importante: nuestra subordinación a Cristo.
Debemos entregarle todo lo que tenemos, todo lo que somos, no debemos retener
nada. Debemos presentar ante El, como cautivos con los que puede hacer lo que
quiera, nuestra alma y nuestro cuerpo, nuestra razón, nuestro criterio,
nuestros afectos, nuestra imaginación, nuestros sentidos, nuestro deseo. Lo
importante es subordinarnos, pero en la forma particular en la que debe
expresarse el gran precepto del autodominio y la propia entrega, que depende de
la persona como tal y del tiempo o el lugar. Lo que está bien en una época o
una persona, no lo está en otras.
Hay otros ejemplos de cambios.
Así, la devoción a los santos es una práctica católica. Está fundamentada en
una clara doctrina católica y ha sido siempre la misma desde el principio. Sin
embargo es cierto que el objeto principal de dicha devoción ha variado a través
de los tiempos, y ahora, igualmente, varía según los individuos, de tal manera
que una persona tiene devoción a un santo y otra a otro; y de modo semejante ha
variado ampliamente en la Iglesia; por ejemplo, justo al principio, los
mártires acapararon la atención principal, como era natural. Era lógico, cuando
los amigos iban muriendo diariamente bajo la espada o empalados ante sus ojos,
que los cristianos dirigieran su devoción, en primera instancia, a los
espíritus glorificados de aquéllos. Cuando quedó garantizado un tiempo de paz
externa, el pensamiento de la Santísima Virgen tomó su puesto en los corazones
de los fieles y hubo una devoción a Ella mayor que antes. Y este pensamiento de
la Santísima Virgen ha crecido con más fuerza y claridad y con mayor influjo
sobre las mentes de la Iglesia. Los siervos devotos de María eran relativamente
pocos en los primeros tiempos; ahora hay muchos.
Otro ejemplo: la lucha actual
contra los espíritus malignos podría parecer muy diferente de lo que fue en los
primeros tiempos. Ellos atacan en una época civilizada de manera más sutil que
en época primitiva. En la vida de los santos y en otros lugares, leemos acerca
del espíritu maligno como mostrándose y luchando con ellos cara a cara; pero
ahora esos experimentados y sutiles espíritus se encuentran que es más
conveniente para ellos no mostrarse a sí mismos, o por lo menos no tanto.
Consideran más interesante dejar extinguir gradualmente en las mentes de los
hombres la idea de su existencia, para, no siendo reconocidos, poder hacer más
daño. Y asaltan a los hombres de una manera más sutil; no groseramente,
mediante alguna tentación burda que cualquiera puede entender, sino de alguna
forma más refinada. Se dirigen a nuestro orgullo y a nuestra propia estimación,
o a nuestro amor al dinero, o a la comodidad, o a nuestro afán de ostentación,
o a nuestra razón depravada, y de este modo dominan realmente a personas que
parecen, a primera vista, completamente superiores a la tentación.
Apliquemos ahora estos ejemplos al caso que nos importa. De lo
dicho no se sigue que a vosotros no os concierna nada en cuanto a
mortificación, aunque no tengáis que ayunar tan rígidamente como antiguamente.
Es razonable pensar que puede ocupar su lugar algún otro deber del mismo tipo
general, y, por lo tanto, el permiso concedido para comer nos puede sugerir que
seamos más severos, en cambio, en otro particular.
Y esta hipótesis está
confirmada por la historia de las tentaciones de Nuestro Señor en el desierto.
La cosa empezó, observaréis, con un intento por parte del espíritu maligno para
hacerle romper impropiamente su ayuno. Empezó, pero no terminó ahí. No fue más
que la primera de las tres tentaciones, y las otras dos fueron dirigidas más a
su mente que a sus deseos materiales. Una fue que se arrojara desde lo alto del
pináculo, la otra la oferta de todos los reinos del mundo. Eran tentaciones más
sutiles. Ahora bien, hemos empleado sutil y es necesaria alguna explicación.
Por tentación sutil o pecado sutil quiero indicar uno difícil de
descubrir. Todo el mundo sabe lo que es romper los diez mandamientos, el
primero, el segundo, el tercero, etcétera. Cuando una cosa está ordenada
directamente y el demonio nos tienta para que la quebrantemos, no se trata de
una tentación sutil, sino de una burda y grosera. Pero hay un gran número de
cosas malas que no son tan evidentemente malas. Son malas porque conducen a lo
que es malo o porque son malas las consecuencias; o son malas porque son lo
mismo que aquello que está prohibido, pero disfrazado y considerado desde otro
punto de vista. La mente humana es muy engañosa; cuando algo está prohibido, no
gusta hacerlo directamente, pero se hace lo prohibido si se puede conseguir por
algún camino. Es como un hombre que tiene que llegar a un lugar determinado.
Primero intenta ir en línea recta, pero encuentra el camino bloqueado; entonces
da un rodeo. Al principio no pensaríais que va en la dirección correcta;
empieza quizá formando un ángulo recto con ella, pero inmediatamente hace una
pequeña curva, luego otra, hasta que, por fin, va a su destino. O también, es
como un buque navegando con viento contrario; pero tomando primero esta
dirección, y después aquélla, los marinos consiguen, por fin, alcanzar su
destino. Este, pues, es un pecado sutil, que al principio parece que no es
pecado, pero acaba, mediante un rodeo, en el mismo punto que un pecado directo
y claro.
Pongamos algunos ejemplos. Si el demonio tentara a alguien a
salir al camino a robar, ésta sería una tentación clara y directa; pero si le
tentara a hacer algo injusto en el curso de un negocio, que perjudicara a otro
y le favoreciera a él mismo, sería una tentación más sutil. El hombre tomaría
lo que era de su prójimo, pero su conciencia no se impresionaría tanto. Así, el
equívoco es un pecado más sutil que la mentira directa. De la misma forma, una
persona sin intoxicarse puede, sin embargo, comer demasiado. La glotonería es
un pecado más sutil que la embriaguez, porque no se nota tanto. Asimismo, los
pecados del alma son más sutiles que los del cuerpo. La infidelidad es un pecado
más sutil que la liviandad.
Incluso en el caso de Nuestro Señor, el tentador empezó
dirigiéndose a los deseos materiales. Había ayunado durante cuarenta días y
estaba hambriento. Por eso el demonio le tentó para que comiera. Pero cuando El
no consintió, el tentador continuó con unas tentaciones más sutiles. Tentó su
orgullo espiritual y su ambición de poder. Muchos hombres que evitarían la
intemperancia no repararían en su pecado de ansia de poder o su orgullo por sus
dotes espirituales; esto es, reconocerían que estas cosas son malas, pero no
verían que eran culpables de ellas.
Además, observo que una edad civilizada está más expuesta a los
pecados sutiles que una edad ruda. ¿Por qué? Por esta sencilla razón, porque es
más fértil en excusas y evasiones. Se puede defender el error y cegar así los
ojos de aquellos que no tienen una conciencia muy vigilante. Se puede hacer
plausible el error, se puede hacer considerar el vicio como virtud. El pecado
se dignifica con nombres elegantes; a la avaricia se la designa como el propio
cuidado de la familia, o de la industria; al orgullo se le llama independencia;
a la ambición, grandeza de espíritu; al resentimiento, amor propio y sentido del
honor, y así sucesivamente.
Tal es esta época, y por eso la forma de negarnos a nosotros
mismos debe ser muy distinta de la de una época primitiva. A los bárbaros
recientemente convertidos, o a las muchedumbres belicosas, de fiero espíritu y
de gran fuerza, nada podía domarles mejor que el ayuno. Pero nosotros somos muy
diferentes. Sea por el curso natural de los siglos, sea por nuestro modo de
vivir, por la amplitud de nuestras ciudades o por otras causas, el caso es que
nuestras fuerzas son débiles y no podemos soportar lo que aguantaban nuestros
antecesores. Así, hay muchas personas que de alguna manera deben ser dispensadas,
bien por su duro trabajo, o bien porque nunca poseen lo suficiente y no se les
puede pedir tal restricción en Cuaresma. Estas son razones por las cuales la
ley del ayuno no es tan estricta hoy como lo fue una vez. Y permitidme que os
diga que la ley que la iglesia nos impone ahora, aunque indulgente, es, sin
embargo, estricta también. Prueba a una persona. Para la mayoría de la gente es
prueba una sola comida al día, aunque algunos días esté permitido tomar carne.
Para nuestras débiles constituciones basta con que haya una mortificación de la
sensualidad. Sirve al fin para el que fue instituido el ayuno. Por otra parte,
siendo tan ligera como es, tanto más suave que en los primeros tiempos, nos
sugiere que jun-to a la glotonería y la embriaguez hay muchos otros pecados y
debilidades que mortificar. Nos sugiere que tal como nos es-forzamos en ser
limpios y sin manchas en nuestro cuerpo, estemos en guardia para no ser sucios
y llenos de pecado en nuestros pensamientos, inclinaciones y deseos.
Justo cuando acababa la edad ruda del mundo y empezaba una edad
llamada de luz y civilización—me refiero al siglo XVI—, la Providencia de Dios
Todopoderoso suscitó dos santos. Uno procedía de Florencia, el otro de España,
y coincidieron en Roma. Eran entre sí lo más distinto que dos hombres puedan
ser: distintos por su historia, por su carácter, y por las ins-tituciones
religiosas que más tarde, por la gracia providente de Dios, habrían de fundar.
El español había sido soldado; su historia era apasionante. Había sido agitado
por la guerra, y, después de su conversión, fundó una compañía de
caballeros—pueden llamarse así—que quedaban alistados a una especie de servicio
militar en defensa de la Santa Sede. El florentino era santo desde muchacho; no
cometió, quizá, jamás un pecado mortal, y fue un santo sedentario, de casa.
Vivió en Roma durante cuarenta años, sin dejarla nunca. El florentino es San
Felipe Neri, y el español San Ignacio. Estos dos santos tan dispares fueron
ambos grandes maestros de la gracia, la abstinencia y el ayuno en sus propias
personas. Su ascetismo personal fue maravilloso y, sin embargo, estas dos
grandes lumbreras, tan mortificadas ellas mismas y tan dispares entre sí,
coincidieron en este punto: no imponer sacrificios corporales de cierta
extensión a sus discípulos, sino mortificación del espíritu, de la voluntad, de
las inclinaciones, de los sentidos, del juicio, de la razón. Estuvieron
iluminados divinamente para ver que la época que se aproximaba, en cuyos
comienzos se encontraban ellos, requería sobre todo mortificación de la razón y
la voluntad más bien que del cuerpo, aunque fuera, desde luego, necesario esto
también.
Pues bien, hermanos míos, yo he sacado mi conclusión práctica.
Lo que todos nosotros necesitamos más que ninguna otra cosa, lo que esta época
necesita, es que la inteligencia y la voluntad se sometan a una ley.
Actualmente no tiene ninguna; su ley es la propia voluntad; su medida de toda
verdad, la propia razón. No se doblega ante ninguna autoridad, no se somete a
la ley de la fe. Es sabia a sus propios ojos y confía en sus propios recursos.
Y vosotros, que vivís en el mundo, estáis en peligro de ser seducidos por él y
participar de su pecado, y, finalmente, de su castigo. Permitidme ahora, para
terminar, que os sugiera uno o dos puntos con los cuales podréis nutrir
vuestras mentes, que lo necesitan más incluso que vuestros cuerpos.
Por ejemplo, en cuanto a la curiosidad. ¡Qué tiempo se pierde,
por no hablar de otras cosas, en esta época por la curiosidad acerca de cosas
que no nos conciernen en absoluto! No hablo contra el interés por las noticias
del día en general, porque la marcha del mundo debe interesar siempre al
cristiano, debido a su relación con la suerte de la Iglesia; me refiero a la
curiosidad vana, la afición al escándalo, a la palabrería, el curioseo de la
vida privada de las personas, la curiosidad acerca de desgracias o de injurias
y asuntos personales, y, aún más frecuente y peor, la curiosidad sobre el
pecado. ¡Qué extraña curiosidad morbosa se siente a veces por conocer las
historias de los mismos asesinos y malhechores! Y peor aún, duro es decirlo,
pero cuánta curiosidad mala existe por conocer hechos turbios, de los que el
Apóstol dice que es vergonzoso hablar. Muchas personas, sin intención de caer
en lo mismo, leen, llevadas por una curiosidad malsana, lo que no debieron
leer. Este es, en una forma u otra, el pecado más frecuente de los muchachos, y
sufren con él. El conocimiento del mal es el primer paso para caer en él. Así,
pues, en esta Cuaresma que empezamos ahora estamos llamados a mortifi-carnos
acerca de estas cosas. Mortifiquemos la curiosidad. El deseo de conocer es, en
sí mismo, valioso, pero puede ser exagerado, puede distraernos de cosas
superiores, puede quitarnos mucho tiempo; es una vanidad. El predicador
distingue entre instrucción provechosa y no provechosa cuando dice: "Las
palabras del sabio son como pinchos y clavos". Nos excitan y estimulan y
quedan fijas en nuestra memoria. "Para más allá de esto, hijo mío, no
indagues. Parece que no va a tener fin el escribir muchos libros, pero el
excesivo estudio (entendámonos, el desojarse acerca de temas mundanos) "es
miseria para el cuerpo." Tengamos todos un mismo objeto de raciocinio:
"temer a Dios y guardar sus mandamientos, porque éste es el fin del
hombre". El conocimiento está muy bien en su lugar, pero es como flores
sin fruto. No nos podemos alimentar de conocimientos, no podemos medrar por
nuestros conocimientos. Tal como las hojas de los árboles son muy hermosas,
pero constituirían una mala comida, así nosotros estaremos siempre hambrientos
y nunca satisfechos si pensamos alimentarnos de conocimientos. El saber muchas
cosas no es alimento. Nuestro único alimento es la religión. He aquí, por lo
tanto, otra mortificación. Mortificad vuestra ansia de saber. No caigáis en
exceso buscando verdades no religiosas. Mortificad vuestra razón. A fin de
probaros, Dios pone ante vosotros cosas que son difíciles de creer. La fe de
Santo Tomás fue probada; igualmente la vuestra. El dijo: "Señor mío y Dios
mío". Vosotros debéis decir lo mismo. Sujetad vuestro orgulloso
entendimiento.
Creed lo que no podéis ver, lo que no podéis comprender, lo que
no podéis interpretar, lo que no podéis probar, cuando Dios lo dice.
Finalmente,
dominad vuestra voluntad. A todos nosotros nos gusta hacer nuestra propia
voluntad; consultemos la voluntad de los demás. Muchas personas están obligadas
a hacerlo. Los sirvientes están obligados a hacer la voluntad de sus señores;
los trabajadores, la de sus patronos; los niños, la de sus padres, y los
maridos la de sus mujeres. Bien; en estos casos dejad que vuestra voluntad siga
la de aquéllos que tienen derecho a mandar. No os rebeléis contra ella.
Santificad lo que es, después de todo, un acto necesario. Hacedla vuestra en
cierto sentido, santificadla y obtened mérito de ello. Y, si sois vuestros
propios dueños, estad en guardia para no guiaros demasiado por vuestra propia
opinión. Tomad algún sabio consejero o director y obedecedle. Hay personas que
protestan de tal obediencia y la denominan de mil maneras despectivas. Hay
mucha gente que la necesita. Les haría mucho bien. Dicen que los hombres se
convierten en simples máquinas y pierden la dignidad de la naturaleza humana
cuando se guían por la palabra de otro. Y me gustaría saber lo que llegarían a
ser siguiendo su propia voluntad. Yo apelo a una persona sincera y pregunto si
no reconocería que, en general, el mundo sería mucho más feliz, los individuos
mucho más felices si no tuvieran una voluntad propia. Por cada persona que ha
sido perjudicada por seguir la dirección de otro, cientos de personas se han
arruinado guiándose por su propia voluntad. Pero éste es otro tema.
(John Henry Cardenal Newman, Sermones católicos, Ed.
Nelbi, Madrid, 1959, p. 126-142)
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