BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA
GENERAL
Miércoles 9 de agosto de 2006
Juan, el
teólogo
Queridos
hermanos y hermanas:
Antes
de las vacaciones comencé a esbozar pequeños retratos de los doce
Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y
su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta
Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en
Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero
precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de
Jesús que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros
guías que nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.
Ya he
hablado de cuatro de los doce Apóstoles: de Simón Pedro, de su hermano Andrés,
de Santiago, el hermano de Juan, y del otro Santiago, llamado "el
Menor", el cual escribió una carta que forma parte del Nuevo Testamento. Y
comencé a hablar de san Juan evangelista, exponiendo en la última catequesis
antes de las vacaciones los datos esenciales que trazan las fisonomía de este
Apóstol. Ahora quisiera centrar la atención en el contenido de su enseñanza.
Los escritos de los que quiero hablar hoy son el Evangelio y las cartas que
llevan su nombre.
Un tema
característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón decidí
comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este
Apóstol: "Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en
el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Es muy
difícil encontrar textos semejantes en otras religiones. Por tanto, esas
expresiones nos sitúan ante un dato realmente peculiar del cristianismo.
Ciertamente,
Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del amor. Dado
que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los escritores del
Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero, si ahora nos
detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque trazó con
insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues,
reflexionaremos sobre sus palabras.
Desde
luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o
incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto,
el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que
hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien,
san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los
componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado
por tres momentos.
El
primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios,
llegando a afirmar, como hemos escuchado, que "Dios es amor" (1 Jn
4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una
especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que "Dios es
Espíritu" (Jn 4, 24) o que "Dios es luz" (1 Jn
1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que "Dios es amor".
Conviene notar que no afirma simplemente que "Dios ama" y mucho menos
que "el amor es Dios". En otras palabras, Juan no se limita a
describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces.
Además,
no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal;
no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir
su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere
decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto,
que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor:
todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos
entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.
Ahora
bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que
Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana
mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros.
Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a
declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y
"pagó" personalmente. Como escribe precisamente san Juan, "tanto
amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único" (Jn
3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en
el amor de Jesús mismo.
San
Juan escribe también: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). En virtud de este amor
oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como
escribe asimismo san Juan: "Hijos míos, (...) si alguno peca,
tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es
víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino
también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2; cf. 1 Jn 1,
7).
El amor
de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por
nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este "exceso" de amor,
no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada
uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.
Esta
pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al
ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al
compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una
respuesta de amor. San Juan habla de un "mandamiento". En efecto,
refiere estas palabras de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los
unos a los otros" (Jn 13, 34).
¿Dónde
está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se
contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos
también en los otros Evangelios: "Ama a
tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc
12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo
estaba tomado del hombre ("como a ti mismo"), mientras que, en el
mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de
nuestro amor su misma persona: "Como yo os he amado".
Así el
amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo,
tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como
especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias,
pues no tiene otra medida que el no tener medida.
Las
palabras de Jesús "como yo os he amado" nos invitan y a la vez nos
inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al
mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos
realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a
seguir caminando hacia esa meta.
Ese
áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media
titulado La imitación de Cristo escribe al respecto: "El amor
noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más
perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna
cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda
afición mundana (...), porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con
todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra,
es libre y no embarazado. Todo lo da por todo;
y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre
todas las cosas, del cual mana y procede todo bien" (libro III, cap. 5).
¿Qué
mejor comentario del "mandamiento nuevo", del que habla san Juan?
Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan
intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en
nuestro camino.
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