Noche
silenciosa ,noche santa
Mons. Tihamér Tóth
En “El mensaje de navidad” (2)
Noche
silenciosa, noche santa..., noche bendita y misteriosa, noche de Navidad.
Hace
dos milenios que brilló una estrella sobre las campiñas de Belén, y desde
entonces su fulgor inunda de luz cada año la Nochebuena, y se vuelve a oír el
mismo cántico que los ángeles entonaron en esa noche santa: «Gloria a Dios
en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
Es
invierno, hace frío, es de noche... en el establo de Belén nace un Niño. Es el
Hijo de Dios, que ha bajado a nosotros y se ha revestido de carne mortal, y
todo, por nuestro amor.
Noche
santa de la Navidad... ¿Sabemos realmente lo que significa? ¿Un árbol iluminado
del que cuelgan regalos, pastores vestidos con su pelliza, trineos, paisajes
nevados, villancicos... ? ¿No es más que esto la Navidad? ¿Una buena cena en
que se reúne toda familia, una fiesta entrañable, deseos de paz y felicidad...
? ¿No es más que esto la Navidad? ¡Ah! No, no es esto la Navidad... Todo esto
no es más que la fachada.
Solamente
quien cae en la cuenta de lo que ha significado para el mundo el nacimiento del
Niño-Dios en Belén, puede celebrar de veras la fiesta de la Navidad.
Procuremos, por tanto, desentrañar el misterio bendito de esta noche sin igual.
Tratemos de comprender este triple y trascendental pensamiento:
I. ¿Qué
era el mundo antes de la venida de Cristo?
II.
¿Qué ha llegado a ser por Cristo?
III.
¿Qué sería del mundo sin Cristo?
I¿QUÉ ERA EL MUNDO ANTES DE LA VENIDA DE
CRISTO?
La
humanidad peregrinaba por la tierra como el peregrino que ha perdido el camino
en una región desconocida.
No se
conocía el fin de esta vida, ni su sentido. Una idolatría espantosa, una
oscuridad terrible atenazaba a los pueblos. Los que hemos nacido en países
cristianos no podemos concebir que antes de la venida de Cristo los hombres se
postrasen ante una estatua de bronce o un ídolo de mármol; que pueblos
civilizados dieran culto a un animal identificándolo con la divinidad. Los
romanos rendían un culto divino a sus emperadores; los egipcios, a los toros y
a los gatos; los indios, al fuego y a las vacas.
¡Qué
asombroso cúmulo de errores! Era necesario que viniese el mismo Dios, porque la
humanidad, abandonada a sus propias fuerzas, erraba el camino y no podía llegar
a conocer al Dios verdadero.
La
humanidad, en ese estado tan deplorable, sentía que algo le faltaba. Suele
atribuirse a Platón la siguiente frase; «No sé de dónde vengo, no sé qué soy,
no sé adónde voy; tú, Ser Desconocido, ten piedad de mí.» Esta una frase que
refleja el ansía del alma humana. Grandes filósofos y poetas —Aristóteles,
Sófocles, Horacio, Virgilio...— han gritado, de una u otra forma, desde fondo
de su miseria: ¡Ojalá viniese alguien que nos trajese la salvación! El mundo
esperaba como por instinto la venida de Dios.
Una japonesa que se convirtió
al catolicismo, daba testimonio de cómo vivía antes de conocer a Cristo: «Tenía
por costumbre salir cada noche a mirar el cielo estrellado y a invocar a
Alguien que fuese lo bastante grande y bueno para escuchar a una pobre madre
que le pedía ayuda. Nada sabia de El, no sabia quién era; pero desde el fondo
de mi alma este presentimiento tenía: debe haber Alguien, en alguna parte,
capaz de prestarme ayuda.»
Es el
clamor trágico del alma humana que no ha conocido a Jesucristo.
ISAÍAS
saluda, con visión profética, al Redentor esperado:
«El
pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Los que vivían en tierra de
sombras, una luz les brilló.. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado, el cual lleva sobre sus hombros el principado, y tendrá por nombre el
Admirable, el Consejero, Dios Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe
de la Paz. Grande es su señorío y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el
trono de David, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia,
desde ahora y para siempre» (Is 9, 1.6-7).
II ¿QUÉ HA LLEGADO A SER EL MUNDO POR CRISTO?
No
vamos a explicar ahora todo lo que deben a Cristo la ciencia, la cultura, las
artes humanas. Necesitaríamos tomos y más tomos, toda una biblioteca, para
resumir el influjo que ha tenido en la arquitectura, la música el arte, en la
ciencia, en la economía... Bastará con que cite algunos ejemplos: las escuelas
que se alzaban a la vera de las iglesias en aquellos siglos en que nadie se
preocupaba de la enseñanza y de la cultura; los libros que copiaban los monjes
medievales con la labor de toda una vida; la agricultura y las industrias,
fomentadas y enseñadas al pueblo por las Ordenes religiosas; las primeras
universidades, fundadas por la Iglesia.
Lo que
quiero subrayar ahora es la altura moral a que se elevó el hombre gracias a
Cristo.
Gracias
a Cristo, la vida moral de la humanidad se renovó por completo. Para darnos
cuenta, tendríamos que imaginarnos cómo era el mundo antes del nacimiento de
Cristo, donde la esclavitud se veía como algo normal, donde apenas había sitio
para la compasión y el amor al prójimo...
Es
verdad que, aunque el corazón del hombre estuviese herido por el pecado e
inclinado al mal, nunca le faltaron rasgos de nobleza y de bondad... Pues bien,
la venida Cristo no hizo más que acrecentar lo bueno que había en el hombre.
Pero no sólo eso, Cristo sembró en las almas muchas virtudes nuevas que antes
ni se valoraban; por ejemplo, el aprecio por la virginidad, como una forma de
consagrarse a Dios; la fidelidad conyugal e indisolubilidad del matrimonio
—entre los romanos, las mujeres se divorciaban para poderse casar, y se casaban
para poderse divorciar—; la dignidad de la mujer, tan menospreciada hasta
entonces; la virtud de la pobreza evangélica; el valor redentor del
sufrimiento; la dignidad del trabajo manual..., etc.
Pero
sobre todo, lo que nos ha traído Cristo es la ley de la caridad fraterna: «Os
doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como Yo os he
amado» (Jn 13, 34). Ley del amor que se extiende a toda la humanidad.
Desde
la venida de Cristo han encontrado sólido fundamento los valores en que se
asienta la sociedad: la honradez, la moral, la justicia, el cumplimiento del
deber. El Estado no ha creado estos valores, no ha hecho más que protegerlos y
reconocerlos. De esta forma el cristianismo ha llegado a ser el mayor
benefactor de la humanidad.
Cristo
introdujo la laicidad, es decir, dar al César lo que es del César, y a Dios lo
que es de Dios. Cristo introdujo el respeto por la libertad de conciencia: «Si
quieres ser perfecto...».
Desde
la venida de Cristo conocemos lo que vale un alma. El alma de un niño, de un
gitano, de un vagabundo, vale más que todo el mundo material. Porque el alma es
espiritual y no morirá nunca; porque Cristo ha dado su vida por ella. Desde la
venida de Cristo no nos es lícito despreciar y desamparar a los discapacitados,
a los tullidos, a los enfermos, a los pobres... No nos es lícito odiar a los
demás pueblos y razas. Todos los hombres somos hermanos.
Todo
esto significa para el mundo el Nacimiento de Cristo.
La
estrella de Belén irradia su luz a toda la humanidad. Cristo ha dado respuesta
a las preguntas más inquietantes del alma humana. Toda la grandeza espiritual
que hemos visto en estos dos mil años de cristianismo — el amor al prójimo
hasta el sacrificio de uno mismo, el sentido de la vida, la esperanza
cristiana...— brota de esta única fuente: de que Dios se hizo como nosotros,
para que nosotros lleguemos a gozar de la divinidad. Dios se hizo hombre para
que el hombre sea hijo de Dios.
III ¿QUÉ SERÍA DEL MUNDO SIN CRISTO?
Pero
¿es posible que haya todavía quien tenga sentimientos de enemistad contra
Cristo? Sí. Y, sin embargo, ¿qué sería sin El de la humanidad?
Transcribo
una parábola de profundo sentido, debida a la pluma de Jorgensen. Habla de los
árboles rebeldes.
Un
esbelto álamo propuso a los árboles del bosque un pensamiento soberbio.
—¡Hermanos!
—les dijo—, bien sabéis que toda la tierra nos pertenece, porque de nosotros
dependen los hombres y los animales, y sin nosotros no pueden vivir. Somos
nosotros los que alimentamos a la vaca, a la oveja, al pájaro, a las abejas...;
nosotros somos el punto céntrico; todos viven de nosotros; hasta el mismo suelo
va formándose de nuestro ramaje podrido... No hay el mundo sino un solo poder
que nos domine: el sol.
Dícese que de él depende
nuestra vida. Pero, hermanos, yo estoy convencido de que esto es sencillamente
un cuento, con el que se quiere asustarnos. ¿Que no podemos vivir sin la luz
del sol? Es una vieja leyenda sin fundamento alguno e indigna por completo de
la planta moderna y libre de prejuicios...
El
álamo hizo una pausa en su discurso. Algunos robles y olmos, ya vetustos,
murmuraron en señal de disentimiento, mas los árboles jóvenes de todas partes
inclinaron sus cabezas con muestras de gran aprobación.
Continuó el álamo con voz más
alta:
—Sé muy
bien que entre las plantas hay un partido de cabezas cerradas, el grupo de los
viejos, que cree todavía en esta rancia superstición. Pero yo confío en el
sentido de independencia de la generación joven; en ésta tengo puestas mis
esperanzas. Es necesario que nosotras, las plantas, lleguemos un día a sacudir
el yugo del sol. Entonces surgirá una generación nueva, una generación libre.
Adelante, pues, a la guerra de independencia. ¡Tú, viejo reflector de las
alturas, llega el fin de tu poderío!...
Las
palabras del álamo se perdieron en los gritos sonoros de asentimiento que de
todas partes se levantaron; este entusiasmo juvenil, que se abría paso con
fuerza cósmica, ahogó las silenciosas manifestaciones de disentimiento que
hicieron los árboles viejos.
—Declaramos
la huelga contra el sol —continuó de nuevo el álamo—. Durante el día
suspenderemos toda función vital, trasladaremos nuestra vida a la oscura noche,
llena de misterios. En la noche queremos crecer, en la noche queremos florecer,
en la noche queremos exhalar nuestros perfumes y dar nuestros frutos. ¡Para
nada necesitamos del sol! ¡Seremos libres!
Se
clausuró la asamblea.
Al día
siguiente, los hombres notaron cosas raras. El sol brillaba espléndidamente,
sus ardorosos rayos se difundían vivificadores desde el cielo; pero las flores,
con los cálices obstinadamente cerrados, inclinaban su cabeza hacia el suelo;
los árboles dirigían sus hojas hacia la tierra; todos, todos volvían la espalda
al sol. En cambio, al anochecer, los pétalos cerrados se
entreabrieron,
y las corolas pintadas de todos los colores irguieron su cuello hacia los
pálidos rayos de la luna y la luz débil de las estrellas.
Y así
sucedió durante varios días.
Pero en
breve pudieron notarse cambios extraños en toda la vegetación. El trigo estaba
tumbado por el suelo, porque había crecido con dirección al sol, y ya no había
sol hacia el cual pudiera levantarse. Las flores empezaban a perder su color,
sus pétalos se secaban, las hojas adquirieron tintes amarillentos. Todo se
inclinaba marchito hacia la tierra, como en pleno otoño.
Entonces
las plantas empezaron a refunfuñar, criticando al álamo. Pero el cabecilla de
la rebelión, aunque estaba también él con las hojas secas, de color amarillo
como el del canario, siguió instigándolas.
—¡Qué
tontos sois, hermanos! ¿No veis, acaso, cuánto más hermosos, más bizarros, más
libres, más independientes sois ahora que cuando gemíais bajo el dominio del
sol? ¿Que estáis enfermos? ¡Qué va!, ¡no es verdad! Os habéis vuelto más finos,
más nobles. ¡Habéis adquirido personalidad!...
Algunas
de las desgraciadas plantas seguían creyendo al álamo, y con labios cada vez
más amarillentos, cada vez más marchitos, seguían murmurando una noche y otra
noche: «¡Nos hemos vuelto más finos..., nos hemos vuelto más nobles..., hemos
adquirido personalidad!» Mas la mayoría se declaró contra la huelga, y se
volvió al sol vivificador.
Al
llegar la nueva primavera, el álamo, seco, erguía corno triste espantajo sus
ramas descarnadas en medio del bosque, que rebosaba en pujante fuerza de vida y
trinos de pájaros; sus enseñanzas necias yacían ya en el olvido; en torno suyo
las flores convertidas dirigían el perfume de su agradecimiento al sol antiguo,
pero vivificador, y se inclinaban con homenaje ante el astro rey copudas y
verdes coronas de árboles...
Hermanos:
La parábola de los árboles que se rebelaron contra el Sol no es mera parábola
—por desgracia—; mas el hombre que se rebela contra Cristo no ha aprendido
todavía la moraleja.
¿Queréis
saber lo que le ocurre al mundo que vive de espaldas a Cristo? Mirad la
espantosa degradación moral de la que es capaz la sociedad moderna. ¿Queréis
saber qué le pasa al hombre sin Cristo? No tenéis más que leer los periódicos:
divorcios, abortos, prostitución, delincuencia, asesinatos, secuestros,
suicidios, injusticias, borracheras, estafas, sobornos...
Es el
callejón sin salida, la trampa en que ha caído la sociedad alejada de Cristo,
por su propio orgullo y soberbia; trampa de la cual no pueden sacarla, por
mucho que lo intenten, los organismos internacionales ni las conferencias
mundiales, ni la industria, ni la técnica..., ni nada, absolutamente nada del
mundo. Los árboles volvieron la espalda al Sol, y ahora se oye ya el ruido seco
de sus ramas descarnadas.
En la
Sagrada Escritura hay una escena de profundo significado: los Apóstoles se
pasan toda la noche trabajando en la barca con gran esfuerzo y fatiga, y, no
obstante, no pescan nada... No pescan nada, porque el Señor no está con ellos.
¡Qué aplicación tiene a nuestra propia vida esta escena de la Sagrada
Escritura! Sin Cristo, nuestra vida no es más que una noche oscura en medio de
lucha y tempestades, un trabajo sin resultados; en cambio, con Cristo, la noche
se convierte en día, el esfuerzo tiene su recompensa, la vida tiene sentido:
alcanzar la playa de la eternidad, donde nos espera Dios.
Ante el
escaparate de una pastelería un niño travieso y tozudo gritaba y exigía de su
madre que le comprase el enorme trozo de chocolate que se mostraba en él, pero
que no era más que un reclamo,
tallado
en madera y pintado de color chocolate. «Pero esto no se puede comer, hijito»,
le decía madre, tratando de tranquilizarle. No y no. El niño gritaba,
lloraba...; por fin, la madre compró el reclamo y se lo dio al niño. Este, con
impaciente gula, le dio un buen mordisco y ¡zas!... se le cayeron al instante
dos dientecitos.
¡Cuántas veces mordemos,
también nosotros, así, en el chocolate pintado! ¡Cuántas veces nos cerca la
tentación y nos susurra al oído: «Pero ¿no te das cuenta?, los mandamientos de
Dios son un obstáculo a tu felicidad! ¿Que no te es permitido hacer esto? Pues
mira, esto no es pecado..., es algo normal, natural, porque te lo pide el
instinto...; además, todo el mundo lo hace.»
Y, sin embargo, ¡ay de aquel
que cree al seductor! ¡Oh, si supiese lo que significa volver la espalda al
Sol!
El hombre podrá arrojarse a la
corriente de los placeres y sofocar durante cierto tiempo la voz de su
conciencia. Pero no definitivamente, no para siempre. Llegará un día en que
tendrá que oír la voz de su alma oprimida.
¿Cuándo?
Acaso... cuando en un bosque
silencioso le vengan nostalgias del Dios, del que se olvidó hace ya mucho
tiempo.... Acaso, cuando se vea enfermo, postrado en la cama de un hospital....
Acaso, cuando llegue a su casa después de asistir al entierro de una persona
querida... Es, en esos momentos, cuando estando solo, siente que su alma
solloza y se hace las siguientes preguntas: «¿Para qué estoy en está vida? ¿Por
qué no soy feliz? ¿Qué es lo que me pasa, que teniendo dinero, buena salud, un
buen trabajo, sigo insatisfecho y hambreando la felicidad? ¿No será porque me
he alejado de Cristo?... »
No puede haber paz y felicidad
duraderas para el que vive de espaldas a Dios. Es imposible.
Has robado lo de otro: no
puedes estar tranquilo.
Has pisoteado el prestigio
ajeno: no puedes quedarte tranquilo.
Has manchado tu alma pura
entregándote el placer: no puedes estar tranquilo.
Si te has alejado de Dios:
¿cómo podrás soportar las desgracias que acarrea la vida si no tienes a Cristo
junto a ti? Cuando hayas perdido a tus padres, a tu esposa; cuando te sientas
solo y abandonado..., ¿cómo podrás ser feliz si Cristo no está junto a ti?
Cuando te seduzca el pecado, la tentación..., ¿cómo podrás vencerla, si Cristo
no está a tu lado?
¿Cómo podrás vivir si el Sol de
tu vida?
Hermano, escucha de nuevo el
cántico que entonan los ángeles en Belén: «Gloria a Dios en las alturas y
paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». ¡Cae en la cuenta lo que
significa este cántico para tu vida, y habrá llegado para ti la Navidad!
Solamente habrá Navidad cuando
nazca el Señor de nuevo en tu alma, en tu alma dispuesta a seguir los consejos
y mandamientos de Cristo. Solamente tendrás Navidad si tu alma se vuelve
nuevamente al Sol.
Dios es justo, pero es sobre
todo misericordioso. A pesar de los horribles pecados que pueda cometer el
hombre, El está siempre dispuesto a perdonarle, con tal que nos arrepintamos y
se lo pidamos.
¡Señor, perdóname!
Judas
te vendió por treinta monedas. Pero, ¡cuántos Judas te han traicionado millones
de veces! Cuántos fariseos han gritado durante estos dos mil años: No queremos
a Cristo, sino a Barrabás. ¡Fuera Cristo! ¡Crucifícale!
¡Cuántas veces, por dinero, por
conservar un cargo público, por placer, te hemos azotado hasta hacerte derramar
sangre! ¡Cuántas veces te hemos crucificado con nuestros deseos, con nuestros
pensamientos, con nuestras acciones! ¡Cuántas, pero cuántas veces, oh Dios
misericordioso!
Niño Jesús de Belén, te hemos
desterrado porque eras demasiado puro para nosotros. Te dimos la espalda porque
eras demasiado santo para nosotros. Te hemos crucificado, te hemos condenado,
porque tu rectitud condenaba nuestra vida pecaminosa.
¿Y ahora?...
Ahora, cuando hemos llegado ya
a la mayor degradación, ahora vemos, ahora sentimos la falta que nos haces. Te
echamos de menos.
Jesucristo, nuestro único mal
es éste: ¡Tú nos haces falta! ¡Te necesitamos!
Tú eres el Camino, la Verdad,
la Vida, la Hermosura eterna. Tú eres nuestra Paz, dulce y suavísimo Niño de
Belén.
al hombre soberbio y orgulloso,
Dios ha querido empezar dándole ejemplo de humildad.
«En verdad os digo que si no os
hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,
2).
Sólo haciéndonos niños,
humildes y sencillos, podemos comprender a Cristo y su doctrina.
El niño ama y obedece a sus
padres; confía en ellos y vive feliz y contento con lo que le dan.
Así debo yo amar a Jesucristo,
mi Salvador. Confiando en Él, obedeciéndole y cumpliendo sus mandamientos.
El Niño nacido en Belén es mi
Dios. Por esto doblo las rodillas en esta noche santa delante del Niño y le
adoro.
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