EL BUEY Y EL ASNO
EN EL PESEBRE
La antigua fiesta de los cristianos no
es la navidad, sino la pascua: solamente la resurrección del Señor constituyó
el alumbramiento de una nueva vida y, así, el comienzo de la iglesia. Por eso
ya Ignacio de Antioquía (+ lo más tarde el 117 después de Cristo) llama
cristianos a quienes «no observan ya el sábado, sino que viven según el día del
Señor» 1: Ser cristiano significa vivir pascualmente a partir de la resurrección,
la cual es celebrada semanalmente en la festividad pascual del domingo. Que
Jesús nació el 25 de diciembre lo afirmó ya con seguridad por primera vez
Hipólito de Roma, en su comentario de Daniel, escrito más o menos en el año 204
después de Cristo; el investigador que trabaja en Basilea, Bo Reicke, basándose
en ciertos indicios, cree poder demostrar que ya Lucas en su evangelio
presupone el día 25 de diciembre como el día del nacimiento de Jesús: en ese
día se celebraba entonces la fiesta de la consagración del templo, establecida
por Judas Macabeo en el año 164 antes de Cristo, y la fecha natal de Jesús
simbolizaría de esta manera que, con él, como verdadera luz de Dios que irrumpe
en la noche del invierno, se operó realmente la consagración del templo, la
llegada de Dios a esta tierra. 2
I
Sea lo que fuere de esto, lo cierto es
que la verdadera figura que le corresponde la recibió la fiesta de navidad por
primera vez en el siglo IV, cuando arrumbó la festividad romana del Dios-Sol
invicto y presentó el nacimiento de Cristo como la victoria de la verdadera
luz; que en esta refundición de una fiesta pagana en una solemnidad cristiana
se tomaron asimismo antiguos elementos de la tradición judeo-cristiana, se hace
patente por las informaciones de Bo Reicke.
Sin embargo, el especial calor humano
que tanto nos conmueve en la fiesta de navidad y que incluso en los corazones
de la cristiandad ha sobrepujado a la pascua, se desarrolló por primera vez en
la edad media, y aquí fue Francisco de Asís el
que, partiendo de su profundo amor al hombre Jesús, hacia el Dios-con-nosotros,
contribuyó a introducir esta novedad. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, nos
cuenta en su segunda biografía lo siguiente: «Más que ninguna otra fiesta
celebraba él la navidad con una alegría indescriptible. Él afirmaba que ésta
era la fiesta de las fiestas, pues en ese día Dios se hizo un niño pequeño y se
alimentó de leche del pecho de su madre, lo mismo que los demás niños.
Francisco abrazaba -¡y con qué delicadeza y devoción!- las imágenes que
representaban al niño Jesús y lleno de afecto y de compasión, como los niños, susurraba
palabras de cariño. El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel». 3
De tales sentimientos procedió la famosa
celebración de la navidad en Greccio, a la cual le pudieron animar e incitar su
visita a la tierra santa y al pesebre que se halla en Santa María la Mayor en
Roma; pero lo que sin duda influyó más en él fue el deseo de más cercanía, de
más realidad. Y le movió asimismo a ello el deseo de hacer presente a Belén, de
experimentar directamente la alegría del nacimiento del niño Jesús y de
comunicar esa alegría a sus amigos.
De esa noche del pesebre nos habla
Celano en la primera biografía, de tal manera que conmovió cada vez más a los
hombres y, al mismo tiempo, contribuyó decisivamente a que pudiera
desarrollarse y extenderse esta hermosísima costumbre de la navidad: la de
montar «belenes» o «nacimientos».
Un curioso dato de esa noche me parece
especialmente digno de ser mencionado. La región de Greccio había sido puesta a
disposición de los pobres de Asís por un señor noble llamado Juan, del cual
refiere Celano que, a pesar de su alta alcurnia y de su destacada posición, «no
daba ninguna importancia a la nobleza de la sangre y sí mucha a la del alma que
trataba de alcanzar». Por eso se había granjeado el amor de Francisco. 4
De ese Juan nos cuenta Celano que, en
aquella noche, se le otorgó la gracia de una visión. Vio que en el pesebre
yacía un pequeño niño inmóvil, el cual se despertó de su sueño al aproximarse
san Francisco: «Esta visión correspondía -dice Celano- a lo que efectivamente
ocurrió, pues el niño Jesús se hallaba dormido a la sazón por estar olvidado en
muchos corazones. Pero, a través de su siervo Francisco, se despertó el
recuerdo de él y se imprimió imperecederamente en su memoria». 5
En esta imagen describe con toda exactitud
la nueva dimensión que Francisco otorgó a la fiesta cristiana de la navidad
mediante su fe que penetraba en los corazones y en sus sentimientos más
profundos: el descubrimiento de la revelación de Dios, que radica en el niño
Jesús. Por ello se convirtió realmente en el «Emmanuel», en el Dios con
nosotros, del cual no nos separa ningún obstáculo de sublimidad o lejanía: como
niño, se aproximó tanto a nosotros que le podemos tratar sin rodeo de tú y,
como nos acercamos al corazón de un niño, podemos tratarle con la confianza del
tuteo.
En el niño Jesús
se hace patente, más que en ninguna otra parte, la indefensión del amor de
Dios: Dios viene sin armas, porque no pretende asaltar desde fuera, sino
conquistar desde dentro y transformar a partir de dentro. Si algo puede
desarmar y vencer a los hombres, su vanidad, su sentido de poder o su
violencia, así como su codicia, eso es la impotencia de un niño. Dios eligió
esa impotencia para vencernos y para hacernos entrar dentro de nosotros mismos.
Pero no olvidemos en este punto que el
mayor título de dignidad de Jesucristo es el de «hijo», hijo de Dios; la
dignidad divina se describe mediante una palabra que muestra a Jesús como un
niño ( = Hijo) que siempre ha de permanecer como tal. Su ser-niño se halla en una
única y particularísima correspondencia con su divinidad, que es la divinidad
del «Hijo». Así su condición de niño es la orientación de cómo podemos llegar a
Dios, a la divinización. A partir de ahí es como hay que entender aquellas
palabras: «Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos
(Mt 18,3).
El que no haya entendido el misterio de
la navidad, no ha entendido lo que es más decisivo y fundamental en el ser
cristiano. El que no ha aceptado eso, no puede entrar en el reino de los
cielos. Esto es lo que Francisco pretendía recordar a la cristiandad de su
época y a la de todos los tiempos posteriores.6
II
En la cueva de Greccio, por indicación
de Francisco, se pusieron aquella noche un buey y
un asno 7. Efectivamente, él había dicho al noble
Juan:
Desearía provocar el recuerdo del niño
Jesús con toda la realidad posible, tal como nació en Belén y expresar todas
las penas y molestias que tuvo que sufrir en su niñez. Desearía contemplar con
mis ojos corporales cómo era aquello de estar recostado en un pesebre y dormir
sobre las pajas entre un buey y un asno. 8
Desde entonces, un buey y un asno forman
parte de la representación del pesebre o nacimiento. ¿Pero de dónde proceden
propiamente estos animales? Los relatos de la navidad del nuevo testamento no
nos narran nada acerca de esto. Pero, si profundizamos esta cuestión, topamos
con un hecho que es importante para todas las costumbres navideñas y sobre todo
para la piedad navideña y pascual de la iglesia en la liturgia y al mismo tiempo
en los usos populares.
El buey y el asno no son simples
productos de la fantasía; se han convertido, por la fe de la iglesia, en la
unidad del antiguo y nuevo testamento, en los acompañantes del acontecimiento
navideño. En efecto, en Is 1,3 se dice concretamente:
«Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no
entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».
Los padres de la iglesia vieron en esas
palabras una profecía que apuntaba al nuevo pueblo de Dios, a la iglesia de los
judíos y de los cristianos 9. Ante Dios, eran todos los hombres,
tanto judíos como paganos, como bueyes y asnos, sin razón ni conocimiento. Pero
el Niño, en el pesebre, abrió sus ojos de manera que ahora reconocen ya la voz
de su dueño, la voz de su Señor.
En las representaciones medievales de la
navidad, no deja de causar extrañeza hasta qué punto ambas bestezuelas tienen
rostros casi humanos, y hasta qué punto se postran y se inclinan ante el
misterio del Niño como si entendieran y estuvieran adorando. Pero esto era
lógico, puesto que ambos animales eran como los símbolos proféticos tras los
cuales se oculta el misterio de la iglesia, nuestro misterio, puesto que
nosotros somos buey y asno frente a lo eterno, buey y asnos cuyos ojos se abren
en la nochebuena de forma que, en el pesebre, reconocen a su Señor.
III
¿Pero le reconocemos realmente? Cuando
nosotros ponemos el buey y el asno en el portal, deben venirnos a la memoria
aquellas palabras de Isaías, las cuales no son sólo evangelio -promesa de un
conocimiento que nos ha de llegar- sino también juicio por nuestra ceguera
actual. El buey y el asno conocen, pero «Israel no tiene conocimiento, mi
pueblo no tiene inteligencia».
¿Quién es hoy el buey y el asno, quién
«mi pueblo», que está sin inteligencia? ¿En qué se conoce al buey y al asno y
en qué a «mi pueblo»? ¿Por qué se da el fenómeno de que la irracionalidad
conoce y la razón se halla ciega?
Para encontrar una respuesta, debemos
volvernos nuevamente, con los padres de la iglesia, a la primera navidad. ¿Quién
es el que no conoció? ¿Y quién conoció? ¿Y por qué ocurrió así?
Ahora bien, el que no conoció fue
Herodes, el cual tampoco comprende nada cuando se le anuncia el nacimiento del
Niño. Sólo sabe de su afán de dominio y de su ambición de mando y de la manía
persecutoria correspondiente y, por ello, se hallaba profundamente cegado (Mt
2,3). El que no conoció fue también «todo Jerusalén con él» (Ibid.). Quienes no
conocieron fueron los hombres vestidos lujosamente, las gentes importantes (Mt
11,8). Los que no conocieron fueron los señores sabihondos, los entendidos en
Biblia, los especialistas en la interpretación de la sagrada Escritura, los
cuales conocían con exactitud los pasajes de la Biblia, y, sin embargo, no
entendían una palabra (Mt 2,6).
Los que conocieron, comparados con esta
famosa gentecilla del «buey y el asno» fueron: los pastores, los magos, María y
José. ¿Podía ser de otra manera? En el establo donde él se encuentra no se ve
gente fina, allí están como en su casa el buey y el asno.
¿Pero qué es lo que ocurre con nosotros?
¿Nos hallamos tan alejados del establo porque somos demasiado finos y demasiado
sesudos para ello? ¿No nos enredamos también nosotros en sabihondas
interpretaciones de la Biblia, en pruebas de la autenticidad o inautenticidad,
de forma que nos hemos hecho ciegos para el Niño y no percibimos ya nada de él?
¿No estamos demasiado en «Jerusalén», en el palacio, encasillados en nosotros
mismos, en nuestra propia gloria, en nuestras manías persecutorias para que
podamos oír en seguida la voz de los ángeles, acudir al pesebre y ponernos a
adorar?
Así en esta noche nos contemplan los
rostros del buey y del asno que nos interrogan: mi pueblo carece de
inteligencia, ¿no comprendes tú la voz de tu Señor? Cuando nosotros colocamos
las figuras que nos son familiares en el pesebre, debemos pedir a Dios que
otorgue a nuestros corazones aquella simplicidad o sencillez que sabe descubrir
en el niño al Señor, tal como lo hizo, en tiempos, Francisco en Greccio.
Entonces nos podría ocurrir lo que nos cuenta Celano, con unas palabras muy
similares a las de san Lucas acerca de los pastores de la primera nochebuena
(Lc 2,20), sobre los que participaron en la celebración de Greccio: todos
regresaban a sus casas llenos de alegría. 10
JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
Sígueme. Salamanca 1983, págs. 19-25
EL ROSTRO DE DIOS
Sígueme. Salamanca 1983, págs. 19-25
Notas
1. Ignacio de
Antioquía, Carta a los magnesios, 3,1.
2. B. Reicke, Jatresfeier und Zeitenwende im Judentam und ChristentUm der
Antike: TThQ 150 (1970) 321- 334. Las perspectivas de este articulo que
echa por tierra el consenso habido hasta ahora de los investigadores sobre el
origen de la navidad y de la epifanía, parece que apenas han conseguido acceso
en el campo de la ciencia litúrgica.
3. II Cel 151, 199.
4. I Cel 30, 84.
5. I Cel 30, 86.
6. Cf. J. Ratzinger,
El Dios de Jesucristo, Salamanca 1981.
7. En España y en los
países de nuestra cultura, decimos «el buey y la mula» en vez de «el buey y el
asno». Esto hay que tenerlo en cuenta muy particularmente en las alusiones que
se hacen a la Biblia, que no se ajustan a la «mula», sino al «asno» y en lo que
dirá más adelante Mons. Albino luego Juan Pablo I (N. del T.)
8. I Cel 30, 84.
9. J. Ziegler.
10. . I Ce130, 86.
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