El buen ladrón
El Señor Jesús fue colgado en la cruz, los judíos blasfemaban, los príncipes de
los sacerdotes se burlaban, y cuando la sangre de la víctima caída bajo los
golpes, todavía no se había secado, el ladrón le rindió homenaje,
mientras otros movían la cabeza diciendo: ¡Si tú eres el Hijo de Dios,
sálvate a ti mismo! (Mateo 27, 10).
Jesús no respondía y justo manteniéndose en silencio, Él castiga a los
malvados. Pero para vergüenza de los judíos, el Salvador habla a un hombre
que iba a salir en defensa de Su causa, un hombre que no es más
que un ladrón, crucificado como Él, pues dos ladrones fueron crucificados
con Él, uno a la derecha el otro a su izquierda. Entre ellos se encontraba
el Salvador. Era como una balanza perfectamente equilibrada, en la que un
platillo elevaba al ladrón creyente, el otro platillo ponía en lo bajo al
ladrón incrédulo, que lo insultaba a su izquierda. El de la derecha se
humilla profundamente: se tiene por culpable ante el tribunal de su propia
conciencia, se vuelve, en la cruz, su propio juez, y su confesión le hace
ser su propio médico. Éstas son sus primeras palabras dirigiéndose al otro
ladrón: “¿Ni siquiera temes tú?” (Lucas 23, 40).
¿Qué te pasa ladrón? Hasta hace poco eras un ladrón, ¡ahora reconoces a Dios!
Hace poco eras un asesino, ¡ahora crees en Cristo!
¡Dinos ladrón, el mal que has hecho, dinos el bien que has visto hacer al
Salvador!
Nosotros, hemos dado muerte a vivos pero Él ha dado vida a muertos, nosotros hemos
robado los bienes de otros, pero Él entregó sus tesoros al mundo. Él se hizo
pobre para hacerme rico.
El ladrón amonesta al otro ladrón así: Hasta ahora hemos caminado juntos
para cometer crímenes. Ofrece tu cruz, se te indicará el camino que debes
seguir si quieres vivir conmigo. Fuiste mi compañero en el camino del
crimen, acompáñame ahora hasta las mansiones de la vida; porque esta cruz es el
árbol de la vida. David dijo en uno de sus salmos: “Dios conoce el
camino de los justos, pero el camino de los malvados lleva a la muerte” (Salmo
1, 6).
Después de su confesión, se dirige a Jesús: “Señor, le dijo, ¡acuérdate
de mí cuando vengas en tu reino!” (Salmo 23, 42).
Yo tendría que decirle al ladrón: ¿que de bueno has hecho tú para que Cristo se
acuerde de tí? ¿En qué buenas obras has empleado tu tiempo? Has hecho
el mal a los demás, has derramado la sangre de tu prójimo, ¿Cómo se te ocurre
decir: “Acuérdate de mí? ’
Ladrón, tú que te has convertido en el compañero de tu Señor, respóndeme:
He reconocido a mi Señor en la ignominia de mi castigo, por eso tengo derecho a
esperar de Él. Que Él esté clavado en una cruz poco me importa. No puedo
menos que creer en su morada, el trono de Su justicia que está en los
cielos.
“Señor, le dijo: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”
Cristo no había abierto la boca en presencia de Pilato, o ante los príncipes de
los sacerdotes. De Sus labios tan puros no había salido una respuesta a las
preguntas de sus enemigos, porque sus preguntas no eran dictadas por la
rectitud.
Pero Él habla al ladrón sin hacerse esperar, porque se lo ruega con simplicidad
: “De cierto, de cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”
( Lucas 23, 43 ).
¿Qué es esto ladrón? Pediste un favor para el tiempo futuro, y ¡lo has
obtenido en el mismo día! Tú dijiste: “Cuando vengas en tu reino“,
y ¡hoy obtienes un sitio en el cielo!
Pero, ¿cómo explicar esto? ¿Cristo promete la vida al ladrón y el ladrón
aún no ha recibido la gracia? El Señor dice en Su santo Evangelio: “El
que no nace de nuevo del agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino
de los cielos” (Juan 3, 5). Y no hay tiempo para que el ladrón sea
bautizado.
En su misericordia, el Redentor imagina un remedio.
Se acerca un soldado, de una lanzada abre el costado de Cristo, y de esta
herida “brota sangre y agua” (Juan 19, 31), la cual cae sobre
el cuerpo del ladrón.
El apóstol Pablo dijo: “Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a una
sangre rociada que clama mejor que la de Abel” (He 12, 22-24). ¿Por
qué la Sangre de Cristo habla mejor que la de Abel? La sangre de
Abel testimonia un parricidio, la del inocente Cristo testimonia un homicidio
y otorga, por los siglos de los siglos, el perdón a los que se
arrepienten.
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