sábado, 23 de noviembre de 2013

Solemnidad de Cristo Rey (ciclo c) San Agustín

El buen ladrón 

               El Señor Jesús fue colgado en la cruz, los judíos blasfemaban, los príncipes de los sacerdotes se burlaban, y cuando la sangre de la víctima caída bajo los golpes, todavía no se había secado, el ladrón le rindió  homenaje, mientras otros movían la cabeza diciendo: ¡Si tú eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo! (Mateo 27, 10).

               Jesús no respondía  y justo manteniéndose en silencio, Él castiga a los malvados. Pero para vergüenza de los judíos, el Salvador habla a un hombre que iba a salir  en defensa de Su causa, un hombre que no es más que un ladrón, crucificado como Él, pues dos ladrones fueron crucificados con Él, uno a la derecha el otro a su izquierda. Entre ellos se encontraba el Salvador. Era como una balanza perfectamente equilibrada, en la que un platillo elevaba al ladrón creyente, el otro platillo ponía en lo bajo al ladrón incrédulo, que lo insultaba a su izquierda. El de la derecha se humilla profundamente: se tiene por culpable ante el tribunal de su propia conciencia, se vuelve,  en la cruz, su propio juez, y su confesión le hace ser su propio médico. Éstas son sus primeras palabras dirigiéndose al otro ladrón: “¿Ni siquiera temes tú?” (Lucas 23, 40).

               ¿Qué te pasa ladrón? Hasta hace poco eras un ladrón, ¡ahora reconoces a Dios! Hace poco eras un asesino, ¡ahora crees en Cristo!

               ¡Dinos ladrón, el mal que has hecho, dinos el bien que has visto hacer al Salvador!


               Nosotros, hemos dado muerte a vivos pero Él ha dado vida a muertos, nosotros hemos robado los bienes de otros, pero Él entregó sus tesoros al mundo. Él se hizo pobre para hacerme rico.

               El ladrón  amonesta al otro ladrón así: Hasta ahora hemos caminado juntos para cometer crímenes. Ofrece tu cruz, se te indicará el camino que debes seguir si quieres vivir conmigo. Fuiste mi compañero en el camino del crimen, acompáñame ahora hasta las mansiones de la vida; porque esta cruz es el árbol de la vida. David dijo en uno de sus salmos: “Dios conoce el camino de los justos, pero el camino de los malvados lleva a la muerte” (Salmo 1, 6).


               Después de su confesión, se dirige a Jesús: “Señor, le dijo, ¡acuérdate de mí cuando vengas en tu reino!” (Salmo 23, 42).

               Yo tendría que decirle al ladrón: ¿que de bueno has hecho tú para que Cristo se acuerde de tí? ¿En qué buenas obras has empleado tu tiempo? Has hecho el mal a los demás, has derramado la sangre de tu prójimo, ¿Cómo se te ocurre decir: “Acuérdate de mí? ’

               Ladrón, tú que te has convertido en el compañero  de tu Señor, respóndeme: He reconocido a mi Señor en la ignominia de mi castigo, por eso tengo derecho a esperar de Él. Que Él esté clavado en una cruz poco me importa. No puedo menos que creer en su morada,  el trono de Su justicia que está en los cielos.

               “Señor, le dijo: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino

               Cristo no había abierto la boca en presencia de Pilato, o ante los príncipes de los sacerdotes. De Sus labios tan puros no había salido una respuesta a las preguntas de sus enemigos, porque sus preguntas no eran dictadas por la rectitud.

               Pero Él habla al ladrón sin hacerse esperar, porque se lo ruega con simplicidad : “De cierto, de cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” ( Lucas 23, 43 ).

               ¿Qué es esto ladrón?  Pediste un favor para el tiempo futuro, y ¡lo has obtenido en el mismo día! Tú dijiste: “Cuando vengas en tu reino“, y ¡hoy obtienes un sitio en el cielo!


               Pero, ¿cómo explicar esto? ¿Cristo promete la vida al ladrón y el ladrón aún no ha recibido la gracia? El Señor dice en Su santo Evangelio: “El que no nace de nuevo del agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos” (Juan 3, 5). Y no hay tiempo para que el ladrón sea bautizado.

               En su misericordia, el Redentor imagina un remedio.

               Se acerca un soldado, de una lanzada abre el costado de Cristo, y de esta herida “brota sangre y agua” (Juan 19, 31), la cual cae sobre el cuerpo del ladrón.

               El apóstol Pablo dijo: “Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a una sangre rociada que clama mejor que la de Abel” (He 12, 22-24). ¿Por qué la Sangre de Cristo habla mejor que la de Abel? La sangre de Abel testimonia un parricidio, la del inocente Cristo testimonia un homicidio y otorga, por los siglos de los siglos, el perdón a los que se arrepienten.

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