Ante
todo quisiera aclarar brevemente los conceptos con los que el Papa Juan Pablo
II delimita teológicamente la idea de la Mediación y previene contra
malentendidos; sólo entonces se podrá comprender también convenientemente su
intención positiva.
El
Santo Padre subraya con mucha insistencia la Mediación de Jesucristo, pero esta
unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, posibilita formas de
participación. Dicho de otro modo: la unicidad de Cristo no borra el «ser para
los demás» y «con los demás de los hombres ante Dios»; en la comunión con
Jesucristo, todos ellos pueden ser, de múltiples maneras, mediadores de Dios
unos para otros. Éstos son hechos simples de nuestra experiencia cotidiana,
pues nadie cree solo, todos vivimos, también en nuestra fe, de mediaciones
humanas. Ninguna de ellas bastaría por sí misma para tender el puente hasta
Dios, porque ningún ser humano puede asumir por su cuenta una garantía absoluta
de la existencia de Dios y de su cercanía. Pero, en la comunión con aquel que es
en persona dicha cercanía, los hombres pueden ser mediadores los unos para los
otros, y de hecho lo son.
Con
ello, primeramente, la posibilidad y frontera de la mediación queda delimitada
de forma universal en la coordinación con Cristo. A partir de allí desarrolla
el Papa su terminología. La Mediación de María se funda sobre la participación
en la función Mediadora de Cristo; comparada con ésta, es un servicio en
subordinación (n°. 38). Estos conceptos están tomados del Concilio, lo mismo
que la siguiente frase: esta tarea fluye «de la sobreabundancia de los méritos
de Cristo, se apoya en su Mediación, depende completamente de ella y de ella
toma toda su eficacia» (n° 22; LG 60). La Mediación de María se realiza, por
consiguiente, en forma de intercesión (n° 21).
Todo
lo dicho hasta aquí vale para María lo mismo que para toda colaboración humana
en la Mediación de Cristo. En todo ello, por tanto, la Mediación de María no se
diferencia de la de otros seres humanos. Pero el Papa no se queda allí. Aun
cuando la Mediación de María está en la línea de la colaboración creatural con
la obra del redentor, es portadora, no obstante, del carácter de lo
«extraordinario»; llega de manera singular más allá de la forma de mediación
fundamentalmente posible para todo ser humano en la comunión de los santos. La
Encíclica desarrolla también esta idea en estrecha conexión con el texto
bíblico.
El
Papa pone de manifiesto una primera noción de la especial forma de Mediación de
María en una detenida meditación del milagro de Caná, en el que la intervención
de María hace que Cristo anticipe ya entonces en el signo su hora futura -como
sucede continuamente en los signos de la Iglesia, en sus sacramentos-. La
verdadera elaboración conceptual de lo especial de la Mediación Mariana tiene
lugar después, principalmente en la tercera parte, de nuevo con una vinculación
sublime de diferentes pasajes de la Escritura que en apariencia distan mucho
entre sí, pero que precisamente juntos -¡la unidad de la Biblia!- generan una
sorprendente luminosidad. La tesis fundamental del Papa dice así: el carácter
único de la Mediación de María estriba en que es una Mediación Materna,
ordenada al nacimiento continuo de Cristo en el mundo. Esa Mediación mantiene
presente en el acontecer salvífico la dimensión femenina, que tiene en ella su
centro permanente. Desde luego, no queda espacio alguno para eso allí donde la
Iglesia sólo se entiende institucionalmente, en forma de actividades y
decisiones mayoritarias. Ante esta ostensible sociologización del concepto de
Iglesia, el Papa recuerda unas palabras de Pablo demasiado poco meditadas: «por
(vosotros) sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en
vosotros» (Ga 4,19). La vida surge, no por el hacer, sino dando a luz, y exige,
por tanto, dolores de parto. La «conciencia materna de la Iglesia primitiva», a
la que el Papa Juan Pablo II hace referencia aquí, nos interesa precisamente
hoy (n° 43).
Ahora
bien, desde luego se puede preguntar: ¿cómo es que debemos ver esta dimensión
femenina y materna de la Iglesia concretada para siempre en María? La encíclica
desarrolla su respuesta con un pasaje de la Escritura que a primera vista
parece decididamente contrario a toda veneración de María. A la mujer
desconocida que, entusiasmada por la predicación de Jesús, había prorrumpido en
una alabanza del cuerpo del que había nacido aquel hombre, el Señor le opone
estas palabras: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la
guardan» (Lc 11,28). Con ellas conecta el Santo Padre una palabra del Señor que
va en la misma dirección: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la
palabra de Dios y la cumplen»(Lc 8,20s.).
Sólo
en apariencia nos encontramos aquí ante una declaración anti-mariana. En
realidad, estos textos declaran dos nociones muy importantes. La primera es
que, además del nacimiento físico único de Cristo, hay otra dimensión de la
maternidad que puede y debe continuar. La segunda noción es que esta
maternidad, que permite nacer continuamente a Cristo, se basa en la escucha,
guarda y cumplimiento de la palabra de Jesús. Pero ahora bien, precisamente
Lucas, de cuyo evangelio están tomados estos dos pasajes, caracteriza a María
como la oyente arquetípica de la Palabra, la que lleva en sí la Palabra, la
guarda y la hace madurar. Esto significa que, al transmitir estas palabras del
Señor, Lucas no niega la veneración de María, sino que quiere conducirla
precisamente a su verdadero fundamento. Indica que la maternidad de María no es
sólo un acontecimiento biológico único; que, por tanto, ella fue, es y seguirá
siendo madre con toda su persona. En Pentecostés, en el momento en que la
Iglesia nace del Espíritu Santo, esto se hace concreto: María está en medio de
la comunidad orante que, mediante la venida del Espíritu, se convierte en
Iglesia. La correspondencia entre la encarnación de Jesús en Nazaret por la
fuerza del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés no se puede
pasar por alto. «La persona que une ambos momentos es María» (n° 24). En esta
escena de Pentecostés, quisiera ver el Papa la imagen de nuestro tiempo, la
imagen del año mariano, el signo de esperanza para nuestra hora (nº 33).
Lo
que Lucas hace visible con alusiones entretejidas, el Santo Padre lo encuentra
plenamente explicado en el evangelio de Juan: en las palabras del Crucificado a
su madre y a Juan, el discípulo amado. Las palabras «Ahí tienes a tu Madre» y
«Mujer, ahí tienes a tu hijo» han fecundado desde siempre la reflexión de los
intérpretes sobre el cometido especial de María en la Iglesia y para la Iglesia;
con razón son el centro de toda meditación mariológica. El Santo Padre las
entiende como el testamento de Cristo pronunciado desde la Cruz. Allí, en el
interior del misterio pascual, María es entregada al ser humano como Madre.
Aparece una nueva Maternidad de María que es fruto del nuevo amor madurado a
los pies de la Cruz (n°. 23). Queda así visible la «dimensión mariana en la
vida de los discípulos de Cristo... no sólo de Juan... sino de todo discípulo
de Cristo, de todo cristiano». «La maternidad de María, que se convierte en la
herencia del hombre, es un regalo que Cristo hace personalmente a cada ser
humano» (n°. 45).
El
Santo Padre da aquí una explicación muy sutil de la palabra con la que el
evangelio cierra la escena: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su
casa» (Jn 19,27). Ésta es la traducción a la que estamos habituados; pero la
profundidad del acontecimiento -así lo acentúa el Papa- sólo se pone de
manifiesto cuando traducimos de forma totalmente literal. Entonces el texto
dice, en realidad: él la acogió dentro de lo suyo. Para el Santo Padre, esto
significa una relación absolutamente personal entre el discípulo -todo
discípulo- y María, un dejar entrar a María hasta lo más íntimo de la propia
vida intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia femenina y
materna, un confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino para
el nacimiento de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo.
Así el cometido mariano arroja luz sobre la figura de la mujer en general,
sobre la dimensión de lo femenino y el cometido especial de la mujer en la
Iglesia (nº 46).
Con
este pasaje se agrupan en adelante todos los textos de la Escritura que se
entretejen en la Encíclica hasta formar un tejido unitario. Pues el evangelista
Juan, tanto en el episodio de Caná, como en el relato de la Cruz, llama a
María, no por su nombre, ni «madre», sino con el título «mujer». La conexión
con Gn 3 y Ap 12, con el signo de la «mujer», queda así establecida desde el
texto, y, sin duda, en Juan tras esta denominación está la intención de elevar
a María, como «la mujer» en general, al plano de lo universalmente válido y de
lo simbólico. El relato de la crucifixión se convierte así simultáneamente en
interpretación de la Historia, en la referencia al signo de la mujer que, de
forma materna, toma parte en la lucha contra los poderes de la negación y en
este punto es signo de la esperanza (n° 24 y n° 47). Todo lo que se sigue de
estos textos, la Encíclica lo resume en una frase del credo de Pablo VI:
«Creemos que la Santísima Madre de Dios, la nueva Eva, Madre de la Iglesia,
prolonga en el cielo su tarea materna en favor de los miembros de Cristo,
cooperando en el nacimiento y fomento de la vida divina en las almas de los
redimidos» (nº 47).
Texto publicado en el libro de "Ediciones
Encuentro" "María, Iglesia naciente"
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