lunes, 21 de enero de 2013

Los mártires de la Iglesia lo son porque en sus personas ha triunfado la fe, el talante evangélico y la fidelidad a Cristo - Mons.Atilano Rodríguez Martínez en la Fiesta de San Sebastián

Homilía de
Mons. Atilano Rodríguez Martínez
en la Fiesta de San Sebastián
Patrono de la Ciudad de Rodrigo

          Por primera vez, después de la exposición Kyrios, organizada por la Fundación de las Edades del Hombre, se abre de nuevo al culto este espacio sagrado para celebrar la fiesta de San Sebastián, patrono de la Ciudad. Si la exposición nos ha permitido revivir de una forma cronológica los distintos misterios de la vida de Cristo a través de las imágenes, cuadros y demás objetos religiosos expuestos en la misma, el testimonio de los mártires nos ayuda a entender que el Señor, muerto y resucitado por la salvación de la humanidad, permanece vivo en medio de nosotros ofreciéndonos amor, perdón y salvación. Las personas que han experimentado el martirio nos recuerdan que quien conoce, acoge y ama a Jesucristo, está dispuesto a entregar la vida por Él y por los hermanos hasta el derramamiento de la propia sangre.
          En los mártires, la Iglesia ha reconocido siempre la presencia y la acción de Dios y de su gracia. En su comportamiento y actitudes ante el martirio se manifiesta el credo más elocuente y la confesión de fe más nítida que un cristiano puede profesar. Pero no se trata de una confesión improvisada, sino de una auténtica manifestación de fe, consecuencia lógica de una vida dirigida y animada por el Evangelio.
          En el caso de San Sebastián, los escritos sobre su vida señalan que sufre el martirio en Roma, durante el siglo III, con ocasión de las terribles persecuciones desencadenadas contra los cristianos por parte de los emperadores Diocleciano y Maximiano. Al descubrirse las atenciones y cuidados dispensados por el santo a los cristianos hacinados en las cárceles romanas, surge la desconfianza de los emperadores hacia su persona y es condenado a muerte por quienes anteriormente le habían nombrado jefe de la guardia imperial. Habiendo sobrevivido milagrosamente a las saetas de los verdugos y desoyendo el consejo de sus amigos, que le invitan a huir de Roma, Sebastián seguirá dando público testimonio de Jesucristo, el único Dios verdadero, y denunciando el culto vacío tributado a los dioses paganos. Las autoridades imperiales, encolerizadas por su actitud y por sus palabras, terminarán para siempre con su existencia terrena. Sin embargo, no podrán ocultar su testimonio de fe, que ha llegado hasta nosotros, gracias al culto que desde los primeros momentos le tributó la comunidad cristiana y que se extendió con gran rapidez por todo el Occidente cristiano.
          En la vida y en la muerte de los mártires, como sucedió con San Sebastián, se cumple a la perfección el evangelio de Jesucristo. Impresiona comprobar la fortaleza de su fe ante el martirio y la valentía con la que afrontaron los tormentos. Actúan siempre desde la serenidad que nace de su confianza ilimitada en el Señor y, a imitación del Maestro, ofrecen gestos y palabras de perdón y de paz para todos, incluso para sus verdugos. Ellos manifiestan una experiencia honda del amor de Dios. Impulsados y sostenidos por este amor, y como respuesta al mismo, quienes han padecido el martirio no dudan en profesar la fe hasta las últimas consecuencias, mostrando de este modo una perfecta unidad entre lo que creen y lo que hacen, entre lo que confiesan y esperan alcanzar. Han entendido a la perfección aquella enseñanza de Jesús, según la cual "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn. 15, 13).
          Pero, además, los mártires confiesan la verdad que da sentido a sus vidas hasta las últimas consecuencias. Saben que esta defensa de la verdad puede acarrearles persecución, sufrimiento e, incluso, la misma muerte, pero conocen también que, como hijos amados de Dios, están llamados a heredar la vida eterna, si no ocultan la luz que ha sido encendida en sus corazones por el Espíritu Santo y si, rechazando el pecado y las obras de las tinieblas, confiesan a Jesucristo como la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. El apóstol Pablo ya les recordaba a los cristianos de Tesalónica la urgencia de confesar a Dios ante los hombres, realizando las obras propias de quien está íntimamente unido a Jesucristo, verdadera Luz del mundo: "Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no sois hijos de la noche ni de las tinieblas…Los que somos del día seamos sobrios; revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación " (I Tes. 5, 5. 8).
          Este testimonio de los mártires debe estar siempre muy vivo en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano. Los mártires de la Iglesia lo son porque en sus personas ha triunfado la fe, el talante evangélico y la fidelidad a Cristo. Ellos nos emplazan hoy a vivir nuestra pertenencia al Señor y a dar público testimonio de su amor y salvación superando los miedos y el respeto humano. El Papa Juan Pablo II nos lo recordaba con ocasión del gran Jubileo del año 2000, cuando pedía que permaneciese viva, en este momento de la historia, la memoria de tantos hermanos y hermanas nuestros, que pasaron por la dura experiencia del martirio. La velocidad de la vida y la rápida sucesión de los acontecimientos pueden hacernos olvidar que la experiencia del martirio, no solo afecta a la Iglesia de los primeros siglos, sino que es una realidad que acompaña toda la historia de la Iglesia.
          Concretamente, más del sesenta por ciento de los mártires reconocidos por la Iglesia pertenecen al siglo pasado. Miles de cristianos fueron perseguidos, torturados y asesinados en los cinco continentes por el mero hecho de confesar a Jesucristo muerto y resucitado o por acudir con el resto de la comunidad cristiana a celebrar la fe. La experiencias vividas en los campos de concentración nazis y soviéticos o la persecución religiosa padecida en España, sin citar otras realidades que están en la mente de todos, nos permiten tener muy presente la realidad del martirio. En la actualidad, aunque no aparezcan recogidas en los medios de comunicación, son frecuentes las noticias que nos hablan de encarcelamientos, torturas o desapariciones de obispos, sacerdotes, religiosos y cristianos laicos en China, en Sudán, en la India, en Irak o en otros países. Detrás de estos comportamientos violentos suele estar casi siempre el fanatismo, el fundamentalismo o la falta de respeto a la libertad religiosa, que lleva consigo la manifestación pública de las propias creencias.
          Las persecuciones, del tipo que sean, no surgen de modo espontáneo. En la preparación de las mismas intervienen factores culturales, políticos y sociológicos, que van fraguando y alimentando una postura de hostilidad hacia los creyentes en Jesús. Al activarse modelos sociales o antropológicos, que chocan con el modelo evangélico, y al rechazarse la verdad sobre Dios y sobre la dignidad de la persona, se generan actitudes de odio a la fe que, en sus manifestaciones más extremas, derivan en diversas situaciones de violencia.
          Ciertamente, en nuestro país nos ha tocado vivir unos tiempos, en los cuales, como consecuencia del relativismo y del secularismo imperantes, muchos han perdido el sentido de lo sagrado, se han olvidado de Dios y han relegado a un segundo plano en sus vidas la dimensión espiritual de la persona. Esto está provocando un rechazo de los valores absolutos y permanentes y, consecuentemente, un desprecio por parte de algunos de los valores y de los signos religiosos. En la actualidad se interpreta como signo de progreso y de modernidad el desprecio a lo religioso, como si la práctica y defensa de los valores del Reino, como son la verdad y la justicia, el amor y la paz, fuesen un obstáculo para el desarrollo de la sociedad, para la convivencia social y para la consecución del bien común. Por ello se pide que la religión y las prácticas religiosas queden relegadas al ámbito intimista de la conciencia personal y, de este modo, no tengan repercusión en la vida pública.
          Estoy seguro de que algunos de vosotros habréis tenido que sufrir desprecio o mofa por manifestar vuestra condición de cristianos. En otros casos me imagino que habréis experimentado que la religión en los ambientes laborales y estudiantiles, en algunos medios de comunicación y en la misma convivencia social es menospreciada y relegada a un segundo plano. Es más, alguno habrá percibido que la religión y la misma Iglesia reciben un trato hostil de sus actos como consecuencia de interpretaciones subjetivas y alejadas de la realidad.
          Al constatar este conjunto de actitudes y comportamientos, no debemos olvidar que la persecución y las dificultades son connaturales con el anuncio del Evangelio. Jesús ya les recordaba a los suyos que el discípulo no era más que el Maestro y que, si a El le habían perseguido, también ellos experimentarían la persecución. San Agustín dirá, refiriéndose a los mártires: "Todos los tiempos son de martirio. No se diga que los cristianos no sufren persecución; no puede fallar la sentencia del Apóstol: 'todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución'. Todos, dice, a nadie excluye, a nadie exceptuó. Si quieres probar la certeza de ese dicho empieza tú a vivir piadosamente, y verás cuánta razón tuvo para decirlo" (San Agustín, Sermón 6).
          Teniendo en cuenta estas enseñanzas y el testimonio de los mártires, todos debemos escuchar la invitación del Señor a purificar nuestras creencias religiosas y a vivir más consciente y responsablemente nuestra fe en Jesucristo. Para ello debemos crecer en nuestra formación cristiana y en nuestra relación con Jesucristo en la oración. Solo así podremos dar razón de nuestra esperanza y no sentiremos vergüenza de nuestra condición de creyentes. Aún más, experimentaremos el gozo interior de confesar públicamente aquello que creemos, desde una actitud de verdadera libertad y de auténtico amor a nuestros semejantes. Unidos a Cristo y acogiendo su gracia, podremos ofrecer a los hombres de nuestro tiempo el amor de Dios y su infinita misericordia, podremos decirles que somos felices porque el Señor da sentido a nuestra existencia y alienta nuestra esperanza en el más allá de esta vida. En los momentos más difíciles, si vivimos desde la fe y nos dejamos guiar por la Palabra de Dios, encontraremos la paz del corazón y el consuelo de Dios que el mundo nunca podrá ofrecernos.
          Invoquemos en este día sobre nosotros y sobre toda la Ciudad la especial protección de San Sebastián y pidámosle que, al contemplar su vida y su testimonio creyente, no tengamos miedo a confesar con obras y palabras nuestra fe en Jesucristo, el único Salvador de la humanidad. Dios es fiel y no permitirá nunca que las dificultades y las pruebas de la vida superen nuestras fuerzas.
Atilano Rodríguez Martínez, Obispo de Ciudad Rodrigo
20 de enero de 2007

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