VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO
XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)
ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
EN LA UNIVERSIDAD DE RATISBONA
Martes 12 de septiembre de 2006
Fe, razón y universidad.
Recuerdos y reflexiones
Eminencias,
Rectores Magníficos,
Excelencias,
Ilustres señoras y señores:
Para mí es un momento emocionante
encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección
magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período
en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la
universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía
todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las
cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y,
sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases
en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos,
los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran
muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que
los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de
la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas
—algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector—; es decir, la
experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos
impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo
de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la
común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se
experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos
facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la
racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del
conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir
la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta
cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en
cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra
universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no
existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que,
incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable
interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el
contexto de la tradición de la fe cristiana.
Recordé todo esto recientemente
cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore Khoury (Münster), del
diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los
cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre
el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos. 1 Probablemente fue el mismo emperador
quien anotó ese diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402.
Así se explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las
respuestas de su interlocutor persa. 2 El diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas
en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del
hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las
«tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento,
Nuevo Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo
quisiera aludir a un aspecto —más bien marginal en la estructura de todo el
diálogo— que, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que
servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia.
En el séptimo coloquio (διάλεξις,
controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad,
la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256
está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe». Según dice una parte
de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial,
en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero,
naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente
y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles,
como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos»,
con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta
inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central
sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame
también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e
inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que
predicaba». 3 El emperador,
después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las
razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo
insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la
naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre —dice—; no actuar según
la razón (συ ν λόγω) es contrario a la naturaleza
de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar
a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar
correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer
a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos
contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a
una persona».4