miércoles, 18 de diciembre de 2013

Mensaje de Belén - Mons. Tihamér Tóth

Altar sobre el lugar de nacimiento del Redentor (Belén)
Mensaje de Belén
Mons. Tihamér Tóth
En "El mensaje de navidad" (3)

¡Noche de Navidad!... ¡Es el natalicio de Cristo, «Príncipe de la paz»...! Y no obstante, ¡qué lejos de nosotros está la paz de Cristo!

¡Noche de Navidad!... Natalicio del Redentor del género humano, quien por amor a nosotros, por nuestra salvación, bajó de los cielos... Y con todo, una gran parte de la humanidad no sabe todavía que ha sido redimida.

¿Qué sucede con nosotros, Dios mío? ¿Qué ocurre? ¿Qué maldita sordera es la nuestra para no oír el mensaje que nos trae la Navidad? Porque sin duda nuestro mal consiste en no querer prestar atención a las palabras del Hombre-Dios que vino a nosotros, en no haber comprendido su mensaje.

Uno de los mejores maestros de la pintura cristiana, Fray Angélico, representa en uno de sus frescos el momento en que Jesucristo bajó después de su muerte a los infiernos —según dice el Credo— para sacar las almas de los justos y llevarlas a Dios. En el cuadro se ve abrir una pesada puerta de hierro; una claridad deslumbradora inunda la cárcel y los justos, que hacía tiempo esperaban a Cristo, caminan hacia El, que extiende sus manos, llenas de resplandor. Todos ellos vivieron honradamente, pasando como justos, pero vivieron antes de Cristo y sólo en Cristo encuentran su plenitud.

Ciertamente, antes de la venida de Cristo, muchos hombres hicieron grandes esfuerzos por ser mejores, por ser más virtuosos, pero al hacerlo no podían dejar de tener también muchas imperfecciones. Le faltaba la gracia de Cristo, Camino, Verdad y Vida.

Esto se refleja de una manera contundente en el influjo que ha ejercido Cristo sobre la cultura, en primer lugar, sobre la cultura europea.

En la antigüedad florecieron grandes y magníficas culturas... Recordemos tan sólo las civilizaciones de Babilonia, Asiria, Egipto, en las que se construyeron obras monumentales, y tuvieron una legislación y unos conocimientos que aun hoy son admirados... Sin embargo, todas ellas se vinieron abajo y perecieron al paso de los siglos.

La cultura de China y la India todavía persisten, pero apenas han ejercido una influencia más allá del extremo Oriente.

¡Cuán distinta es la cultura de Europa! ¡Cómo ha influido en el mundo! ¡Cuántas cosas ha dado a los habitantes de todo el orbe! ¡Qué principios morales le dio, cómo ha dignificado del hombre, cómo ha promovido el arte, la misma ciencia!

¿Y qué o quién pudo darle a esta cultura europea tal fuerza benéfica capaz de influir en el mundo entero? ¿Acaso la retórica y el arte griegos, o la técnica y el Derecho romanos, que, desde luego, le prepararon el camino? No. Todo esto lo aprovechó la cultura europea, pero su fuerza no brotaba de ahí, no constituía esto su esencia. Lo que dio a esta cultura tal fuerza fue ciertamente el cristianismo.

Gracias al cristianismo se salvaron los buenos valores que había en la cultura griega y romana, y que corrían peligro de desaparecer. Los salvó y los ennobleció. Y el cristianismo no sólo culturizó y evangelizó el imperio romano, sino a todo el resto de los pueblos de Europa, haciendo de este continente una gran unidad cultural, en la que se cultivaron el humanismo, el arte, las ciencias...

¿Cuál es, por tanto, la esencia de la cultura europea? ¿Acaso la filosofía? ¿Tal vez la arquitectura, las artes o las ciencias? ¿Quizá la agricultura o su sistema económico o comercial? Sí; todo esto es corolario de la cultura occidental, pero no su esencia, ni su alma. El alma de la cultura es... la cultura del alma, es decir, el cristianismo, quien amplió los estrechos y rastreros horizontes estrechos del hombre, y le abrió perspectivas eternas.

Porque el Evangelio no es un simple libro, sino una buena noticia, cómo dice su nombre, capaz de transformar al hombre. Las palabras de Jesucristo, pronunciadas hace dos mil años, permanecen tan actuales como entonces. Hasta la venida de Cristo —tal como ocurre hoy día, cuando el hombre vive de espaldas al Evangelio— el hombre vivía sin más horizontes que su bienestar terreno, perdiéndose en el materialismo y el hedonismo. Sus ojos tan sólo miraban la tierra, sus deseos olían a tierra, sus horizontes se limitaban a los confines de la tierra...; pero he ahí que llega Cristo y amplía nuestra perspectiva, y nos anuncia que estamos llamados a la vida eterna. «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia». Una vida eterna que se nos da con una sola condición: que aceptemos a Jesucristo como al Hijo de Dios, que vino a salvarnos; que orientemos toda nuestra vida según el Evangelio que nos proclamó.

Jesucristo nos anunció esta «buena nueva», que tenemos un Padre celestial que nos ama, lo cual nos eleva a una dignidad que no podíamos ni imaginar, la de ser hijos de Dios.

Y para darnos la prueba de su amor, quiso compartir con nosotros nuestras tristezas y nuestras alegrías, hasta llegar a morir por nosotros. No hay más que ver la predilección que Cristo sentía por los niños, por los pobres, por los enfermos, por los que sufren... ¡Cuántas veces consignan los evangelistas que «se compadecía de las gentes»! (Mt 9, 36; Lc 7, 13).

Jesucristo llegó a llorar en dos ocasiones, compadecido de nuestras desgracias. Lloró al vislumbrar la destrucción de Jerusalén; lloró al ver llorar a los familiares de Lázaro junto a su tumba: «se conmovió interiormente, se turbó» (Jn 11, 33).

Si la cultura europea saca su fuerza del cristianismo, entonces tiene que preocuparnos seriamente el neopaganismo actual, que se va extendiendo por todo el occidente y que amena con echar por tierra tantos logros alcanzados.

Si Europa ha sido grande por el cristianismo; por lo tanto, le es de vital importancia, si no quiere perecer, que permanezca fiel a Jesucristo. Este proceso de apostasía del cristianismo en los pueblos de Europa comenzó en los albores de la Era Moderna y desde entonces cada día se ha ido intensificando más. Los ámbitos de la cultura, de la economía, de las leyes se alejan cada día más del espíritu cristiano. Pero que es lo que nos espera si nos separamos por completo de Cristo. ¿Qué nos aguarda? Nos aguarda lo mismo que al cuerpo cuando es separado del alma.

Cuando un hombre muere y el alma abandona el cuerpo, éste pierde su cohesión, y sólo queda reducido a un montón de elementos orgánicos e inorgánicos en proceso de descomposición. Lo mismo le ocurre a la sociedad en cuanto pierde el alma cristiana, no hay nada que le pueda dar cohesión y unidad...; donde había una sociedad humana, orgánica y ordenada, no queda más que un montón de casas, de fábricas, de instituciones, cada cual a lo suyo, buscando sus propios intereses. Y conforme se vacían las cárceles, se van llenando las cárceles de delincuentes.

¿Qué nos espera si nos alejamos de Cristo? Que nos quedamos tuertos. No vemos más que el aspecto material del mundo, quedamos ciegos para lo espiritual. Consecuencia: el hombre sufre porque vive sin esperanza, por pensar que todo se acaba con la muerte. No hay más que ver los países que han estado bajo el comunismo, hasta que abismos de frustración y desencanto espiritual han caído.

Volvamos a escuchar el mensaje de Navidad: El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda llegar a ser hijo de Dios. Mientras Cristo no nazca en el corazón del hombre y transforme su vida —«conversión», cambio de mentalidad, mentalidad según Cristo— de poco le valdrá que el Salvador haya querido nacer en Belén hace dos mil años, en la noche santa de la primera Navidad.

Por eso, no dejemos de implorar: Ven, Señor, a nuestro corazón, porque te necesitamos. Ven, ¡Señor Jesús!

 

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