jueves, 3 de enero de 2013

Bautismo del Señor - San Ambrosio


El Bautismo del Señor

Y aconteció, al tiempo que todo el pueblo era bautizado, que, habiendo sido también bautizado y estando en oración, se abrió el cielo, y descendió el Espíritu Santo en figura corporal a manera de paloma sobre El, y una voz vino del cielo: Tú eres mi Hijo amado; en ti me agradé. El Señor ha sido, pues, bautizado: No quería El ser purificado, sino purificar las aguas, a fin de que, limpias por la carne de Cristo, que jamás conoció el pecado, tu­viesen el poder de bautizar. Así el que viene al bautismo de Cristo deja allí sus pecados. Bellamente el evangelista San Lucas se ha propuesto resumir lo que habían dicho los otros y ha dado a entender que el Señor fue bautizado por Juan, más que dejarlo expresado. En cuanto a la causa de este bautismo del Señor, el mis­mo Señor nos lo explica con estas palabras: Déjame hacer ahora, pues así nos cumple realizar plenamente toda justicia (Mt 3,15).
Habiendo hecho tanto Dios por un favor divino, que, para la edificación de su Iglesia, después de los patriarcas, de los profetas y de los ángeles, descendiese el Hijo Unigénito de Dios y viniese al bautismo, ¿no reconoceremos nosotros con cuánta verdad y divinamente se ha dicho de la Iglesia: Si el Señor no edifica su casa, en vano trabajan los que la construyen? No hay que extrañarse que el hombre no pueda edificar si no puede cus­todiar: Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los que la guardan (Ps 162,1). Por mi parte me atrevo a decir aún que el hombre no puede andar en un camino si el Señor no le ha pre­cedido antes; así está escrito: Marcharás en pos del Señor tu Dios (Deut 13,4) y el Señor es el que conduce los pasos del hombre (Prov 20,24). Finalmente, aquél, más perfecto, que comprendía que sin el Señor no podía marchar, ha dicho: Enseñadme vues­tros caminos (Ps 24,4). Y, para venir a la historia —pues no debe­mos sacar sólo la simple serie de los hechos, sino también ordenar nuestras acciones conforme lo que está escrito—, de Egipto salió el pueblo. Ignoraba el camino que conducía a la Tierra santa; Dios envía una columna de fuego a fin de que, durante la noche, conociera el pueblo su camino; envió también durante el día una columna de nubes para que no se desviasen ni a derecha ni a izquierda. Mas no eres tal, ¡oh hombre!, que merezcas también tú una columna de fuego; tú no tienes a Moisés; no tienes el signo; pues ahora, que ha venido el Señor, se exige la fe y son retirados los signos. Teme al Señor y cuenta sobre el Señor; pues el Señor enviará a sus ángeles en torno de los que le temen y los librará (Ps 33,8). Observa atentamente que siempre el poder del Señor colabora con los esfuerzos del hombre, de suerte que nadie puede construir sin el Señor, nadie custodiar sin el Señor ni em­prender cosa alguna sin el Señor. Por eso, según el Apóstol: Ora comáis, ora bebáis, hacedlo todo a la gloria de Dios (1 Cor 10,31), en el nombre de nuestro Señor Jesucristo; pues en dos epístolas nos prescribe obrar: en una, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo (Col 3,17), y en otra, a la gloria de Dios, para que entiendas que el Padre y el Hijo tienen la misma gloria y el mismo poder, que no existe diferencia alguna en cuanto a la divinidad entre el Padre y el Hijo, que, para ayudarnos, no están en desacuerdo.
David me enseñó que nadie sin el Señor construye la casa ni guarda la ciudad.
Moisés me ha enseñado que nadie más que Dios ha hecho el mundo; pues al principio hizo Dios el cielo y la tierra (Gen 1,1). Igualmente me ha enseñado que Dios creó al hombre con su trabajo, y no sin motivo ha escrito: Hizo Dios al hombre del barro de la tierra y le sopló en su rostro un soplo de vida (ibíd., 2,7), para que adviertas la actividad de Dios en la creación del hombre como una especie de trabajo corporal. Me ha enseñado también que Dios ha hecho a la mujer: pues Dios infundió un sueño a Adán y se durmió, y tomó Dios una costilla de su costado y la llenó de carne, Y el Señor transformó en mujer la costilla que tomó de Adán (ibíd., 2,21ss). No en vano, he dicho, Moisés ha mostrado a Dios trabajando en la creación de Adán y Eva como con manos de carne. Para el mundo, Dios ordena que sea hecho y fue hecho, y por esta sola palabra indica la Escritura que la obra del mundo fue acabada; al venir al hombre, el profeta ha cuidado de mostrarnos, por decirlo así, las manos mismas de Dios en el trabajo.
Este trabajo de Dios en estas obras me obliga a entender aquí yo no sé qué cosas más de las que leo. El Apóstol viene en ayuda de mi aturdimiento, y lo que yo no entendía qué era: Hueso de mis huesos y carne de mi carne y ésta se llamará mujer, porque ha sido tomada del varón, me lo ha revelado en el Espíritu Santo, diciendo: Esto es un gran misterio. ¿Qué misterio? Porque serán los dos en una sola carne, y dejará el hombre a su padre y a su madre, para unirse a su mujer, y porque nosotros somos miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos (Eph 5,30.32). ¿Quién es este hombre por el cual ha de dejar la mujer a sus padres? La Iglesia ha dejado a sus padres, ha reunido a los pue­blos de la gentilidad, a la cual se ha dicho proféticamente: Olvida a tu pueblo y la casa de tus padres (Ps 44,11). ¿Por qué hombre? ¿No será por Aquel del cual ha dicho Juan: Detrás de mí viene un hombre que ha sido hecho antes que yo? (Jn 1,30). De su costado, mientras dormía, Dios ha tomado una costilla; pues él mismo es el que durmió, descansó y resucitó, porque el Señor lo levantó. ¿Cuál es su costilla, sino su poder? Pues en el mismo momento en que un soldado abrió su costado, al instante salió agua y sangre, que se derramó para la vida del mundo (Jn 19,34).Esta vida del mundo es el costado de Cristo, el costado del se­gundo Adán; ya que el primer Adán fue alma viviente, el segundo espíritu vivificante (1 Cor 15,45); el segundo Adán es Cristo, el costado de Cristo es la vida de la Iglesia. Nosotros somos, pues, miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos (Eph 5,30). Y tal vez éste es el costado del cual se ha dicho: Yo siento un poder que sale de mí (Lc 8,46); ésta es la costilla que salió de Cristo, y no ha disminuido su cuerpo; pues no es una costilla corporal, sino espiritual, ya que el espíritu no se divide, sino que divide a cada uno según su agrado (1 Cor 12,11). He aquí a Eva, madre de todos los vivientes. Si entiendes: Buscas al que vive entre los muertos (Lc 24,5), entiendes que están muertos los que están sin Cristo, que no participan de la vida; es decir, que no participan de Cristo, pues Cristo es vida. La madre de los vivien­tes es, pues, la Iglesia que Dios ha construido teniendo por piedra angular al mismo Jesucristo, en el cual toda estructura compacta se levanta para formar un templo (Eph 2,20).
 Que Dios venga, pues; que cree a la mujer: aquélla para la ayuda de Adán, ésta para Cristo; no porque Cristo tenga necesidad de una auxiliar, sino porque nosotros buscamos y desea­mos ir a la gracia de Cristo por la Iglesia. Ahora la mujer es construida, ahora es formada, ahora toma figura, ahora es creada. Por eso la Escritura ha adoptado una expresión nueva, que nos­otros somos edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas (Eph 2,20). Ahora la casa espiritual se levanta para un sacerdocio santo (1 Petr 2,5). Ven, Señor Dios, forma esta mujer, construye la ciudad. Que venga también tu siervo; pues yo creo en tu palabra: El mismo edificará para mí la ciudad (Is 44,13).
He aquí a la mujer, madre de todos; he aquí la mansión espiritual, he aquí la ciudad que vive eternamente, pues no sabe morir. Es la ciudad de Jerusalén, que ahora se ve en la tierra, pero que será transportada por encima de Elías —Elías era una uni­dad—, transportada por encima de Enoch, de cuya muerte nada se encuentra; pues fue arrebatado para que la maldad no cambiase su corazón (Sap 4,11), mientras que ésta es amada por Cristo como gloriosa, santa, inmaculada, sin arruga (Eph 5,27). ¡Y cuán­to todo el cuerpo no tiene más títulos que el ser elevado! Tal es en efecto la esperanza de la Iglesia. Será ciertamente transpor­tada, elevada y conducida al cielo. He aquí que Elías fue tranportado en un carro de fuego, y la Iglesia será transportada. ¿No me crees? Cree al menos a Pablo, en el cual ha hablado Cristo. Nosotros, dice, seremos arrebatados sobre las nubes al aire hacia el encuentro del Señor y así siempre estaremos con el Señor (1 Thess 4,17).
Para construida (la Iglesia) han sido enviados muchos: han sido enviados los patriarcas, los profetas, el arcángel Gabriel; innumerables ángeles se han aplicado a esa misión, y la multitud de los ejércitos celestiales alababa a Dios porque se acercaba la construcción de esta ciudad. Muchos han sido enviados, mas sólo Cristo la ha construido; en verdad no está solo, porque está presente el Padre, y, si El sólo la construye, no reivindica para sí solo el mérito de tal construcción. Se ha escrito del templo de Dios que construyó Salomón, y que figuraba a la Iglesia, que eran setenta mil los que transportaban sobre sus espaldas y ochenta mil los canteros (2 Sam 3). Que vengan los ángeles, que vengan los canteros, que tallen lo superfluo de nuestras piedras y pulimenten sus asperezas; que vengan también los que las llevan sobre sus espaldas; pues está escrito: Serán llevados sobre las espaldas (Is 49,22).
Vino, pues, a Juan —pues lo demás lo conocéis—. Vino al bautismo de Juan. Mas el bautismo de Juan llevaba consigo el arrepentimiento de los pecados. Y por eso se lo impide Juan, diciendo: Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? (Mt 3,14). ¿Por qué vienes a mí tú, que no tienes pecado? Debe ser bautizado el que es pecador, más el que no ha cometido pecados, ¿por qué habría de pedir un bautismo de penitencia? Deja por el momento —es decir, mientras construyo la Iglesia—, pues así nos cumple realizar toda justicia (ibíd., 15). ¿Qué es la justicia, sino la misericordia?, pues Él ha distribuido, ha dado a los pobres, su justicia permanece eternamente (Ps 111,9). Él me ha dado a mí, pobre, me ha dado a mí, indigente, la gracia que antes no tenía: su justicia permanece eternamente. ¿Qué es la justicia, sino que tú comiences primero lo que quieres que otro haga y animar a los demás con tu ejemplo? ¿Qué es la justicia, sino que, habiendo tomado carne, lejos de excluir como Dios la sensibilidad o los servicios de la carne, triunfó de la carne como hombre, para enseñarme a triunfar de ella? Pues me ha enseñado de qué ma­nera yo podría dar a esta carne, sujeta a los vicios de la tierra, la sepultura en cuanto a los crímenes y la renovación de las virtudes.
¡Oh providencia verdaderamente divina en la misma humillación del Señor! Pues cuanto más profundo ha sido su abatimiento más divina ha sido su providencia. Dios se entrega por el exceso de sus injurias; y para el empleo de sus remedios, no tiene El necesidad de ningún remedio, se afirma Dios. ¿Hay cosa más divina, para llamar a los pueblos, que nadie rehúya el bautismo de gracia, cuando el mismo Cristo no ha rehuido el bautismo de penitencia? Nadie se considere exento de pecado cuando Cristo ha venido para remedio de los pecadores. Si Cristo se bautizó por nosotros, más aún, si nos bautizó en su cuerpo, ¿cuánto más debemos lavar nuestros delitos? ¿Qué obra más grande, qué mayor misterio muestra a Dios, aunque Dios esté en todos, que éste: a través del mundo entero donde se ha di­seminado la raza y el género humano, a través de las distancias y de los espacios que separan los países, en un momento, en un solo cuerpo, Dios quita el fraude del antiguo error y derrama la gracia del Reino de los cielos? Uno sólo ha sido sumergido, pero ha levantado a todos; uno descendió para que todos ascendiesen, uno recibió los pecados, para que en El fueran lavados los pecados de todos. Purificaos, dice el apóstol (Iac 4,8), puesto que ha sido purificado por nosotros Aquél que no tiene necesidad de purifi­cación. Estas cosas para nosotros.
Ahora consideremos el misterio de la Trinidad. Decimos que Dios es uno, mas alabamos al Padre y alabamos al Hijo. Pues, cuando se ha escrito: Amarás al Señor, tu Dios, y a Él sólo servirás (Deut 10,20), el Hijo ha declarado que no está solo, al decir: Mas yo no estoy solo, pues mi Padre está conmigo (Jn 16,32). En este momento tampoco está El solo: pues el Padre da testimonio de su presencia. Está presente el Espíritu Santo; pues nunca la Trinidad puede ser separada: El cielo se abrió y des­cendió el Espíritu Santo, en figura corporal, a manera de paloma. ¿Cómo, pues, dicen los herejes que Él está solo en el cielo, cuando no lo está en la tierra? Prestemos atención al misterio. ¿Por qué como una paloma? Es que para la gracia del bautismo se requiere la simplificación, de suerte que nosotros seamos simples como pa­loMas (Mt 10,16). La gracia del bautismo requiere la paz, que, según la figuración antigua, una paloma la llevó al arca, que sola se salvó del diluvio. Lo que figuraba esta paloma, lo he apren­dido de Aquel que ahora se ha dignado descender bajo la figura de una paloma: Él me ha enseñado que por este ramo y por esta arca eran figuradas la paz y la Iglesia, y que, en medio de los cataclismos del mundo, el Espíritu Santo lleva a su Iglesia la paz fructuosa. También me lo ha enseñado David cuando, al ver en una inspiración profética el misterio del bautismo, ha dicho: ¿Quién me dará alas como a la paloma? (Ps 54,7).
El Espíritu Santo ha venido; mas estad atentos al mis­terio. Ha venido a Cristo, pues, todo ha sido creado por El y sub­siste en El (Col 1,16). Observa la benevolencia del Señor, que solo se ha sometido a las afrentas y solo Él no ha buscado el honor. ¿Y cómo ha construido la Iglesia? Yo rogaré al Padre, dice, y os dará otro Consolador, que esté con vosotros perpetua­mente: El Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, -porque no le ve ni le conoce (Jn 14,16-17). Con razón, pues, se ha mostrado corporalmente, pues en la sustancia de su divinidad no se le ve.
Nosotros hemos visto al Espíritu Santo, pero bajo una forma corporal. Veamos también al Padre. Más, como no pode­mos verle, escuchémosle. Pues está allí como Dios bienhechor; no dejará a su templo; quiere construir toda alma y darla forma para la salvación; quiere transportar las piedras vivas de la tierra al cielo. Ama a su templo, y nosotros amémosle. Amar a Dios es observar sus mandamientos; amarle es conocerle, pues el que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos es mentiroso (1 Jn 2,4). ¿Cómo se puede amar, en efecto, a Dios si no se ama la verdad, siendo Dios la verdad? (ibíd., 5,6).
Escuchemos, pues, al Padre; pues el Padre es invisible. Pero el Hijo es igualmente invisible en su divinidad, pues nadie ha visto jamás a Dios (Jn 1,18); pues siendo el Hijo Dios, en tanto que es Dios, no se ve el Hijo. Mas Él ha querido mostrarse en un cuerpo; y como el Padre no tiene cuerpo, quiso probar que está presente en el Hijo, al decir: Tú eres mi Hijo, en ti me he complacido. Si quieres aprender que el Hijo está siempre presente con el Padre, lee la palabra del Hijo que dice: Si subo al cielo, allí estás; si desciendo al abismo, allí estás presente (Ps 133,8). Si deseas el testimonio del Padre, lo has oído de Juan: ten con­fianza en aquel a quien Cristo se ha confiado para ser bautizado, ante el cual el Padre ha acreditado al Hijo con una voz venida del cielo, al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual me he complacido.
¿Dónde están los arrianos, a los que desagrada este Hijo en el cual se complace el Padre? Esto no lo digo yo ni lo ha dicho hombre alguno; pues Dios no lo ha manifestado por un hombre, ni por los ángeles, ni por los arcángeles, sino que el mismo Pa­dre lo ha indicado con la voz venida del cielo. Por lo demás, el mismo Padre lo ha repetido, al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual me he complacido; escuchadle (Mt 17,5); sí, escuchadle cuando dice: Mi padre y yo somos una misma cosa (lo 10,30). No creer en el Hijo es, pues, no creer en el Padre. Testigo es El del Hijo. Si se duda del Hijo, tampoco se cree en el testimonio paterno. En fin, cuando dice: En el cual me he complacido, no alaba cosa ajena en su Hijo, sino lo suyo. ¿Qué es decir: En el cual me he complacido, sino que todas las cosas que tiene el Hijo son mías, como el Hijo dice: Todas las cosas que tiene el Padre son mías (Jn 16,15). El poder de una divini­dad sin diferencia hace que no exista diversidad entre el Padre y el Hijo, sino que el Padre y el Hijo tienen parte en un mismo poder. Creamos al Padre, cuya voz dejaron oír los elementos; creamos al Padre, a cuya voz prestaron los elementos su ministe­rio. El mundo ha creído en los elementos, crea también en los hombres; ha creído por los objetos inanimados, crea también por los vivientes; ha creído por lo que es mudo, crea también por aquellos que hablan; ha creído por esto que no tiene inteligencia, crea también por los que han recibido la inteligencia para conocer a Dios.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1), nn. 83-95, BAC, Madrid, 1966, pp. 135-145)

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