Selección de textos de los
últimos Papas sobre el Concilio Vaticano II para facilitar una correcta
hermenéutica y asimilación de los documentos conciliares
(publicado por Humanitas)
El
Concilio en el magisterio de Juan XXIII
Gaudete Mater Ecclesia
Gaudete Mater Ecclesia
Discurso
de S.S. Juan XXIII en la sesión de apertura
del Concilio Vaticano II, 11.X.1962.
del Concilio Vaticano II, 11.X.1962.
Gócese
hoy la Santa Madre Iglesia porque, gracias a un regalo singular de la
Providencia Divina, ha alboreado ya el día tan deseado en que el Concilio
Ecuménico Vaticano II se inaugura solemnemente aquí, junto al sepulcro de San
Pedro, bajo la protección de la Virgen Santísima cuya Maternidad Divina se
celebra litúrgicamente en este mismo día.
Los Concilios Ecuménicos en la
Iglesia
La
sucesión de los diversos Concilios hasta ahora celebrados ─tanto los veinte
Concilios Ecuménicos como los innumerables concilios provinciales y regionales,
también importantes─ proclaman claramente la vitalidad de la Iglesia católica y
se destacan como hitos luminosos a lo largo de su historia.
El
gesto del más reciente y humilde sucesor de San Pedro, que os habla, al
convocar esta solemnísima asamblea, se ha propuesto afirmar, una vez más, la
continuidad del Magisterio Eclesiástico, para presentarlo en forma excepcional
a todos los hombres de nuestro tiempo, teniendo en cuenta las desviaciones, las
exigencias y las circunstancias de la edad contemporánea.
Es
muy natural que, al iniciarse el Concilio universal, Nos sea grato mirar a lo
pasado, como para recoger sus voces, cuyo eco alentador queremos escuchar de
nuevo, unido al recuerdo y méritos de nuestros predecesores más antiguos o más
recientes, los Romanos Pontífices: voces solemnes y venerables, a través del
Oriente y del Occidente, desde el siglo IV al Medievo y de aquí hasta la época
moderna, las cuales han transmitido el testimonio de aquellos Concilios; voces
que proclaman con perenne fervor el triunfo de la institución, divina y humana:
la Iglesia de Cristo, que de Él toma nombre, gracia y poder.
Junto
a los motivos de gozo espiritual, es cierto, sin embargo, que por encima de
esta historia se extiende también, durante más de diecinueve siglos, una nube
de tristeza y de pruebas. No sin razón el anciano Simeón dijo a María, la Madre
de Jesús, aquella profecía que ha sido y sigue siendo verdadera: "Este
Niño será puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel y como
señal de contradicción"[1]. Y el mismo Jesús,
ya adulto, fijó muy claramente las distintas actitudes del mundo frente a su
persona, a lo largo de los siglos, en aquellas misteriosas palabras:
"Quien a vosotros escucha a mí me escucha"[2]; y con aquellas otras, citadas por el mismo
Evangelista: "Quien no está conmigo, está contra mí; quien no recoge
conmigo, desparrama"[3].
El
gran problema planteado al mundo, desde hace casi dos mil años, subsiste
inmutable. Cristo, radiante siempre en el centro de la historia y de la vida;
los hombres, o están con El y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de
la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin El o contra El, y
deliberadamente contra su Iglesia: se tornan motivos de confusión, causando
asperezas en las relaciones humanas, y persistentes peligros de guerras
fratricidas.
Los
concilios Ecuménicos, siempre que se reúnen, son celebración solemne de la
unión de Cristo y de su Iglesia y por ende conducen a una universal irradiación
de la verdad, a la recta dirección de la vida individual, familiar y social, al
robustecimiento de las energías espirituales, en incesante elevación sobre los
bienes verdaderos y eternos.
[…]
Iluminada
la Iglesia por la luz de este Concilio ─tal es Nuestra firme esperanza─ crecerá
en espirituales riquezas y, al sacar de ellas fuerza para nuevas energías,
mirará intrépida a lo futuro. En efecto; con oportunas
"actualizaciones" y con un prudente ordenamiento de mutua
colaboración, la Iglesia hará que los hombres, las familias, los pueblos
vuelvan realmente su espíritu hacia las cosas celestiales.
Así
es como el Concilio se convierte en motivo de singular obligación de gran
gratitud al Supremo Dador de todo bien, celebrando con jubiloso cántico la
gloria de Cristo Señor, Rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos.
[…]
Objetivo principal del
Concilio: defensa y revalorización de la verdad
El
supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la
doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz.
Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; y que, a
nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia la patria
celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal de suerte
que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, y así
consigamos el fin establecido por Dios.
Significa
esto que todos los hombres, considerados tanto individual como socialmente,
tienen el deber de tender sin tregua, durante toda su vida, a la consecución de
los bienes celestiales; y el de usar, llevados por ese fin, todos los bienes
terrenales, sin que su empleo sirva de perjuicio a la felicidad eterna.
Ha
dicho el Señor: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia"[4]. Palabra ésta "primero" que
expresa en qué dirección han de moverse nuestros pensamientos y nuestras
fuerzas; mas sin olvidar las otras palabras del precepto del Señor: "... y
todo lo demás se os dará por añadidura"[5]. En realidad, siempre ha habido en la Iglesia,
y hay todavía, quienes, caminando con todas sus energías hacia la perfección
evangélica, no se olvidan de rendir una gran utilidad a la sociedad. Así es
como por sus nobles ejemplos de vida constantemente practicados, y por sus
iniciativas de caridad, recibe vigor e incremento cuánto hay de más alto y
noble en la humana sociedad.
Mas
para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad
humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social, ante
todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la
verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo
presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo
actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico.
Por
esta razón la Iglesia no ha asistido indiferente al admirable progreso de los
descubrimientos del ingenio humano, y nunca ha dejado de significar su justa
estimación: mas, aun siguiendo estos desarrollos, no deja de amonestar a los
hombres para que, por encima de las cosas sensibles, vuelvan sus ojos a Dios,
fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y les recuerda que, así como se les
dijo "poblad la tierra y dominadla"[6], nunca olviden que a ellos mismos les fue dado
el gravísimo precepto: "Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo
servirás"[7], no sea que suceda que la fascinadora atracción
de las cosas visibles impida el verdadero progreso.
Modalidad actual en la
difusión de la doctrina sagrada
Después
de esto, ya está claro lo que se espera del Concilio, en todo cuanto a la
doctrina se refiere. Es decir, el Concilio Ecuménico XXI ─que se beneficiará de
la eficaz e importante suma de experiencias jurídicas, litúrgicas, apostólicas
y administrativas─ quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni
deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y
de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que,
si no ha sido recibido de buen grado por todos, constituye una riqueza abierta
a todos los hombres de buena voluntad.
Deber
nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara
su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor
que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que desde hace veinte siglos
recorre la Iglesia.
La
tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o
aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo difusamente la
enseñanza de los Padres y Teólogos antiguos y modernos, que os es muy bien
conocida y con la que estáis tan familiarizados.
Para
eso no era necesario un Concilio. Sin embargo, de la adhesión renovada, serena
y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y
precisión, tal como resplandecen principalmente en las actas conciliares de
Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano y católico del mundo entero
espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una
formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la
fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de
las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento
moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del “depositum
fidei”, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran
cuenta ─con paciencia, si necesario fuese─ ateniéndose a las normas y
exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral.
Al
iniciarse el Concilio Ecuménico Vaticano II, es evidente como nunca que la
verdad del Señor permanece para siempre. Vemos, en efecto, al pasar de un
tiempo a otro, cómo las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose
mutuamente y cómo los errores, luego de nacer, se desvanecen como la niebla
ante el sol.
Cómo reprimir los errores
Siempre
la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor
severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la
medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al
encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más
bien que renovando condenas. No es que falten doctrinas falaces, opiniones y
conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en
evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos
tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a
condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y
a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar
fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Cada día se convencen
más de que la dignidad de la persona humana, así como su perfección y las
consiguientes obligaciones, es asunto de suma importancia. Lo que mayor
importancia tiene es la experiencia, que les ha enseñado cómo la violencia causada
a otros, el poder de las armas y el predominio político de nada sirven para una
feliz solución de los graves problemas que les afligen.
En
tal estado de cosas, la Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio
Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de
todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos
separados de ella. Así como Pedro un día, al pobre que le pedía limosna, dice
ahora ella al género humano oprimido por tantas dificultades: "No tengo
oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazaret,
levántate y anda"[8]. La Iglesia, pues,
no ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy, ni les promete una felicidad
sólo terrenal; los hace participantes de la gracia divina que, elevando a los
hombres a la dignidad de hijos de Dios, se convierte en poderosísima tutela y ayuda
para una vida más humana; abre la fuente de su doctrina vivificadora que
permite a los hombres, iluminados por la luz de Cristo, comprender bien lo que
son realmente, su excelsa dignidad, su fin. Además de que ella, valiéndose de
sus hijos, extiende por doquier la amplitud de la caridad cristiana, que más
que ninguna otra cosa contribuye a arrancar los gérmenes de la discordia y, con
mayor eficacia que otro medio alguno, fomenta la concordia, la justa paz y la
unión fraternal de todos.
Debe promoverse la unidad de
la familia cristiana y humana
La
solicitud de la Iglesia en promover y defender la verdad se deriva del hecho de
que ─según el designio de Dios "que quiere que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad"[9]─ no pueden los hombres, sin la ayuda de toda la
doctrina revelada, conseguir una completa y firme unidad de ánimos, a la que
van unidas la verdadera paz y la eterna salvación. Desgraciadamente, la familia
humana todavía no ha conseguido, en su plenitud, esta visible unidad en la
verdad.
La
Iglesia católica estima, por lo tanto, como un deber suyo el trabajar con toda
actividad para que se realice el gran misterio de aquella unidad que con
ardiente plegaria invocó Jesús al Padre celestial, estando inminente su
sacrificio. Goza ella de suave paz, pues tiene conciencia de su unión íntima
con dicha plegaria; y se alegra luego grandemente cuando ve que tal invocación
aumenta su eficacia con saludables frutos, hasta entre quienes se hallan fuera
de su seno. Y aún más; si se considera esta misma unidad, impetrada por Cristo
para su Iglesia, parece como refulgir con un triple rayo de luz benéfica y celestial:
la unidad de los católicos entre sí, que ha de conservarse ejemplarmente
firmísima; la unidad de oraciones y ardientes deseos, con que los cristianos
separados de esta Sede Apostólica aspiran a estar unidos con nosotros; y,
finalmente, la unidad en la estima y respeto hacia la Iglesia católica por
parte de quienes siguen religiones todavía no cristianas. En este punto, es
motivo de dolor el considerar que la mayor parte del género humano ─a pesar de
que los hombres todos han sido redimidos por la Sangre de Cristo─ no participan
aún de esa fuente de gracias divinas que se hallan en la Iglesia católica. A
este propósito, cuadran bien a la Iglesia, cuya luz todo lo ilumina, cuya
fuerza de unidad sobrenatural redunda en beneficio de la humanidad entera,
aquellas palabras de San Cipriano: "La Iglesia, envuelta en luz divina,
extiende sus rayos sobre el mundo entero y, con todo, constituye una sola luz
que se difunde por doquier sin que su unidad sufra división. Extiende sus ramas
por toda la tierra, para fecundarla, a la vez que multiplica, con mayor
largueza, sus arroyos; pero siempre es única la cabeza, único el origen, ella
es madre única copiosamente fecunda: de ella hemos nacido todos, nos hemos
nutrido de su leche, vivimos de su espíritu"[10].
Esto
se propone el Concilio Ecuménico Vaticano II, el cual, mientras reúne
juntamente las mejores energías de la Iglesia y se esfuerza por que los hombres
acojan cada vez más favorablemente el anuncio de la salvación, prepara en
cierto modo y consolida el camino hacia aquella unidad del género humano, que
constituye el fundamento necesario para que la Ciudad terrenal se organice a semejanza
de la celestial "en la que reina la verdad, es ley la caridad y la
extensión es la eternidad" según San Agustín[11].
El
Concilio en el Magisterio de Pablo VI
El valor religioso del Concilio
El valor religioso del Concilio
Discurso
pronunciado por S.S. Pablo VI durante la sesión pública con que se clausuró el
Concilio Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
Para
apreciarlo dignamente es menester recordar el tiempo en que [este Concilio] se
ha llevado a cabo: un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la
conquista de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo en el que
el olvido de Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el
progreso científico; un tiempo en el que el acto fundamental de la personalidad
humana más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse a favor de
la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo
en el que el laicismo aparece como la consecuencia legítima del pensamiento
moderno y la más alta filosofía de la ordenación temporal de la sociedad; un
tiempo, además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de
irracionalidad y de desolación; un tiempo, finalmente, que registra, aun en las
grandes religiones étnicas del mundo, perturbaciones y decadencias jamás antes
experimentadas. En este tiempo se ha celebrado este Concilio a honor de Dios,
en el nombre de Cristo, con el ímpetu del Espíritu Santo que “todo lo penetra”
y que sigue siendo el alma de la Iglesia para que sepamos lo que Dios nos ha
dado (cf. 1 Cor 2, 10-12), es decir, dándole la visión profunda y
panorámica, al mismo tiempo, de la vida y del mundo. La concepción geocéntrica
y teológica del hombre y del universo, como desafiando la acusación de
anacronismo y de extrañeza, se ha erguido con este Concilio en medio de la
humanidad con pretensiones que el juicio del mundo calificará primeramente como
insensatas; pero que luego, así lo esperamos, tratará de reconocerlas como
verdaderamente humanas, como prudentes, como saludables, a saber: que Dios sí
existe, que es real, que es viviente, que es personal, que es providente, que
es infinitamente bueno; más aún, no sólo bueno en sí, sino inmensamente bueno
para nosotros, nuestro creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, de tal modo
que el esfuerzo de clavar en El la mirada y el corazón, que llamamos
contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto
que aún hoy puede y debe jerarquizarse la inmensa pirámide de la actividad
humana.
[…]
Tal
vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer,
de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la
sociedad que la rodea y de seguirla; por decirlo así, de alcanzarla casi en su
rápido y continuo cambio. Esta actitud, determinada por las distancias y las
rupturas ocurridas en los últimos siglos, en el siglo pasado y en éste
particularmente, entre la Iglesia y la civilización profana, actitud inspirada
siempre por la esencial misión salvadora de la Iglesia, ha estado obrando
fuerte y continuamente en el Concilio, hasta el punto de sugerir a algunos la
sospecha de que un tolerante y excesivo relativismo al mundo exterior, a la
historia que pasa, a la moda actual, a las necesidades contingentes, al
pensamiento ajeno, haya estado dominado a personas y actos del Sínodo ecuménico
a costa de la fidelidad debida a la tradición y con daño de la orientación
religiosa del mismo Concilio. Nos no creemos que este equívoco se deba imputar
ni a sus verdaderas y profundas intenciones ni a sus auténticas
manifestaciones.
Queremos
más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la
caridad, y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad al Evangelio
por esta principal orientación, cuando recordamos que el mismo Cristo es quien
nos enseña que el amor a los hermanos es el carácter distintivo de sus discípulos
(cf. Jn 13, 35), y cuando dejamos que resuenen en nuestras almas las
palabras apostólicas: La religión pura y sin mancha a los ojos de Dios Padre es
ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y precaverse
de la corrupción de este mundo (Sant I, 27); y todavía: El que no ama a
su hermano, a quien ve, ¿cómo podrá amar a Dios, a quien no ve? (1 Jn
4,20).
La
Iglesia del Concilio, sí, se ha ocupado mucho, además, de sí misma y de la
relación que la une con Dios, del hombre tal cual hoy en realidad se presenta:
del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo
se hace el centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y
razón de toda realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir, cubierto con las
vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de
los padres conciliares, también ellos hombres, todos pastores y hermanos, y,
por tanto, atentos y amorosos; se ha levantado el hombre trágico en sus propios
dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy, y, por lo mismo, frágil y
falso, egoísta y feroz; luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que
llora; el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el
hombre rígido, que cultiva solamente la realidad científica; el hombre tal cual
es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de
algo, el filius accrescens (Gen 49,22); el hombre sagrado por la
inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su
dolor; el hombre individualista y el hombre social; el hombre social; el hombre
“laudator temporis acti” (que alaba los tiempos pasados) y el hombre que sueña
en el porvenir; el hombre pecador y el hombre santo… El humanismo laico y
profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto
sentido, ha desafiado al Concilio. La Religión del Dios que se ha hecho hombre,
se ha encontrado con la religión ─porque tal es─ del hombre que se hace Dios.
¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podría haberse dado,
pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la
espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El
descubrimiento de las necesidades humanas ─y son tanto mayores cuanto más
grande se hace el hijo de la tierra─ ha absorbido la atención de nuestro
Sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las
cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo
humanismo: también nosotros ─y más que nadie─ somos promotores del hombre.
Sed fuertes en la Fe para
contrarrestar el poder de las tinieblas
De
la homilía de S.S. Pablo VI en la Santa Misa por la festividad de San Pedro y
San Pablo, 29-VI-1972.
[…
Por] alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Es la
duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud, la insatisfacción, la
confrontación. No se fían de la Iglesia; se fían del primer profeta profano que
viene a hablarles, de cualquier periódico, o de cualquier movimiento social
para seguirlo y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida. Por el
contrario ya no nos damos cuenta de ser nosotros amos y maestros. Ha entrado la
duda en nuestras conciencias y ha entrado por ventanas que, por el contrario,
debían estar abiertas a la luz. De la ciencia, que ha sido hecha para
entregarse a verdades que no separan de Dios sino que lo hacen acercarse
todavía más y alabarle con mayor intensidad, ha venido, por el contrario, la
crítica ha venido la duda. Los científicos son los que más penosamente y más
dolorosamente han bajado la frente. Y acaban por enseñar: “No, no sabemos, no
podemos saber”. La escuela viene a ser palestra de confusiones y de
contradicciones a veces absurdas. Se celebra el progreso para poder demolerlo
después con la revolución más extraña y más radical, para negar todo lo que se
ha conquistado, para volver a lo primitivo después de haber exaltado tanto los
progresos modernos. También en la Iglesia reina este estado de incertidumbre Se
creía que después del Concilio vendrían días luminosos para la historia de la
Iglesia. Por el contrario han venido días nublados, tempestuosos, vacíos, de
búsqueda de incertidumbre. Predicamos ecumenismo y nos distanciamos cada vez
más de los otros. Procuramos ahondar abismos en vez de llenarlos.
¿Cómo
ha ocurrido esto?
[…]
Creemos
en algo de preternatural venido del mundo que les propio para turbar, para
sofocar los frutos del Concilio Ecuménico, y para impedir que la Iglesia
exultase en el himno de gozo de haber recibido en su plenitud la conciencia de
sí. Por esto queremos ser capaces más que nunca en este momento de ejercitar la
función asignada por Dios a Pedro de confirmar en la fe a los hermanos. Nos
queremos comunicarnos este carisma de la certeza, la seguridad, cuando está
fundada en la palabra de Dios… quien cree con sencillez, con humildad, siente
que está en buen camino y tiene un testimonio interior que lo conforta en la
difícil conquista de la verdad.
El
Señor se nos muestra a sí mismo como luz y verdad a quien acepta en su Palabra,
y su Palabra no es obstáculo a la verdad y al camino hacia el ser, de tal modo
que podamos ascender y ser de verdad conquistados por el Señor, que se muestra
a través de la camino de la fe, anticipo y garantía de la visión definitiva.
[…]
Y
veremos que está fuerza de la fe, que esta seguridad, triunfa sobre todos los
obstáculos, triunfa de todos los obstáculos.
[…]
Señor,
creo en tu palabra, en tu revelación, creo en los que me has dado como
testimonio y garantía de esta tu revelación para sentir y gustar, con la fuerza
de la fe, anticipo de la bienaventuranza de la vida con la fe que nos es
prometida.
El
Concilio en el magisterio de Juan Pablo II
El Concilio, piedra miliar que
se debe llevar cuidadosamente a la práctica
Ante
todo queremos insistir en la permanente importancia del Concilio Ecuménico
Vaticano II, y aceptamos el deber ineludible de llevarlo cuidadosamente a la
práctica.
¿No
es acaso este Concilio universal como una piedra miliar, o un acontecimiento
del máximo peso, en la historia bimilenaria de la Iglesia, y consiguientemente,
en la historia religiosa del mundo y del desarrollo humano?
Ahora
bien, el Concilio, igual que no termina en sus documentos, tampoco se concluye
en las aplicaciones que se han realizado en estos años. Por eso juzgamos que
nuestro primer deber es promover, con la mayor diligencia, la ejecución de los
decretos y normas directivas del mismo.
(Del primer mensaje a la Iglesia y al mundo,
Vaticano, 17-X-1978)
Custodiar y explicar mejor el
precioso depósito de la doctrina católica
Con
la ayuda de Dios, los padres conciliares, en cuatro años de trabajo, pudieron
elaborar y ofrecer a toda la Iglesia un notable conjunto de exposiciones
doctrinales y directrices pastorales. Pastores y fieles encuentran en él
orientaciones para llevar a cabo aquella "renovación de pensamientos y
actividades, de costumbres y virtudes morales, de gozo y esperanza, que era un
deseo ardiente del Concilio"[12].
Después
de su conclusión, el Concilio no ha cesado de inspirar la vida de la Iglesia.
En 1985 quise señalar: "Para mí, que tuve la gracia especial de participar
y colaborar activamente en su desenvolvimiento, el Vaticano II ha sido siempre,
y es de modo particular en estos años de mi pontificado, el punto de referencia
constante de toda mi acción pastoral, con el compromiso responsable de traducir
sus directrices en aplicación concreta y fiel, a nivel de cada Iglesia y de
toda la Iglesia. Hay que acudir incesantemente a esa fuente"[13].
(De la constitución apostólica Fidei depositum,
11-X-1992)
Siempre cuando interviene el
Espíritu produce estupor
A
la Iglesia que, según los Padres, es el lugar “donde florece el Espíritu” (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 749), el Consolador ha donado recientemente con
el Concilio Vaticano II un renovado Pentecostés, suscitando un dinamismo nuevo
e imprevisto. Siempre, cuando interviene, el Espíritu produce estupor. Suscita
eventos cuya novedad asombra; cambia radicalmente a las personas y la historia.
Esta fue la experiencia inolvidable del concilio ecuménico Vaticano II, durante
el cual, bajo la guía del mismo Espíritu, la Iglesia redescubrió que la
dimensión carismática es parte constitutiva de su esencia.
(Del discurso a los participantes en el congreso
mundial de los movimientos eclesiales, Vaticano, 27-V-1998)
El eterno Pastor
Al
estar en el umbral del tercer milenio "in medio Ecclesiae", deseo
expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del concilio
Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial
con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante
mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que
este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el
acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar
este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por
mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al
servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi
pontificado.
(Del testamento de Juan Pablo II, Vaticano, 12
a18-III-2000)
Si el hombre contemporáneo
quiere comprenderse a sí mismo necesita a Jesucristo y su Iglesia
El
concilio ecuménico Vaticano II fue un don del Espíritu Santo a su Iglesia. Por
este motivo sigue siendo un acontecimiento fundamental, no sólo para comprender
la historia de la Iglesia en este tramo del siglo, sino también, y sobre todo,
para verificar la presencia permanente del Resucitado junto a su Esposa entre
las vicisitudes del mundo. Por medio de la asamblea conciliar, con motivo de la
cual llegaron a la Sede de Pedro obispos de todo el mundo, se pudo constatar
que el patrimonio de dos mil años de fe se había conservado en su autenticidad
originaria.
Con
el Concilio, la Iglesia vivió, ante todo, una experiencia de fe,
abandonándose a Dios sin reservas, con la actitud de que quien confía y tiene
la certeza de ser amado. Precisamente esta actitud de abandono en Dios se nota
con claridad al hacer un examen sereno de las Actas. Quien quisiera acercarse
al Concilio prescindiendo de esta clave de lectura, no podría penetrar en su
sentido más profundo. Sólo desde una perspectiva de fe el acontecimiento
conciliar se abre a nuestros ojos como un don, cuya riqueza aún escondida es
necesario saber captar.
[…]
Los
padres conciliares afrontaron un auténtico desafío. Consistía en tratar de
comprender más íntimamente, en un período de rápidos cambios, la naturaleza de
la Iglesia y su relación con el mundo, para realizar la oportuna actualización
("aggiornamento"). Aceptamos ese desafío ─yo fui uno de los padres
conciliares─, y dimos una respuesta buscando una inteligencia más coherente de
la fe. Lo que hicimos durante el Concilio fue mostrar que también el hombre
contemporáneo, si quiere comprenderse a fondo a sí mismo, necesita a
Jesucristo y a su Iglesia, que permanece en el mundo como signo de unidad y
comunión.
[…]
Para
recordar el vigésimo aniversario del concilio Vaticano II, convoqué en 1985 un
Sínodo extraordinario de los obispos. Tenía como objetivo celebrar, verificar y
promover la enseñanza conciliar. Los obispos, en su análisis, hablaron de
"luces y sombras" que habían caracterizado el período posconciliar.
Por este motivo, en la carta Tertio millennio adveniente escribí que
"el examen de conciencia debe mirar también la recepción del
Concilio" (n. 36). […] El trabajo que habéis realizado durante estos días
ha mostrado la presencia y la eficacia de la enseñanza conciliar en la vida de
la Iglesia. Ciertamente, exige un conocimiento cada vez más profundo. De todas
formas, en esta dinámica es necesario no perder la genuina intención de los
padres conciliares; más bien, hay que recuperarla superando interpretaciones
arbitrarias y parciales, que han impedido expresar del mejor modo posible
la novedad del magisterio conciliar.
La
Iglesia conoce desde siempre las reglas para una recta hermenéutica de
los contenidos del dogma. Son reglas que se sitúan dentro del entramado de
fe y no fuera de él. Leer el Concilio suponiendo que conlleva una ruptura
con el pasado, mientras que en realidad se sitúa en la línea de la fe de
siempre, es una clara tergiversación.
[…]
El
Concilio fue un acto de amor: "Un grande y triple acto de amor" ─como
dijo Pablo VI en el discurso de apertura del cuarto período del Concilio─, un
acto de amor "hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia la humanidad" (Insegnamenti,
vol. III [1965] 475). La eficacia de ese acto no se ha agotado en absoluto:
continúa obrando a través de la rica dinámica de sus enseñanzas.
La
constitución dogmática Dei Verbum puso con renovada conciencia la
palabra de Dios en el centro de la vida de la Iglesia. Esta centralidad
deriva de una percepción más viva de la unidad entre la sagrada Escritura y la
sagrada Tradición. La palabra de Dios, que se mantiene viva gracias a la fe del
pueblo santo de los creyentes bajo la guía del Magisterio, nos pide también a
cada uno de nosotros que asumamos nuestra responsabilidad en la conservación
intacta del proceso de transmisión.
Para
que el primado de la revelación del Padre a la humanidad conserve toda la
fuerza de su novedad radical es preciso que la teología, ante todo, se
convierta en instrumento coherente de su inteligencia. En la encíclica Fides
et ratio escribí: "Como inteligencia de la Revelación, la teología en
las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las exigencias de las
diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido de la fe con una
conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble cometido. En efecto,
por una parte debe desarrollar la labor que el concilio Vaticano II le
encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más
eficaz a la evangelización. […] Por otra parte, la teología debe mirar hacia la
verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha con
las fases intermedias" (n. 92).
Lo
que la Iglesia cree es lo que asume como objeto de su oración. La constitución Sacrosanctum
Concilium ilustró las premisas para una vida litúrgica que rinda a Dios el
verdadero culto que le debe dar el pueblo llamado a ejercer el sacerdocio de la
nueva Alianza. La acción litúrgica debe ayudar a todos los fieles a entrar
en la intimidad del misterio, para captar la belleza de la alabanza al Dios
trino. En efecto, constituye una anticipación en la tierra de la alabanza que
los bienaventurados rinden a Dios en el cielo. Por tanto, en toda celebración
litúrgica habría que dar a los participantes la posibilidad de gustar
anticipadamente, aunque sea bajo el velo de la fe, algo de las dulzuras que
brotarán de la contemplación de Dios en el paraíso. Por esta razón, todo ministro,
consciente de la responsabilidad que tiene con respecto al pueblo confiado a
él, deberá respetar fielmente el carácter sagrado del rito, creciendo en la
inteligencia de lo que celebra.
"Ha
llegado la hora en que la verdad sobre la Iglesia de Cristo debe ser analizada,
ordenada y expresada", afirmó el Papa Pablo VI en el discurso de apertura
del segundo período del Concilio (Insegnamenti, vol. I [1963], 173-174).
Con esas palabras el inolvidable Pontífice identificó la tarea principal del
Concilio. La constitución dogmática Lumen gentium fue un verdadero canto
de exaltación de la belleza de la Esposa de Cristo. En esas páginas recogimos
la doctrina expresada por el concilio Vaticano I e imprimimos el sello para
un estudio renovado del misterio de la Iglesia.
La
comunión es el fundamento en el que se apoya la realidad de la Iglesia.
Una koinonía cuya fuente está en el misterio mismo del Dios trino y se
extiende a todos los bautizados, que por eso están llamados a la unidad plena
en Cristo. Dicha comunión se manifiesta en las diversas formas institucionales
en las que se realiza el ministerio eclesial y en la función del Sucesor de
Pedro como signo visible de la unidad de todos los creyentes. A todos resulta
evidente que el concilio Vaticano II hizo suyo con gran impulso el anhelo
"ecuménico". El movimiento de encuentro y clarificación, que se puso
en marcha con todos los hermanos bautizados, es irreversible. La fuerza
del Espíritu llama a los creyentes a la obediencia, para que la unidad sea
fuente eficaz de la evangelización. La comunión que la Iglesia vive con el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es signo de que los hermanos están llamados
a vivir juntos.
"El
Concilio, que nos ha dado una rica doctrina eclesiológica, ha relacionado
orgánicamente su enseñanza sobre la Iglesia con la enseñanza sobre la vocación
del hombre en Cristo": esto lo dije en la homilía durante la misa de
apertura del Sínodo de los obispos, el 24 de noviembre de 1985 (n. 5: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1985, p. 1). La
constitución pastoral Gaudium et spes, que planteaba los interrogantes
fundamentales a los que toda persona está llamada a responder, nos repite hoy
también a nosotros unas palabras que no han perdido su actualidad: "El
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado"
(n. 22). Son palabras que aprecio mucho y que he querido volver a proponer en
los pasajes fundamentales de mi magisterio. Aquí se encuentra la verdadera
síntesis que la Iglesia debe tener siempre presente cuando dialoga con el
hombre de este tiempo, como de cualquier otro: es consciente de que posee un
mensaje que es síntesis fecunda de la expectativa de todo hombre y de la
respuesta que Dios le da.
En
la encarnación del Hijo de Dios, que este jubileo quiere celebrar con motivo
del bimilenario de ese acontecimiento, es evidente la llamada del hombre. Éste
no pierde su dignidad cuando se abandona a Cristo por la fe, porque entonces su
humanidad es elevada a la participación en la vida divina. Cristo es la
verdad que no tiene ocaso: en él Dios se encuentra con todos los hombres, y
todos los hombres pueden ver a Dios en él (cf. Jn 14, 9-10). Ningún
encuentro con el mundo será fecundo si el creyente deja de fijar su mirada en
el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. El vacío que muchos
experimentan hoy ante la pregunta sobre el porqué de la vida y de la muerte,
sobre el destino del hombre y sobre el sentido del sufrimiento, sólo puede ser
colmado por el anuncio de la verdad que es Jesucristo. El corazón del hombre
estará siempre "inquieto", hasta que descanse en él, verdadero
consuelo para cuantos están "fatigados y sobrecargados" (Mt
11, 28).
La
"pequeña semilla" que el Papa Juan XXIII depositó "con el
corazón y la mano temblorosos" (constitución apostólica Humanae salutis,
25 de diciembre de 1961) en la basílica de San Pablo extramuros el 25 de enero
de 1959, anunciando su intención de convocar el vigésimo primer concilio
ecuménico de la historia de la Iglesia, ha crecido convirtiéndose en un árbol
que ahora extiende sus ramas majestuosas y fuertes en la viña del Señor. Ya ha
dado muchos frutos en estos treinta y cinco años de vida, y dará muchos más en
el futuro. Una nueva época se abre ante nuestros ojos: es el tiempo de la
profundización de las enseñanzas conciliares, el tiempo de la cosecha de
cuanto sembraron los padres conciliares y la generación de estos años ha
cultivado y esperado.
El
concilio ecuménico Vaticano II fue una verdadera profecía para la vida de la
Iglesia: y seguirá siéndolo durante muchos años del tercer milenio recién
iniciado. La Iglesia, con la riqueza de las verdades eternas que le han
sido confiadas, continuará hablando al mundo, anunciando que Jesucristo es el
único verdadero Salvador del mundo: ayer, hoy y siempre.
(Discurso en la clausura del congreso
internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, Vaticano, 27-II-
2000)
El
Concilio en el magisterio de Benedicto XVI
Hermenéutica de la renovación dentro de la continuidad
Hermenéutica de la renovación dentro de la continuidad
Aparte
del discurso de S.S. Benedicto XVI a los miembros de la Curia Romana, Vaticano,
22-XII-2005.
[…]
El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en esta
ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace cuarenta
años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el resultado del
Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio,
¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún
por hacer?
Nadie
puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se
ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que
ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor
de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea: la
compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre
otras cosas: "El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos
contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos
ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o
por defecto, la recta doctrina de la fe..." (De Spiritu Sancto XXX,
77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos aplicar
precisamente esta descripción dramática a la situación del posconcilio, pero
refleja algo de lo que ha acontecido.
Surge
la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la
Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo
depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su
correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los
problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos
hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha
causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha
dado y da frutos.
Por
una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéutica de la
discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la simpatía de
los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por
otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la renovación
dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es
un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el
mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La
hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura
entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del
Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del
Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la
unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya
inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del
Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo
esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de
ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente
porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del
Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los
textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más
profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso
seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.
De
ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se
define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier
arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio
como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente,
que elimina una Constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea
Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una
confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la
Constitución debe servir.
Los
padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie
podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y
nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo
de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo
mismo.
Los
obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del don del
Señor. Son "administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4,
1), y como tales deben ser "fieles y prudentes" (cf. Lc 12,
41-48). Eso significa que deben administrar el don del Señor de modo correcto,
para que no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al
final, pueda decir al administrador: "Puesto que has sido fiel en lo poco,
te pondré al frente de lo mucho" (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19,
11-27). En estas parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la
fidelidad, que afecta al servicio del Señor, y en ellas también resulta
evidente que en un Concilio la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.
A
la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma,
como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura
del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso
de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las
palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se
expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio "quiere
transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni
deformaciones", y prosigue: "Nuestra tarea no es únicamente guardar
este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino
también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige
nuestra época (...).
Es
necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar
fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro
tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que
contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian
estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado" (Concilio
ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid
1993, pp. 1094-1095).
Es
claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad
exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella;
asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una
comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la
reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el
programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es
exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación
ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una
nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio
podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera
parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla
buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra
profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.
Pablo
VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también una
motivación específica por la cual una hermenéutica de la discontinuidad podría
parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre, que caracteriza el
tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo especial al tema de la
antropología. Debía interrogarse sobre la relación entre la Iglesia y su fe,
por una parte, y el hombre y el mundo actual, por otra (cf. ib., pp.
1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lugar del término
genérico "mundo actual" elegimos otro más preciso: el Concilio debía
determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.
Esta
relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se
rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la razón
pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió
una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio
alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un
liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían
abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines,
proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios", había
provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y
radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente
no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y
también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían
representantes de la edad moderna.
Sin
embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado. La gente
se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de
Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en
la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a
reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su
mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender
la totalidad de la realidad.
Así,
ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el
período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra
mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un
Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que
vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo.
La
doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había
convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría
marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas hacían profesión
de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban cuenta cada vez con
mayor claridad de que este método no abarcaba la totalidad de la realidad y,
por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sabiendo que la realidad es más
grande que el método naturalista y que lo que ese método puede abarcar.
Se
podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres
círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario
definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo
demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia
histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba
para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la
plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en
puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado.
En
segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y
el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e
ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo
simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los
ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.
En
tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la
tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la
relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante
los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una
mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario
valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.
Todos
estos temas tienen un gran alcance ─eran los grandes temas de la segunda parte
del Concilio─ y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en
este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman
un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en
cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual,
sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas
concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad
en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.
Precisamente
en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste
la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la
continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las
decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes ─por ejemplo, ciertas
formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia─
necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se
referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender
a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto
duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En
cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la
situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de
fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a
contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad de religión se
considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y,
por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa
impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la
priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar
quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado
a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.
Por
el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión
como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una
consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera,
sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de
convicción.
El
concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la
libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo
el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con
ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt
22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los
tiempos.
La
Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables
políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero,
en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así
rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia
primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y
precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la
libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede
imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad
de conciencia.
Una
Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su mensaje a
todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de la libertad de
la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos y, al mismo
tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir
su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les lleva una respuesta
que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta con la que no se pierde
la multiplicidad de las culturas, sino que se promueve la unidad entre los
hombres y también la paz entre los pueblos.
El
concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la
Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o
incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente
discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera
identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma
Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los
tiempos; prosigue "su peregrinación entre las persecuciones del mundo y
los consuelos de Dios", anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva
(cf. Lumen gentium, 8).
Quienes
esperaban que con este "sí" fundamental a la edad moderna todas las
tensiones desaparecerían y la "apertura al mundo" así realizada lo
transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones interiores
y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían subestimado la
peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la
historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del
hombre.
Estos
peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la
materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contrario, asumen nuevas
dimensiones: una mirada a la historia actual lo demuestra claramente. También
en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un "signo de contradicción"
(Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún cardenal,
puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa
Pablo VI y a la Curia romana.
El
Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio
con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda
de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al
mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso
dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha
presentado como "apertura al mundo", pertenece en último término al
problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a
presentar de formas siempre nuevas.
La
situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a
acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta, exhortó a
los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a
quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15).
Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con
la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de
distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón
dada por Dios.
Cuando,
en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensamiento
aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la
tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en una
contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino quien medió
el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, poniendo así la fe
en una relación positiva con la forma de razón dominante en su tiempo.
La
ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer
momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo,
ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la
hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos
conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se
determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la
fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la base
del Vaticano II.
Ahora,
este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la
claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de
nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos volver con gratitud
nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una
hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza
para la renovación siempre necesaria de la Iglesia.
La verdadera herencia del
Vaticano II son sus textos
Homilía
de S.S. Benedicto XVI durante la Santa Misa con la que inauguró el Año de Fe,
11 de octubre de 2012.
[…]
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento
específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el
deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para
proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se
expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el
siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla
expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter
vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella
sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para
darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la
tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a
aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia»
(Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.
Pero
debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo
inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura,
presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés
del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea
custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este
Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina…
Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera
e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según
las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el
Papa Juan en la inauguración del Concilio.
[…]
Con
el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede
solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye
en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano
II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido
repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del
Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico
espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra
en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de
nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad
en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni
ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que
dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo
en transformación.
Si
sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar
al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro
del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el
depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían
volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al
diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca
firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos
aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las
bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían
como propias en su verdad.
Si
hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización,
no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que
hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que
quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus
documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la
promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación
con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos
decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del
Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que
podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos
cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a
partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos
descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros,
hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de
la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma
implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe
que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta
forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de
Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar
testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La
primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir
34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha
aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los
peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por
casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten
hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos
encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así
podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los
desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es
esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice
el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el
evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II
son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20
años.
Venerados
y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María
Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo
hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre
como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a
poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo
habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda
sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis,
sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él»
(Col 3,16-17). Amén.
Notas
[1] Lc 2, 34.
[2] Ibid. 10, 16.
[3] Ibid. 11, 23.
[4] Mt 6, 33.
[5] Ibid.
[6] Gen 1, 28.
[7] Mt 4, 10; Lc. 4, 8.
[8] Hch 3, 6.
[9] 1 Tim 2, 4.
[10] De catholicae Ecclesiae unitate, 5.
[11] S. Aug., Ep 138, 3.
[12] Pablo VI, Discurso de clausura del concilio
ecuménico Vaticano II, 8 de diciembre de 1965: AAS 58 (1966), pp. 7-8.
[13] Juan Pablo II, Homilía del 25 de enero de 1985,
cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de
1985, p. 12.
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