San
Sebastián
el justo y prudente
Homilía de
Mons. José Ignacio Munilla Aguirre
Obispo de
San Sebastián
20 de enero de 2014
Queridos
hermanos sacerdotes concelebrantes, queridos donostiarras y visitantes, devotos
de nuestro Patrono San Sebastián, queridas autoridades aquí presentes:
Esta
hermosísima basílica de Santa María del Coro acoge un año más la celebración de
la fiesta de nuestro Santo Patrono. Desde nuestra infancia, los donostiarras
hemos sido educados en la memoria de este mártir romano, militar de profesión
—miembro de la guardia pretoriana del emperador Diocleciano, según parece—, que
dio su vida por Cristo en el siglo tercero. Por aquello de los vaivenes y los
entrecruces que se producen en la historia, ha resultado que la celebración
popular de esta fiesta en nuestros días se engalana con uniformes militares que
corresponden a los siglos XVIII y XIX. Aquel militar romano que vivió y murió
en la Roma imperial hace mil setecientos años, y los militares que hicieron a
la ciudad de San Sebastián testigo de una masacre hace 200 años, tenían en
común, ciertamente, la misma profesión. Sin embargo, no es difícil intuir y
deducir por sus hechos, que estaban guiados por “estrellas” muy diferentes.
En
efecto, con mayor o menor consciencia de ello, en esta vida todos tenemos que
optar entre dos metas: o el bien común de la sociedad, o nuestro exclusivo
interés. Quienes persiguen el bien común por encima de todo, necesitan
ejercitarse en las virtudes de la justicia y de la prudencia, para conjugar los
intereses personales, en el contexto de una perspectiva social. Por el
contrario, quienes no persiguen otra cosa que su propio interés, suelen hacer
gala de imprudencia, obstinación y hasta de crueldad.
Desde la perspectiva cristiana,
cabe añadir una lectura teológica a esta reflexión que hemos hecho sobre la
doble meta de la historia humana. Es lo que San Agustín describió en su
conocida obra La Ciudad de Dios, bajo la figura de las ‘dos ciudades’.
En un pasaje inolvidable de la literatura y de la espiritualidad, dice así San
Agustín: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio
hasta el desprecio de Dios, fundó la ciudad terrena; y el amor de Dios hasta el
desprecio de sí, fundó la ciudad celestial. La primera se gloría en sí misma, y
la segunda, en Dios, porque aquélla (la ciudad terrena) busca la gloria de los
hombres, y ésta (la ciudad celestial) tiene por máxima gloria a Dios, testigo
de nuestra conciencia».
Esta
cita emblemática de San Agustín, expresada a modo de síntesis de la teología de
la historia, bien merece que la ‘repasemos’ y la ‘reposemos’, hasta descubrir
el sentido oculto de la historia de la humanidad: «Dos amores fundaron, dos
ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, (¡Cómo no
recordar tantas figuras dramáticas del siglo XX: Hitler, Stalin, Lenin…!); y el
amor de Dios hasta el desprecio de sí —desprecio del amor propio, podríamos
decir— (Madre Teresa de Calcuta, Juan XXIII, Juan Pablo II —estos dos últimos,
próximamente serán canonizados— y tantos otros que también marcaron profundamente
el siglo XX)».
Sí,
queridos donostiarras: “Dos amores fundaron dos ciudades”. ¡Lo hemos visto muy
claro en nuestra propia historia! Y es que, la fe cristiana aporta elementos
decisivos para el bien común. Entre otras cosas, la propia creencia en la
existencia del bien común. Y es que, ¿existe el bien común?... No parece una
casualidad que en nuestra cultura secularizada y laicista, prácticamente se
haya dejado de utilizar este término: “bien común”. Cuando se niega la
existencia de un Padre común a todos, y se enfatiza al máximo la autonomía de
la persona, el bien común, en el mejor de los casos, puede ser entendido como
un principio regulador necesario en el choque de intereses. La razón de ser de
los estados sería la de equilibrar los egoísmos; una especie de árbitro de
egoísmos. ¡A eso se limita el bien común para una sociedad sin Dios!
La
concepción cristiana es bien diferente: Nuestro punto de partida es que todos
los hombres compartimos un ‘Padre común’; y, en consecuencia, existe una
‘naturaleza social’. Pongamos un ejemplo: imaginemos un padre que tiene cinco
hijos. Ese padre no solo cree en el bien particular de cada uno de sus cinco
hijos, sino también en que sus hijos tienen, en cierto sentido, un destino
compartido; de manera que deben procurar el bien común entre ellos. El bien de
cada uno de ellos tiene necesariamente implicaciones en el bien común de los
hermanos, y viceversa. Lo que es bueno para mí, no puede ser malo para los
otros. Lo que es bueno para los otros, no puede ser malo para mí. El bien de la
persona no se puede entender al margen de la familia (y hablamos no solo de la
familia biológica, sino también de la sociedad como familia). Y si en algún
momento percibiésemos —como frecuentemente nos ocurre— que nuestro interés personal
se contrapone al bien común, o viceversa; entonces, estaremos confundiendo el
bien moral con el egoísmo.
Ahora
bien, queridos hermanos, no pensemos que el bien común se identifica, sin más,
con un ‘mínimo común múltiplo’, con una especie de ‘promedio’, o con un ‘pacto
de circunstancias’… Al decir esto, entramos ya en el terreno de la virtud de la
prudencia. Hoy en día, por desgracia, suele confundirse la tolerancia con el
relativismo, y la prudencia con la cobardía. Más aún, en algunos manuales de ética
se presenta la ética de la prudencia como incompatible con una ‘moral heroica’.
Para algunos, San Sebastián o la Madre Teresa de Calcuta —por poner un ejemplo—
no habrían sido ‘prudentes’.
Lo
decisivo está en entender que la virtud de la prudencia tiene que estar puesta
al servicio de la justicia. La prudencia es el paso de los principios generales
a los casos particulares. Y esto, obviamente, habrá que hacerlo sin dejar de
ser justo a la hora de ser prudente, y sin dejar de ser prudente a la hora de ser
justo.
¿Cuál
es el drama de nuestra sociedad? Pienso que el drama consiste en que la
política —siendo muy necesaria— ha llegado a convertirse en el único principio
rector de la existencia humana. En efecto, la política pretende decidir el bien
y el mal; la política pretende redefinir la naturaleza humana y la propia
familia; la política pretende determinar el principio y el fin de la vida
humana; la política pretende ser la única responsable del sistema de enseñanza,
etc.
Pero
recordemos lo que decía San Agustín en otra de sus conocidas máximas: «¿Es
sabio? ¡Que nos enseñe! ¿Es prudente? ¡Que nos gobierne! ¿Es santo? ¡Que rece
por nosotros!». Santa Teresa de Jesús, un milenio más tarde, volvería a
reafirmar este mismo pensamiento: «Si es docto que enseñe; si es santo que
rece; si es prudente que nos dirija».
La
clave, pues, está en entender que la política es el ejercicio de la prudencia
social, al servicio del bien común; es decir, al servicio de la justicia. Sería
un error gravísimo que un valor moral absoluto —como por ejemplo es el caso del
respeto a la dignidad de toda vida humana desde su concepción— quedase sin
protección de forma incondicional, en virtud de una falsa prudencia. De igual
manera sería otro error gravísimo que se tensase al extremo la convivencia
social, con objeto de dar cabida a todas las reivindicaciones partidistas, que
siendo más o menos legítimas, no son en sí mismas ningún valor absoluto, sino
cuestiones opinables y, por lo tanto, relativas. Creo recordar que fue
Chesterton quien dijo aquello de: «cuando relativizamos lo dogmático,
terminamos por dogmatizar lo relativo». Dicho de otro modo: cuando el ejercicio
de la prudencia pretende sustituir a la justicia; o al revés, cuando la
invocación de la justicia pretende hacer innecesaria la prudencia; entonces la
injusticia y la imprudencia terminan por caminar juntas…
En
resumen, queridos hermanos, San Sebastián fue un hombre ‘prudente’ y ‘justo’.
Aunque quizá debería resumir diciendo que San Sebastián fue un hombre ‘santo’.
¿No será que la única forma de poder ser ‘prudente’ y ‘justo’, al mismo tiempo,
es siendo santo? Me atrevo a decir que sí… Y por ello, concluyo animándoos a
renovar la llamada a la santidad que todos los cristianos hemos recibido en el
bautismo. Como dice San Pablo en su Carta a los Efesios: «Él nos ha elegido
para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef.1,4).
Queridos todos, oremos por la
santidad de todo el Pueblo de Dios que camina en esta ciudad y en esta
Diócesis. ¡Feliz fiesta de San Sebastián!
No hay comentarios:
Publicar un comentario