Selección de textos de los
últimos Papas sobre el Concilio Vaticano II para facilitar una correcta
hermenéutica y asimilación de los documentos conciliares
(publicado por Humanitas)
El
Concilio en el magisterio de Juan XXIII
Gaudete Mater Ecclesia
Discurso
de S.S. Juan XXIII en la sesión de apertura
del Concilio Vaticano II, 11.X.1962.
Gócese
hoy la Santa Madre Iglesia porque, gracias a un regalo singular de la
Providencia Divina, ha alboreado ya el día tan deseado en que el Concilio
Ecuménico Vaticano II se inaugura solemnemente aquí, junto al sepulcro de San
Pedro, bajo la protección de la Virgen Santísima cuya Maternidad Divina se
celebra litúrgicamente en este mismo día.
Los Concilios Ecuménicos en la
Iglesia
La
sucesión de los diversos Concilios hasta ahora celebrados ─tanto los veinte
Concilios Ecuménicos como los innumerables concilios provinciales y regionales,
también importantes─ proclaman claramente la vitalidad de la Iglesia católica y
se destacan como hitos luminosos a lo largo de su historia.
El
gesto del más reciente y humilde sucesor de San Pedro, que os habla, al
convocar esta solemnísima asamblea, se ha propuesto afirmar, una vez más, la
continuidad del Magisterio Eclesiástico, para presentarlo en forma excepcional
a todos los hombres de nuestro tiempo, teniendo en cuenta las desviaciones, las
exigencias y las circunstancias de la edad contemporánea.
Es
muy natural que, al iniciarse el Concilio universal, Nos sea grato mirar a lo
pasado, como para recoger sus voces, cuyo eco alentador queremos escuchar de
nuevo, unido al recuerdo y méritos de nuestros predecesores más antiguos o más
recientes, los Romanos Pontífices: voces solemnes y venerables, a través del
Oriente y del Occidente, desde el siglo IV al Medievo y de aquí hasta la época
moderna, las cuales han transmitido el testimonio de aquellos Concilios; voces
que proclaman con perenne fervor el triunfo de la institución, divina y humana:
la Iglesia de Cristo, que de Él toma nombre, gracia y poder.
Junto
a los motivos de gozo espiritual, es cierto, sin embargo, que por encima de
esta historia se extiende también, durante más de diecinueve siglos, una nube
de tristeza y de pruebas. No sin razón el anciano Simeón dijo a María, la Madre
de Jesús, aquella profecía que ha sido y sigue siendo verdadera: "Este
Niño será puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel y como
señal de contradicción"[1]. Y el mismo Jesús,
ya adulto, fijó muy claramente las distintas actitudes del mundo frente a su
persona, a lo largo de los siglos, en aquellas misteriosas palabras:
"Quien a vosotros escucha a mí me escucha"[2]; y con aquellas otras, citadas por el mismo
Evangelista: "Quien no está conmigo, está contra mí; quien no recoge
conmigo, desparrama"[3].
El
gran problema planteado al mundo, desde hace casi dos mil años, subsiste
inmutable. Cristo, radiante siempre en el centro de la historia y de la vida;
los hombres, o están con El y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de
la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin El o contra El, y
deliberadamente contra su Iglesia: se tornan motivos de confusión, causando
asperezas en las relaciones humanas, y persistentes peligros de guerras
fratricidas.
Los
concilios Ecuménicos, siempre que se reúnen, son celebración solemne de la
unión de Cristo y de su Iglesia y por ende conducen a una universal irradiación
de la verdad, a la recta dirección de la vida individual, familiar y social, al
robustecimiento de las energías espirituales, en incesante elevación sobre los
bienes verdaderos y eternos.
[…]
Iluminada
la Iglesia por la luz de este Concilio ─tal es Nuestra firme esperanza─ crecerá
en espirituales riquezas y, al sacar de ellas fuerza para nuevas energías,
mirará intrépida a lo futuro. En efecto; con oportunas
"actualizaciones" y con un prudente ordenamiento de mutua
colaboración, la Iglesia hará que los hombres, las familias, los pueblos
vuelvan realmente su espíritu hacia las cosas celestiales.
Así
es como el Concilio se convierte en motivo de singular obligación de gran
gratitud al Supremo Dador de todo bien, celebrando con jubiloso cántico la
gloria de Cristo Señor, Rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos.
[…]
Objetivo principal del
Concilio: defensa y revalorización de la verdad
El
supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la
doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz.
Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; y que, a
nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia la patria
celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal de suerte
que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, y así
consigamos el fin establecido por Dios.
Significa
esto que todos los hombres, considerados tanto individual como socialmente,
tienen el deber de tender sin tregua, durante toda su vida, a la consecución de
los bienes celestiales; y el de usar, llevados por ese fin, todos los bienes
terrenales, sin que su empleo sirva de perjuicio a la felicidad eterna.