CARTA ENCÍCLICA
AETERNA DEI SAPIENTIA*
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN JUAN XXIII
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS,
ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS DEL LUGAR,
EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA
SOBRE SAN LEÓN I MAGNO
PONTÍFICE MÁXIMO Y DOCTOR
DE LA IGLESIA, AL CUMPLIRSE
EL XV CENTENARIO DE SU MUERTE
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León Magno se encuentra con Atila (EStancias de Rafael -Vaticano) |
Venerables hermanos:
Salud y bendición
apostólica.
La eterna sabiduría
de Dios, que «se extiende, con poderío, de una punta a la otra del mundo, y que
con bondad gobierna todo el universo»[1], parece haber
impreso con singular esplendor su imagen en el alma de San León I, Sumo
Pontífice. Pues «grandísimo entre los grandes» [2],
como justamente lo llamó nuestro predecesor Pío XII, de venerada memoria,
apareció dotado en manera extraordinaria de intrépida fortaleza y paternal
bondad. Por este motivo Nos, llamados por la Divina Providencia a sentarnos en
la Cátedra de Pedro, que San León Magno tanto ilustró con la prudencia en el
gobierno, con la riqueza de doctrina, con su magnanimidad y con su inagotable
caridad, sentimos el deber, venerables hermanos, con ocasión del decimoquinto
centenario de su venturoso tránsito, de recordar sus virtudes y méritos
inmortales, seguros, como estamos, de que esto contribuirá notablemente al
provecho general de las almas y a la exaltación de la religión católica. Pues
la grandeza de este Pontífice no se debe únicamente al gesto de intrépido
coraje, con que él, inerme, revestido solamente con la majestad del Sumo
Sacerdote, hizo frente en el 452 al feroz Atila, rey de los hunos, junto al río
Mincio, y lo convenció para que se retirara más allá del Danubio. Fue
indudablemente un gesto noble, digno de la misión pacificadora del Pontificado
Romano; pero en realidad no representa más que un episodio y una prueba de una
vida enteramente dedicada al bien religioso y social no solamente de Roma y de
Italia, sino de la Iglesia universal.
S. León Magno, Pontífice, Pastor y Doctor de la Iglesia
Universal
A su vida y a su
laboriosidad se pueden bien aplicar las palabras de la Sagrada Escritura: «La
vida del justo es como la luz del alba que va creciendo hasta el
mediodía» [3], con sólo considerar tres aspectos
distintivos y característicos de su personalidad: fiel servidor de la Sede
Apostólica, Vicario de Cristo en la tierra, Doctor de la Iglesia Universal.
Fiel servidor de la Sede Apostólica
«León, toscano de
nacimiento, hijo de Quinzianno», como nos informa el Liber Pontificalis [4], nace hacia el final del siglo IV. Pero habiendo vivido
en Roma desde su primera juventud, justamente puede llamar a Roma su
patria [5], donde todavía joven fue adscrito al
clero romano, llegando hasta el grado de diácono. En el espacio que va desde el
430 al 439 ejerció un influjo considerable en los negocios eclesiásticos,
prestando sus servicios al Pontífice Sixto III. Tuvo relaciones amistosas con
San Próspero de Aquitania y con Casiano, fundador de la célebre abadía de San
Víctor en Marsella; de éste, autor de la obra contra los nestorianos De
incarnatione Domini [6], León recibió un elogio
verdaderamente singular tratándose de un simple diácono: «Honor de la Iglesia y
del Sagrado Ministerio» [7]. Mientras se encontraba
en Francia, enviado por el Papa a instancias de la corte de Rávena, para
solucionar el conflicto entre el patricio Aecio y el prefecto Albino, murió
Sixto III. Fue entonces cuando la Iglesia de Roma pensó que no podía confiar a
un hombre mejor el puesto de Vicario de Cristo, que al diácono León, que se
había revelado tanto como seguro teólogo que como hábil diplomático. Recibió,
pues, la consagración episcopal el 29 de septiembre del 440, y su pontificado
fue uno de los más largos de la antigüedad cristiana, e indudablemente uno de
los más gloriosos. Murió en noviembre del 461 y fue sepultado en el pórtico de
la Basílica de San Pedro. El Papa San Sergio I mandó trasladar, en el 688, sus
restos mortales junto a "la roca de Pedro"; después de la construcción
de la nueva Basílica fueron colocados debajo del altar a él dedicado.
Y ahora, queriendo
sencillamente indicar el carácter sobresaliente de su vida, no podemos dejar de
proclamar que rara vez el triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos espirituales
fue tan glorioso como durante el pontificado de San León. Pues en el curso del
siglo V brilla en el cielo de la cristiandad como una estrella resplandeciente.
Tal afirmación en ningún sentido puede ser desmentida, especialmente si se
considera el campo doctrinal de la fe católica; pues en él, su nombre se
encuentra unido al de San Agustín de Hipona y al de San Cirilo de Alejandría,
Efectivamente, si San Agustín reivindicó contra la herejía pelagiana la
absoluta necesidad de la gracia para vivir santamente y conseguir la salvación
eterna, si San Cirilo de Alejandría, contra las erróneas afirmaciones de
Nestorio, propugnó la divinidad de Jesucristo y la divina maternidad de la
Virgen María, San León, por su parte, heredero de la doctrina de estas dos
insignes lumbreras de la Iglesia de Oriente y Occidente fue el primero de todos
sus contemporáneos en afirmar estas fundamentales verdades de la fe católica.
Como San Agustín es aclamado por la Iglesia como Doctor de la gracia, y San
Cirilo Doctor de la encarnación, San León es celebrado por todos como el Doctor
de la unidad de la Iglesia.
Pastor de la Iglesia Universal