lunes, 18 de noviembre de 2013

La sacralidad de la vida humana – Card. Joseph Ratzinger

La fe no hace sino despertar la razón que duerme o está cansada. En este punto no se le añade nada extraño desde fuera, sino que es llamada simplemente a sí misma. 

Para hacer frente adecuadamente al problema de las amenazas contra la vida humana y para encontrar el modo más eficaz de defenderla contra ellas, debemos ante todo verificar los componentes esenciales, positivos y negativos, del debate antropológico actual.
  
1. El problema de las amenazas a la vida humana

A) Fundamentos bíblicos

El dato esencial del que hay que partir es y sigue siendo la visión bíblica del hombre, formulada ejemplarmente en los relatos de la creación. La Biblia define con dos trazos el ser humano, su esencia, que precede la historia y no se pierde nunca en ella:

1. El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26); el segundo relato de la creación expresa la misma idea diciendo que el hombre, tomado del polvo, lleva en sí el soplo divino de la vida. El hombre se caracteriza por su relación inmediata con Dios, propia de su ser; el hombre es «capax Dei» y por eso está bajo la protección personal de Dios, es algo «sagrado»: «Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre» (Gn 9, 6). Ésta es una sentencia apodíctica del derecho divino que no tolera excepciones: la vida humana es intocable porque es propiedad divina.

2. Todos los hombres son un sólo hombre porque provienen de un único padre, Adán, y de una única madre, Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Esta unicidad del género humano, que implica la igualdad, los mismos derechos fundamentales para todos, es solemnemente repetida y re-inculcada después del diluvio. Para afirmar nuevamente el origen común de todos los hombres, el capitulo 10 del Génesis describe ampliamente el origen en Noé de toda la humanidad: «Estos tres fueron los hijos de Noé, y a partir de ellos se pobló toda la tierra» (Gn 9, 19).
Los dos aspectos, dignidad del ser humano y unicidad de su origen y destino, encuentran confirmación definitiva en la figura del segundo Adán, Cristo: el Hijo de Dios ha muerto por todos, para reunir a todos en la salvación definitiva de la filiación divina. Aparece así con la máxima claridad la común dignidad de todos los hombres: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28).
Este anuncio bíblico, idéntico de la primera a la última página, es el bastión de la dignidad y de los derechos humanos: es la gran herencia de auténtico humanismo confiada a la Iglesia, cuyo deber es encarnar dicho anuncio en todas las culturas, en todos los sistemas sociales y constitucionales.



B) La dialéctica de la época moderna

La historia de la modernidad se presenta hoy como historia de la libertad. En efecto, sólo la modernidad ha comprendido claramente la idea de los derechos del hombre, derechos que le corresponden por su misma esencia y son previos a toda legislación positiva. Las cuestiones jurídicas y morales que surgen en el contraste con las culturas no cristianas en el momento del descubrimiento del nuevo mundo, supusieron una primera dificultad a la hora de explicar esos derechos «naturales» que corresponden al hombre por el simple hecho de serlo, independientemente de la sociedad en que vive o del hecho de si está bautizado o no: es siempre una creatura del único Dios; también con la herida producida por el pecado original sigue siendo sujeto de derechos que hay que respetar en atención al Creador. La luchas confesionales de la modernidad, la disolución de la unidad de la fe en el mundo cristiano y la formación de iglesias libres que limitaron la iglesia de estado, llevaron por otro camino a cuestionar las fronteras del poder estatal, los derechos del individuo frente a los del Estado.
Se puede percibir así en la sociedad moderna un progresivo crecimiento de la conciencia de la libertad, que repercute concretamente en la formación de crecientes ámbitos individuales de libertad. La abolición de la esclavitud, que sólo en la temprana modernidad ha vivido su momento de mayor crueldad, tuvo lugar poco a poco. Tras las terribles guerras de religión aumentaron lentamente los ámbitos de tolerancia. Con el progreso del pensamiento democrático la idea de la igualdad universal pudo encontrar lenta traducción, también en la realidad estatal; la relación entre dominadores y sometidos cambió lentamente en colaboración en una común responsabilidad con papeles diferentes.
Estos desarrollos positivos de la modernidad son innegables y no pueden ser empequeñecidos: particularmente en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y en el Decreto sobre libertad religiosa, el concilio Vaticano II ha aceptado con plena conciencia la herencia positiva de la modernidad. Por otra parte, un testigo tan insospechable como Th. Adorno se ha referido con razón a la «dialéctica de la modernidad»: la radicalización de ideas y conceptos que tienen en sí un límite interno, puede llevar a su desaparición; la extrema liberación puede transformarse en esclavitud. El peligro interno de la historia moderna de la libertad se reconoce en su mismo concepto de libertad. El principio del problema se puede encontrar ya en la famosa definición kantiana de la Ilustración: «La Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad... ¡Atrévete a saber! ¡Ten el coraje de servirte de tu propia razón! es la divisa de la Ilustración».
En sí mismo no hay nada que objetar a esto; en efecto, el hombre tiene necesidad de este coraje. Pero en esas palabras se puede ya reconocer el individualismo de la razón particular, que habría de convertirse en un peligro: la razón del individuo se desliga de los grandes contextos vitales de la tradición; se convierte en una instancia cerrada en sí misma, que al final ya no encuentra el acceso a la verdad común. Esta individualización de la razón corre pareja con una creciente individualización del concepto de libertad: libertad es el derecho del individuo frente al Estado. Está a la vista que la libertad sólo puede consistir en un trenzado de libertades que se sostienen mutuamente. Si se afirman sólo los derechos individuales frente al todo, éste se disuelve y entonces desaparecen de nuevo las libertades individuales: la anarquía no es la forma perfecta de libertad, sino su radical destrucción. Hoy nos vamos acercando progresivamente a este punto. Los documentos preparatorios de El Cairo han mostrado de una manera terrible cómo han desaparecido todos los vínculos comunes radicados en la naturaleza del hombre y que le son necesarios, y cómo el mundo se construye alrededor del yo aislado con sus exigencias. Este yo que sólo conoce derechos y ningún deber, ningún ordenamiento que lo preceda, es una construcción artificialmente inventada: el hombre es otra cosa. Ha sido creado como un ser-con, y la libertad consiste precisamente en la recta ordenación de este ser-con.
El desarrollo social va siempre estrechamente ligado al desarrollo del concepto de razón. La individualización de la razón de que acabamos de hablar, ha presentado siempre como carencia de libertad la dependencia del hombre de la verdad y del bien. Ya no existe ni lo verdadero ni lo bueno; lo que es fundamento y fin de la libertad aparece como impedimento de la libertad.
Como consecuencia, ya no se ve la libertad como tendencia hacia el bien, tal como descubre la razón ayudada por la comunidad y la tradición, sino que se define más bien como una emancipación de todos los condicionamientos que impiden a cada uno el seguir la propia razón. Se define como libertad de indiferencia.
La constitución de Weimar, es decir, la de la primera República alemana del 11 de agosto de 1919, representa un ejemplo evidente de cómo la radicalización de la idea de libertad y de tolerancia con una actitud relativista frente a todo valor firme, prepara la interna desaparición de la libertad. Esta constitución habla, sí, de derechos fundamentales, pero situándolos en un contexto de indiferentismo frente a los valores y de relativismo, que a los legisladores parecía una consecuencia necesaria de la tolerancia y, por lo tanto, como algo obligatorio. Pero precisamente esta absolutización de la tolerancia hasta llegar al relativismo total relativizó también los derechos fundamentales de tal manera que el régimen nazista no encontró ningún motivo para tener que quitar estos artículos, cuyo fundamento era demasiado débil y ambiguo como para ofrecer una protección segura contra su acción destructora de los derechos humanos.
Si el desarrollo de la legislación moderna es sobre todo un desarrollo para la creación de espacios cada vez mayores de libertad, la inversión de este desarrollo mediante la radicalización de las libertades individuales choca con lo que, cada vez más en las legislaciones, se pone como fundamento de la libertad colectiva: ya no son simplemente teóricos de la filosofía del Estado los que extienden el derecho individual a la libertad hasta el derecho a dar muerte a los débiles y nonatos. Desde el momento en que estados y organizaciones internacionales garantizan el aborto o la eutanasia, votan leyes que los autorizan y ponen sus medios a disposición de quienes los llevan a cabo, la legislación misma es arrastrada por la presión de tales movimientos intelectuales, y de ese modo una legislación de libertad se convierte en la destrucción legal de los derechos fundamentales del hombre.

C) Los motivos de la oposición a la vida

Si hoy podemos observar una movilización de fuerzas en defensa de la vida humana en los diversos movimientos «pro vida», una movilización estimulante y que permite abrigar esperanzas, tenemos no obstante que reconocer francamente que hasta ahora el movimiento contrario es más fuerte: la extensión de legislaciones y de prácticas que destruyen voluntariamente la vida humana, sobre todo la vida de los más débiles, los niños que todavía no han nacido .
¿Por qué esta victoria de una legislación o de una praxis antihumana precisamente en el momento en que la idea de los derechos humanos parecía haber obtenido un reconocimiento universal e incondicional? ¿Por qué hay también cristianos, incluso personas de elevada formación moral, que piensan que la normativa sobre la vida humana podría y debería entrar en el juego de los necesarios compromisos de la vida política? ¿Por qué no son ya capaces de ver los límites insuperables de toda legislación digna de tal nombre, el punto en el que un «derecho» se convierte en injusticia y crimen?

1. En un primer nivel de nuestra reflexión me parece que se pueden señalar dos motivos, tras los cuales se esconden seguramente otros. Uno se refleja en la postura de quienes afirman la necesaria separación entre las convicciones éticas personales y el ámbito político en el que se formulan las leyes: aquí el único valor que habría que respetar sería el de la total libertad de elección de cada uno, según las propias opiniones privadas.
En un mundo en el que toda convicción moral carece de referencia común a la verdad, dicha convicción no tiene más valor que el de la opinión, y sería expresión de intolerancia querer imponerla a los demás mediante leyes, limitando de ese modo su libertad. En la imposibilidad de fundamentarse en un punto de referencia objetivo común, la vida social se debería concebir como resultado de un compromiso de intereses con el fin de garantizar a cada cual el máximo posible de libertad. Pero en realidad, allí donde el criterio decisivo de reconocimiento de los derechos es la mayoría, allí donde el derecho a expresar la propia libertad puede prevalecer sobre el derecho de una minoría que no tiene voz, allí la fuerza se ha convertido en el criterio de derecho.
Esto resulta tanto más evidente y dramáticamente grave cuando, en nombre de la libertad de quien tiene poder y voz, se niega el derecho fundamental a la vida de quienes no tienen la posibilidad de hacerse oír. En realidad, toda comunidad política, para subsistir, debe reconocer al menos un mínimo de derechos objetivamente fundados, no concordados mediante convenciones sociales, sino previos a toda reglamentación política del derecho. La misma Declaración universal de los derechos humanos, firmada por casi todos los países del mundo en el 1948 después de la terrible prueba de la segunda guerra mundial, expresa plenamente, hasta en su título, la conciencia de que los derechos humanos (de los que el fundamental es precisamente el derecho a la vida) pertenecen al hombre por naturaleza, que el Estado los reconoce pero no confiere, que corresponden a todos los hombres en cuanto tales y no por razón de características secundarias que otros tendrían el derecho de determinar a su arbitrio.
Se entiende entonces cómo un Estado que se arrogue el derecho de definir qué seres humanos son o no sujetos de derechos, y que, en consecuencia, reconozca a algunos el poder de violar el derecho fundamental de otros a la vida, contradice el ideal democrático, que sin embargo sigue invocando, y mina las mismas bases sobre las que se sostiene. En efecto, aceptando que se violen los derechos del más débil, acepta al mismo tiempo que el derecho de la fuerza prevalezca sobre la fuerza del derecho. Se comprende así que la idea de una tolerancia absoluta de la libertad de elección destruye el fundamento mismo de una convivencia justa entre los hombres. La separación de la política de todo contenido natural del derecho, patrimonio inalienable de la conciencia moral de cada uno, priva a la vida social de su sustancia ética y la deja indefensa frente al arbitrio de los más fuertes.
Uno se puede preguntar cuándo comienza a existir la persona, sujeto de derechos fundamentales que deben ser respetados de manera absoluta. Si no se trata de una concesión social, sino más bien de un reconocimiento, también los criterios para determinarlo deben ser objetivos. Ahora bien, como ha confirmado Donum vitae, I, 1, la ciencia genética moderna demuestra que «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una vida nueva que no es la del padre o la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por su cuenta». Ha mostrado «cómo desde el primer momento está fijado el programa de lo que será este viviente: un hombre, este hombre-individuo con sus notas características ya bien determinadas. Desde la fecundación inicia la aventura de una vida humana: cada una de sus grandes capacidades exige tiempo para disponerse a la acción». Las recientes adquisiciones de la biología humana reconocen que «en el cigoto que deriva de la fecundación se ha constituido ya la identidad biológica de un nuevo individuo humano». Si ningún dato experimental puede bastar por sí mismo para reconocer un alma espiritual, sin embargo, las conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano dan una indicación preciosa para distinguir racionalmente una presencia personal a partir de este primer momento en que comparece una vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser una persona humana? Frente a esta pregunta, el Magisterio aunque no se ha comprometido con una afirmación de índole filosófica, ha enseñado sin embargo de manera constante que desde el primer momento de su existencia se debe garantizar al fruto de la generación humana el respeto incondicionado debido moralmente al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. «El ser humano debe ser respetado y tratado como una persona desde su concepción y, por lo tanto, desde aquel mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, entre los cuales, sobre todo el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida».

2. Me parece que el segundo motivo que explica la difusión de una mentalidad de oposición a la vida va unido a la concepción misma de la moralidad, hoy ampliamente extendida. Con frecuencia, una idea meramente formal de conciencia se asocia con una visión individualista de la libertad, entendida como derecho absoluto de auto-determinación sobre la base de las propias convicciones. Dicha idea ya no hunde sus raíces en la concepción clásica de la conciencia moral, en la que, como dice el concilio Vaticano II, resuena una ley que el hombre no se da a sí mismo, sino que debe obedecer; una voz que lo llama siempre a amar, a hacer el bien y a huir del mal, y que, cuando es necesario, dice con claridad al corazón: haz esto, evita esto otro (cfr. Gaudium et spes, 16). En esta concepción, propia de toda la tradición cristiana, la conciencia es la capacidad de abrirse a la llamada de la verdad objetiva, universal e igual para todos, que todos pueden y deben buscar. Ella no es aislamiento, sino, al contrario, comunión: «cum scire» en la verdad sobre el bien que une a todos los hombres en lo íntimo de su naturaleza espiritual. En esta relación con la verdad objetiva y común es donde la conciencia encuentra su justificación y su dignidad; relación que debe ser cuidadosamente garantizada mediante una formación permanente que, para el cristiano, lleva espontáneamente consigo un «sentir con la Iglesia», y, por lo tanto, una intrínseca referencia al Magisterio auténtico de la Iglesia.
Por el contrario, en esa innovativa concepción la conciencia se desengancha de su relación constitutiva con la verdad moral y se reduce a simple condición formal de la moralidad. Su sugerencia: «haz el bien y evita el mal» no tendría ninguna referencia necesaria y universal a la verdad sobre el bien, sino que sólo diría relación a la bondad de la intención subjetiva. La calificación moral de los contenidos concretos de la acción dependería, por el contrario, de la autocomprensión del individuo, determinada siempre cultural y circunstancialmente. De este modo la conciencia no es más que la subjetividad elevada a criterio último de la acción. La idea fundamental cristiana de que no hay ninguna instancia que se pueda oponer a la conciencia no tiene ya el significado original e irrenunciable según el cual la verdad no puede imponerse más que por sí misma, es decir, en la interioridad personal; resulta más bien una deificación de la subjetividad, de la que la conciencia es oráculo infalible que no puede ser cuestionada por nada ni por nadie.

D) Las dimensiones antropológicas del desafío

1. Pero es necesario ahondar todavía más en la identificación de las raíces de esta oposición a la vida. Así, en un segundo nivel, reflexionando en los términos de un planteamiento más personalista, encontramos una dimensión antropológica sobre la que es necesario detenerse aunque sólo sea brevemente.
Se señala aquí un nuevo dualismo que se afirma cada vez más en la cultura occidental y hacia el que convergen algunos de los rasgos que caracterizan su mentalidad: el individualismo, el materialismo, el utilitarismo, la ideología hedonista de la realización de sí mismos por sí mismos. En efecto, el sujeto no percibe ya espontáneamente el cuerpo como la forma concreta de todas sus realizaciones en relación con Dios, los demás y el mundo, como el factor que lo introduce en un universo en construcción, en una conversación en curso, en una historia rica de sentido en la que no puede participar positivamente si no es aceptando sus reglas y lenguaje. El cuerpo aparece más bien como un instrumento al servicio de un proyecto de bienestar, elaborado y ejecutado por la razón técnica, que calcula cómo podrá obtener el mayor provecho.
De ese modo, la sexualidad misma es despersonalizada e instrumentalizada. Aparece como una simple ocasión de placer y no como la realización del don de sí, ni como la expresión de un amor que, en la medida en que es verdadero, acoge íntegramente al otro y se abre a la riqueza de vida de la que es portador: a su hijo, que será también el propio hijo. Los dos significados, unitivo y procreador, del acto sexual son separados. La unión se empobrece, mientras que la fecundidad se lleva a la esfera del cálculo racional: «el niño, sí, pero cuando y como yo lo quiero».
Resulta así claro que ese dualismo entre razón técnica y cuerpo-objeto permite que al hombre le pase por alto el misterio del ser. En realidad, el nacimiento y la muerte, la aparición y desaparición de una persona, la llegada y la disolución del «yo» remiten directamente el sujeto a la cuestión de su propio sentido y de su propia existencia. Quizá para huir de esta pregunta angustiosa es por lo que se intenta asegurar el dominio más completo posible sobre estos dos momentos clave de la vida y por lo que se busca colocarlos en la esfera del hacer. De esa manera se engaña uno pensando que el hombre se posee a sí mismo gozando de una libertad absoluta, que el hombre pueda ser fabricado según un cálculo que no deja nada a la incertidumbre, al acaso, al misterio.

2. Un mundo que asume opciones de eficacia tan absolutas, que ratifica hasta tal punto la lógica utilitarística, que, más aún, concibe la libertad como un derecho absoluto del individuo y la conciencia como una instancia subjetivística completamente aislada, tiende necesariamente a empobrecer todas las relaciones humanas, hasta acabar considerándolas como relaciones de fuerza y no reconociendo al ser humano más débil el puesto que se le debe. Desde este punto de vista, la ideología utilitarista camina en la misma dirección que la mentalidad «machista», y el «feminismo» aparece como una legítima reacción ante la instrumentalización de la mujer.
Sin embargo, muy frecuentemente el así llamado «feminismo» se basa en los mismos presupuestos utilitaristas del «machismo» y, lejos de liberar a la mujer, colabora más bien a hacerla sierva.
Cuando, en la línea del dualismo antes evocado, la mujer reniega el propio cuerpo considerándolo simple objeto al servicio de una estrategia de conquista de la felicidad mediante la realización de sí, reniega también de su femineidad, la manera propiamente femenina del don de sí y de la acogida del otro, de la que la maternidad es la señal más típica y la realización más concreta .
Cuando la mujer se pone de parte del amor libre y llega a reivindicar el derecho al aborto, contribuye a reforzar una concepción de la relaciones humanas según la cual la dignidad de cada uno depende, a los ojos del otro, de lo que puede dar. En todo esto la mujer toma posición contra la propia femineidad y contra los valores de los que ésta es portadora: la acogida de la vida, la disponibilidad para con el más débil, la entrega sin condiciones a quien necesita de ella. Un auténtico feminismo que trabaje por la promoción de la mujer en su verdad integral y por la liberación de todas las mujeres, trabajaría también por la promoción del hombre entero y por la liberación de todos los seres humanos. Lucharía, en efecto, para que se reconozca a la persona la dignidad que le corresponde por el simple hecho de existir, de haber sido querida y creada por Dios, y no por su utilidad, fuerza, belleza, inteligencia, riqueza o salud. Se esforzaría por promover una antropología que valore la esencia de la persona como hecha para el don de sí y para la acogida del otro, de quien el cuerpo, masculino o femenino, es signo e instrumento.
Y precisamente desarrollando una antropología que presenta al hombre en su integridad personal y relacional, es como se puede responder a la difusa argumentación según la cual el mejor medio para luchar contra el aborto sería promover la anticoncepción. Todos hemos escuchado dirigir este reproche a la Iglesia: «Es absurdo que queráis prohibir a la vez la anticoncepción y el aborto. Impedir el acceso a la primera hace inevitable el segundo». La encíclica Evangelium vitae ofrece un análisis profundo de este problema. El documento del Papa aclara sobre todo el diverso género moral de las dos actitudes: «anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente diversos:... la primera se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el segundo se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino "no matarás"» (13). A esta diferencia de género moral, que el Magisterio y la teología han afirmado siempre, la encíclica añade una segunda distinción de gran importancia, hasta ahora poco notada. El Papa reconoce el hecho de que «muchos recurren a los anticonceptivos también con la intención de evitar sucesivamente la tentación del aborto» (13). Tal intención, que puede estar en la base del acto anticonceptivo singular, hay que distinguirla de la mentalidad «anticonceptiva». «Los disvalores de tal mentalidad -bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y de la maternidad- son tales que hacen más fuerte» la tentación del aborto. No obstante pues, la diversa naturaleza y el diverso peso moral de la anticoncepción y del aborto «están muy frecuentemente en íntima relación, como frutos de una misma planta». Un concepto egoístico de libertad «ve en la procreación un obstáculo al despliegue de la propia personalidad. La vida que podría nacer del encuentro sexual se convierte en el enemigo que hay que evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible que resuelve las cosas en el caso de una anticoncepción fallida (13).
En la mentalidad anticonceptiva no se trata, en efecto, de asumir una gestión responsable y digna de la propia fecundidad en función de un proyecto generoso, abierto siempre a la eventual acogida de una vida nueva imprevista.
Se trata más bien de asegurarse un dominio completo de la procreación, que rechaza hasta la idea de un hijo no programado. Entendida en estos términos, la anti-concepción conduce necesariamente al aborto como «solución de reserva». No se puede reforzar la mentalidad anticonceptiva sin hacerlo contemporáneamente con la ideología que la sostiene y, por lo tanto, sin alentar implícitamente el aborto. Por el contrario, si se desarrolla la idea de que el hombre no se encuentra a sí mismo si no es en el don generoso de sí y en la acogida incondicional del otro por la simple razón de su existencia, el aborto aparecerá cada vez más como un crimen absurdo.
Una antropología de corte individualístico conduce, como hemos visto, a considerar inaccesible la verdad objetiva, la libertad como arbitraria, la conciencia como una instancia cerrada en sí misma; no sólo orienta a la mujer a odiar a los hombres, sino también al odio de sí misma y de la propia femineidad, sobre todo, de la propia maternidad.
Más en general, tal antropología orienta al ser humano al odio de sí. Se desprecia a sí mismo, no está de acuerdo con Dios que había encontrado «cosa muy buena» la criatura humana (Gn 1, 31). Al contrario, una corriente no despreciable del pensamiento actual ve en el hombre el gran destructor del mundo, un producto infeliz de la evolución. En realidad, el hombre que no tiene ya acceso al infinito, a Dios, es un ser contradictorio, un producto fallido. Se revela aquí la lógica del pecado: el hombre, queriendo ser como Dios, busca la independencia absoluta. Para ser autosuficiente debe independizarse, emanciparse incluso del amor que es siempre un don libre, que no se produce ni se hace. Pero haciéndose independiente del amor, el hombre se separa de la verdadera riqueza de su ser, se vacía, y se hace inevitable la oposición al propio ser. «Ser hombre no es una cosa buena»; la lógica de la muerte pertenece a la lógica del pecado. Queda abierta la vía hacia el aborto, la eutanasia y el abuso de los más débiles.
Resumiendo podemos decir: la raíz última del odio y de todos los ataques contra la vida humana es la pérdida de Dios. Cuando Dios desaparece, desaparece también la dignidad absoluta de la vida humana. La sacralidad intocable de la persona humana se revela a la luz de la creación del hombre como imagen y semejanza de Dios. Sólo esta dimensión divina garantiza la plena dignidad de la persona humana. Por eso, una argumentación puramente vitalista, como la vemos frecuentemente aplicada (en el sentido, por ejemplo, de A. Schweitzer), puede ser un primer paso, pero es insuficiente y no llega al fin que se pretende. En la lucha por la vida, el tema «Dios» es indispensable. Sólo así aparece el fundamento metafísico de la dignidad humana, el valor de la vida débil, de las personas disminuidas físicamente, no productivas, de los enfermos sin esperanza de cura, etc.; sólo así se puede aprender de nuevo y redescubrir el valor del sufrimiento: la cruz de Cristo sigue siendo la más grande lección sobre la dignidad humana; nuestra salvación tiene su origen no en el hacer, sino en el sufrimiento del Hijo de Dios, y quien no sabe sufrir no sabe tampoco vivir.

E) Posibles respuestas al desafío de nuestro tiempo

¿Qué hacer en esta situación para responder al desafío que acabamos de describir?

Lo esencial es, sin duda, una nueva formación de la conciencia de los cristianos por lo que concierne a la responsabilidad política y social de la fe. Sólo la revolución cultural puesta en marcha en los últimos sesenta años y que ha transformado básicamente la estructura espiritual del mundo «occidental», ha destruido el consenso ético mínimo fundado sobre el cristianismo que hasta ahora había vencido todas las revoluciones espirituales. Solamente las dos grandes ideologías totalitarias del siglo -nacionalsocialismo y marxismo- se habían ya distanciado de él y habían licenciado la intangibilidad de la criatura humana, imagen de Dios, en favor de sus fines ideológicos «más altos», del nuevo hombre que había que crear y del nuevo mundo que había que construir. El fracaso del nacionalsocialismo y sus horrores han actuado sobre todo como premonición y han confirmado una vez más los irrenunciables valores éticos de la tradición cristiana.
Pero desde 1968 este dique ha ido progresivamente desapareciendo. ¿Es una casualidad que haya sido ese el año en el que comenzó la marcha triunfal de la píldora y con ella una revolución sexual sin paralelo histórico: la separación radical entre procreación y sexualidad? La indisolubilidad del matrimonio había ya retrocedido desde el ámbito común de la sociedad al particular de la Iglesia (de ese modo la Iglesia católica se aislaba cada vez más en este punto incluso de las Iglesias cristianas). Pero la legislación divorcista fue estrictamente una especie de necesaria concesión a la «dureza de corazón» del hombre, que para el estado «laicista» era indispensable. Dicha legislación remitía, no obstante, a la fidelidad de por vida como lo más adecuado a la naturaleza del matrimonio. Ahora la legislación se hacía cada vez más relajada y el matrimonio se concebía según el modelo de un contrato revocable. Entonces se puso en marcha la ola de la legislación abortiva, aunque apoyándose sobre todo en la idea de que de esa manera se evitaban los abortos clandestinos: la regulación legal del aborto combatiría este peligro más eficazmente que su prohibición, inevitablemente irrealística. Hoy apenas se escucha ya este argumento; en su lugar, el aborto se exige cada vez más como un derecho de la libertad de la mujer. Entre tanto sigue avanzando la disolución del matrimonio: en amplios círculos se trabaja por identificarlo con otras comunidades de vida, incluso con las uniones de homosexuales, con lo que se pone en marcha su desaparición como ordenamiento social fundamental. Sobrevienen finalmente las nuevas posibilidades de la medicina: el hombre puede ser producido «en probeta»; lo que se puede producir, se puede también tomar de nuevo: los fetos «sobrantes» son inevitablemente hombres «sobrantes». ¿Por qué no se debería aprovechar el material así obtenido si puede servir para altos fines terapéuticos?
En esta situación, los cristianos pueden caer en dos actitudes falsas contrapuestas. De una parte, puede surgir la tentación de la huida hacia soluciones minimizantes negando la seriedad del fenómeno, la radicalidad del cambio. El temor del gueto puede inducir a una ideología de acomodación en la que desaparece la presencia de los cristianos en el mundo. De la otra, amenaza la resignación, la retirada a lo que es sólo propio de los cristianos, razonando que estos no pueden imponer su ethos a los demás; en democracia sólo lo que es opinión de la mayoría se puede convertir en derecho. Este principio sólo es verdad en parte; si se absolutiza, equivale a la disolución del concepto de derecho. Hay un derecho y una injusticia que son objetivos; una legislación que quiera establecer realmente el derecho se debe orientar al derecho que reside en la naturaleza del hombre. Pero es cierto que el derecho puede ser desconocido, que las sociedades pueden ser ciegas al derecho en amplios ámbitos. Pensemos en la ceguera de la sociedad «cristiana» en el tiempo del primer colonialismo frente al problema de la esclavitud; pensemos en la ceguera que, bajo la presión propagandística de los ideólogos, se extendió en la Alemania nacionalsocialista y en los estados gobernados marxisticamente. Por eso, los cristianos no pueden abandonar sin más la sociedad a sí misma: tienen el deber de luchar porque sean reconocidos los derechos fundamentales, que son el presupuesto de la verdadera legalidad; tienen el deber de luchar por un «derecho justo».
Ésta es una tarea que corresponde a todos los cristianos: Papa, obispos, sacerdotes, religiosos, laicos con sus diversas competencias; sólo con un trabajo común se puede realizar adecuadamente este servicio al derecho, este servicio al hombre. El Papa, con las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae, ha elaborado una carta magna para esa tarea que debe constituir la base de los esfuerzos comunes. Es importante tener siempre presentes los dos aspectos: es irrenunciable analizar los desarrollos negativos y llamar por su nombre con toda claridad los peligros que nos amenazan. Pero es sobre todo importante que del mensaje moral de la fe no aparezca sólo el «No». La fe cristiana es por esencia un grande y radical «Sí»; lo que en ella se presenta como «no» es tan sólo defensa del «sí» contra la negación de la vida que se camufla como derecho de la libertad, cuando en realidad es camino de muerte.
Brevemente. Contra todas las ideologías y políticas de muerte, se trata de presentar lo esencial de la Buena Noticia: más allá de todo sufrimiento, Cristo ha abierto la vía a la acción de la gracia en favor de la vida humana y de la vida divina.
Más importante que cualquier documento es que todos los predicadores del mundo anuncien de manera coherente y convencida el Evangelio de la vida, para reconstruir la evidencia y la alegría de la fe y para ofrecer a los creyentes las razones de nuestra esperanza ( I Pe 3, 15), que pueden convencer también a los no creyentes.

2. «No matar»

Introducción al capitulo 3 de Evangelium vitae

El no a la violencia, a la muerte del otro, es el primer y fundamental acto de la libertad humana.

El tercer capítulo de la encíclica Evangelium vitae es una exposición del mandamiento de Dios «no matar» en el contexto de nuestro tiempo. Si los otros capítulos son de naturaleza más pastoral, éste es un texto teológico en el que el Papa presenta la enseñanza de la fe que señala el camino a toda acción pastoral. En el capítulo se pueden distinguir tres grandes ámbitos temáticos. En primer lugar se trata de reelaborar el significado del quinto mandamiento en el conjunto del mensaje de la fe. Se ilustran después sus imperativos éticos concretos y se proponen, en fin, sus consecuencias para la ética política.
¿Cómo se sitúa la prohibición de dar muerte en el marco general del mensaje bíblico? El Papa muestra una doble coordenada histórica del texto. El quinto mandamiento es sobre todo un elemento constitutivo de la alianza del Sinaí: pertenece a la alianza. Es expresión de la atención que Dios reserva al hombre, a quien muestra la vía de la vida. Este núcleo central de la antigua alianza, guía para ser verdaderamente hombres, sigue siendo válido también en el Nuevo Testamento. A la pregunta por la vida eterna, el Señor responde como primera cosa al joven rico: «No matarás», mandamiento al que siguen los otros de la segunda tabla del Decálogo. El Sinaí remite hacia adelante a Cristo, pero remite también hacia atrás a la más antigua historia de la humanidad. La intangibilidad y la sacralidad de la vida humana es el núcleo central de la alianza con Noé, es decir, de aquella alianza universal que abraza toda la humanidad. Con la historia de la alianza con Noé la Biblia quiere decir que Dios no pertenece sólo a un pueblo y a una historia, sino que es el Dios de todos. Por mucha oscuridad sobre Dios que exista en el mundo, Dios no se ha retirado nunca del todo en la región de lo incognoscible, no ha desaparecido nunca totalmente de la memoria del hombre. Hay una parte fundamental del conocimiento de Dios y del autoconocimiento humano que no puede ser totalmente borrada de nuestro corazón. En realidad, la conciencia de la santidad de la vida humana, de la que no podemos disponer libremente, sino que se nos da como un don que hay que custodiar fielmente, es algo que pertenece a la herencia moral de la humanidad. Esta conciencia no tiene en todas partes la misma pureza y profundidad, pero en su sustancia no se ha perdido nunca del todo. Estamos aquí en presencia de lo que Dios ha inscrito en el corazón de todo hombre (Rm 2, 15). Aquí coinciden ética de la fe y ética de la razón; la fe no hace sino despertar la razón que duerme o está cansada. En este punto no se le añade nada extraño desde fuera, sino que es llamada simplemente a sí misma.

El Papa retoma esta idea en la conclusión del tercer capítulo. Vuelve una vez más al carácter esencialmente racional del mandamiento y muestra a la vez cómo la razón puede aquí progresar y qué amplio espacio de conocimiento creador se abre a partir del mandamiento. Cita un pasaje de San Agustín: el no a la violencia, a la muerte del otro, es el primer y fundamental acto de la libertad humana. Con este «no» el hombre levanta su cabeza hacia la vía justa; inicia así la dignidad humana (n. 75). A partir de este «no», en el que el hombre ejercita la libertad y se hace libre, se abre un campo inmenso al «sí», las amplias capacidades creativas del amor, del servicio a la vida. No matar, detenerse delante del hombre creado a imagen de Dios es el comienzo del amor al prójimo. La palabra del Sinaí se desarrolla en el mandamiento del amor y remite a la comunión con Cristo, que no quita la vida, sino que da la suya por los demás, oponiendo así a la espiral destructiva del homicidio y de la violencia la nueva ley del don y del sacrificio, que abre un nuevo ordenamiento de la vida y del mundo. El «no» es el presupuesto del «sí»; el «no» tiene valor absoluta, mientras que el «sí» incluye las infinitas posibilidades del amor.
El «no» tiene valor absoluto y sin excepciones, decíamos. Contra esto surge inmediatamente una objeción: la Iglesia (como ya en el Antiguo Testamento) ha considerado siempre como cosa lícita la legítima defensa, aun cuando comporte la muerte del otro; no se ha opuesto a la pena de muerte. ¿Qué debemos pensar entonces de la ausencia de excepciones? Con relación a esto el Papa precisa en tres solemnes afirmaciones el contenido del «no». La primera y fundamental se encuentra en el n. 57: «... con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus sucesores, en comunión con los obispos de la Iglesia católica, confirmo que la muerte directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral». Con este pronunciamiento el Papa no dice ninguna cosa nueva; confirma lo que la Escritura, la Tradición y el Magisterio dicen y lo que la razón puede ver, porque está escrito en el corazón de todo hombre. Lo que ha afirmado es tanto una verdad de fe como una convicción de la razón. Dos precisiones han sido introducidas en el pronunciamiento magisterial del Papa respecto al simple tenor de las palabras esenciales del 5° mandamiento «no matar». La primera se refiere al acto moral o inmoral en cuanto tal. Inmoral es la occisión directa y voluntaria. La segunda precisión se refiere al objeto: quien da muerte a un ser humano inocente es culpable. Por lo demás, esta precisión se contiene indirectamente en el texto veterotestamentario, en cuanto que para la occisión excluida por el mandamiento se utiliza un verbo diferente del que se usa en los pasajes en que se trata de la legítima defensa y de la pena de muerte. La prohibición de dar muerte de la que habla el Decálogo presupone, por tanto, el acto voluntario libre y la directa orientación de dicho acto a la occisión. Se refiere al ser humano inocente. Con esta precisión, esencial para el mandamiento, la prohibición tiene un valor absoluto y sin excepciones. La defensa contra el injusto agresor no es una excepción, sino un acto de un género esencialmente diverso. En realidad, el injusto agresor no es inocente; desprecia y pisotea la sagrada intangibilidad del ser humano: el mandamiento debe ser defendido contra él. También la pena de muerte ha encontrado su justificación a partir de este concepto fundamental de la defensa de la dignidad del ser humano y de los derechos del hombre contra su conculcamiento. En la encíclica el Papa no excluye que pueda darse una situación en la que el orden público y la seguridad del individuo no puedan ser defendidas de otra manera. Pero sus reservas en relación con la pena de muerte son todavía más fuertes que las que aparecen en el Catecismo. A las precisas condiciones que allí se exponen, añade ahora dos indicaciones: tanto en la sociedad como en la Iglesia existe «una tendencia que pide una aplicación muy limitada y, mejor aún, una total abolición». Afirmación que se repite otra vez cuando el Papa dice un poco más adelante: «Hoy... estos casos son muy raros, si no, incluso, prácticamente inexistentes» (56).

Con estas distinciones se aclara el sentido y el valor absoluto del mandamiento. En los números 62 y 65 habla el Papa de manera autoritativa de dos casos concretos de aplicación de la prohibición de matar, hoy de grandísima actualidad: aborto y eutanasia. Muestra cómo en ambos casos no se enuncia ningún nuevo mandamiento o enseñanza, sino que se aplica únicamente el claro contenido del 5° mandamiento. Se apoya de nuevo en la Escritura, la Tradición y el Magisterio, así como, en el caso del aborto, en la gran consulta a todos los obispos del mundo con ocasión del Consistorio de 1991. Afirma que también en este caso coinciden aquí la ley de la fe y la ley de la razón y se expresa con esta fórmula: «...Declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, constituye siempre un desorden moral grave» (n. 62). Nadie puede dudar de que el niño aún no nacido pertenece a la categoría de los inocentes. Ni ataca ni amenaza a nadie. Se pone en duda, sin embargo, que se le pueda definir desde el inicio como un ser humano en el pleno sentido de la palabra. Para esta cuestión, el Papa propone dos tipos de argumentación que están estrechamente unidos. Ante todo invoca un dato adquirido por la ciencia biológica moderna: «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre o la madre» (60). A este dato, que hoy no se discute, se opone sin embargo desde muchos círculos el que el embrión inicial posee ciertamente una individualidad genética, pero no una identidad multicelular, y por tanto en sentido ontogenético se podría calificar el embrión inicial como pre-individuo. Con otras palabras, habría que distinguir la individualidad genética e individualidad personal; sólo cuando exista un organismo humano viable, sería posible ser también persona. El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el don de la vida, que el Papa retoma en su encíclica, fue escrito teniendo conciencia de dichos razonamientos, pero veía ahí una mezcla de ciencia biológica y de filosofía en la que se desconoce la unidad de alma y cuerpo del ser humano y se da lugar a un razonamiento en última instancia arbitrario sobre la relación entre corporeidad, individuo y ser personal.
Frente a ello, el documento no había intentado al respecto ulteriores especulaciones sobre la relación entre individuación y personalización, pero había formulado con una pregunta el misterio de su relación interior y de su unidad interna: «¿cómo un individuo humano podría no ser una persona humana?» (60). En definitiva, toda separación entre individuo y persona en el ser humano es arbitraria, un juego entre filosofía y ciencia natural sin un real valor cognoscitivo. Aquí interviene el segundo argumento de la encíclica con el que el Papa supera el juego de las hipótesis con la observación indiscutible desde el punto de vista racional: «bastaría la mera probabilidad de encontrarse de frente a una persona para justificar la más neta prohibición de toda intervención dirigida a suprimir el embrión humano» (60).

De creciente actualidad es el segundo caso de aplicación del 5° mandamiento sobre el que el Papa se expresa con autoridad: «...confirmo que la eutanasia es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada moralmente inaceptable de una persona humana». Esta afirmación va precedida de cuidadosas distinciones, con cuya ayuda el Papa define con precisión el concepto de eutanasia moralmente ilícita. En efecto, el desarrollo de la medicina moderna amenaza con conducir a una alternativa fatal: o se degrada la vida humana adoptando todas las posibilidades técnicas para alargar la vida hasta el absurdo, o bien se decide cuándo la vida ya no es digna de ser vivida y entonces se la apaga. En ambos casos el hombre se hace señor de la vida y de la muerte. En la medida en que se trata de adueñarse del poder sobre la vida y la muerte, cae en la tentación del Edén: llegar a ser como Dios (66). Al respecto, la encíclica afirma que el encarnizamiento terapéutico, cuyo horror constituye la principal objeción en favor de la eutanasia, no es de ningún modo una obligación moral. Por encarnizamiento terapéutico el Santo Padre entiende «intervenciones médicas que no son adecuadas a la situación real del enfermo porque no guardan relación con las resultados esperados» (65). Renunciar a las mismas no es ni suicidio ni eutanasia, sino «aceptación de la condición humana» (65). También los remedios contra el dolor son obviamente admitidos; permanece el límite: «no se debe privar al moribundo de la conciencia de sí sin grave motivo» (65). Lo que en este texto dice el Papa sobre el sentido del dolor, debería ser atentamente meditado en una sociedad que, huyendo del dolor con aturdimientos de todo tipo, corre el peligro de perder la capacidad de compadecerse. Algo, sin embargo, completamente diverso de la renuncia a las intervenciones médicas extremas y sin sentido es la autodeterminación del momento de la muerte, la cual es o suicidio -hoy frecuentemente bajo la forma de suicidio asistido (66) - o simplemente homicidio. Cuando el ser humano decide por su cuenta qué vida humana es digna de ser vivida, va más allá del límite señalado por el 5° mandamiento, que constituye exactamente el confín entre humanidad y barbarie. La libertad de matar es la puerta de entrada de la no libertad, porque es la eliminación de la dignidad humana y del derecho humano.

Debemos, en fin, dedicarnos todavía a la tercera parte de nuestro capítulo, es decir, a la cuestión: ¿qué consecuencias tiene todo esto para el estado de derecho y para la legislación civil? El Papa se enfrenta aquí atentamente con la extendida opinión según la cual «el ordenamiento jurídico de una sociedad se debería limitar a registrar y aceptar las convicciones de la mayoría». Puesto que no todos reconocerán la verdad como tal, al político no le quedaría otro criterio sino la decisión de la mayoría (69). Sólo un relativismo semejante garantizaría libertad y tolerancia, mientras que obstinarse en normas morales objetivas llevaría al autoritarismo y a la intolerancia (70).
Con agudas consideraciones muestra el Papa la contradicción interna de dicha posición, la cual no puede dejar de conducir a la crisis y anulación de la democracia como valor moral. En primer lugar se da una contradicción en la comprensión misma de la conciencia. Mientras los individuos pretenden para sí plena autonomía moral, al político se le impone dejar de lado su propia convicción de conciencia y someterse al criterio de la opinión de la mayoría. La legislación democrática cae en el compromiso de un equilibrio entre intereses opuestos en el que prevalece frecuentemente el derecho del más fuerte (70). Cuando ya no subyace un criterio moral que vincula a todos, la aplicación absoluta del principio de la mayoría se puede fácilmente convertir en tiranía, que, en el caso del aborto, se dirige precisamente contra los más débiles. «...No se puede mitificar la democracia hasta convertirla en un sucedáneo de la moralidad...». «...EI valor de la democracia se mantiene o desaparece al mismo tiempo que los valores que encarna...». Estos valores fundamentales, que la democracia debe presuponer para ser una institución moral de la sociedad humana, son: «la dignidad de toda persona humana, el respeto de sus derechos intangibles..., así como la asunción del "bien común" como fin y criterio regulador» (70).

Estas afirmaciones fundamentales sobre las condiciones esenciales de un estado de derecho conducen a una conclusión práctica. Las leyes que contradicen los valores centrales no son justicia, regulan más bien la injusticia; no tienen carácter alguno de derecho. En relación con ellas uno no está obligado a obedecer; todavía más, se les debe oponer la objeción de conciencia (73). Para garantizar al menos un mínimo moral, el Estado debe conceder «a los médicos, a los operadores sanitarios y a los responsables de los hospitales el derecho a negarse a participar en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de actos contra la vida...». «Quien recurre a la objeción de conciencia debe quedar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano penal, disciplinar, económico y profesional» (74).

En este contexto, el Papa toca también otro problema muy discutido de moral política: ¿cómo debe comportarse un diputado, que se guía por las normas de la fe bíblica y por los valores humanos fundamentales que ésta pone de relieve, cuando aparece una posibilidad de mejorar esencialmente una ley sobre el aborto extremadamente injusta, pero no existe la posibilidad de encontrar una mayoría para excluir totalmente el matar de forma voluntaria y directa a los niños por nacer? Para ser fiel a su convicción de conciencia, ¿debe rechazar la ley que mejora las cosas, que de todas maneras convierte la injusticia en justicia, haciéndose así cómplice de quienes quieren ulteriormente sancionar la actual injusticia? ¿Se pueden hacer compromisos cuando se trata de la elección entre el bien y el mal? El Papa dice al respecto: es fundamental que el diputado no deje lugar a dudas sobre su absoluta oposición personal al aborto, y que tal actitud se ponga en claro, también públicamente, de manera inequívoca. Con tales condiciones, el parlamentario puede aprobar propuestas cuyo fin declarado sea el de «limitar los daños... y disminuir los efectos negativos» (73). Nunca ciertamente puede dar su voto para que la injusticia sea declarada justicia.
En esta encíclica el Papa se demuestra un gran maestro no sólo de la cristiandad, sino de la humanidad, en un momento en el que se necesita un nuevo empuje moral para oponerse a la creciente ola de violencia y de envilecimiento del hombre. Ante este texto no puede uno refugiarse en discusiones formalísticas sobre qué cosa, cuándo y dónde, o con qué autoridad se nos enseña esto. Este texto habla con la altura de su contenido, con su profundidad y anchura humana. Afronta problemas que nos tocan a todos y ante los que nadie se puede esconder. Es de desear que este mensaje sea acogido en toda la seriedad de su contenido y en la altura de su humanidad, y contribuya a una reflexión común más allá de toda línea divisoria. Nos interesa a todos, pues afecta a nuestra salvación en el tiempo y en la eternidad.

3. ¿Reproducción o creación?

Cuestiones teológicas sobre el origen de la vida humana *

A) «Reproducción» y «procreación»

El problema filosófico de las dos terminologías

¿Qué es el hombre? Esta pregunta, que quizá suena un poco demasiado filosófica, ha entrado en un nuevo estadio desde el momento en que es posible «fabricar» el hombre, o mejor -según la terminología técnica-, reproducirlo «in vitro». Este nuevo poder que el hombre se ha conquistado ha dado lugar por sí mismo a un nuevo lenguaje. Hasta ahora el origen del hombre se expresaba mediante los conceptos de «generación» y «concepción»; en las lenguas románicas existe además la palabra «procreación», la cual remite al Creador a quien en última instancia se debe la existencia de todo hombre. Ahora parece que, en su lugar, el término «reproducción» describe de modo más preciso la transmisión de la vida humana.
Las dos terminologías no se excluyen necesariamente entre sí; cada una de ellas corresponde a un modo distinto de ver las cosas y, en consecuencia, presta atención a diferentes aspectos de la realidad. Pero el lenguaje se dirige inevitablemente al todo; difícilmente se puede negar que en la confrontación de los términos se evidencian problemas más fundamentales; resuenan aquí, en efecto, dos concepciones diversas del hombre, dos modos diferentes de interpretar la realidad.
Intentemos comprender el nuevo lenguaje en primer lugar a partir de sus mismas raíces inmanentes a la ciencia, para afrontar con la debida cautela un problema tan amplio. El término «reproducción» indica el proceso de formación de un nuevo ser humano partiendo de los conocimientos de la biología acerca de las propiedades de los organismos vivientes: a estos, en efecto, a diferencia de los artefactos, les es propia la característica de poderse «reproducir».
Jacques Monod, por ejemplo, habla de tres precisas características de un ser viviente: una teleonomía propia, una morfogénesis autónoma y un modo constante de reproducción. Insiste particularmente en esta constancia: un código genético dado se «reproduce» siempre sin cambios; cada nuevo individuo es una exacta repetición del mismo «mensaje». «Reproducción» expresa, pues, en primer lugar la identidad genética: el individuo «reproduce» sólo y siempre lo que es común; en segundo lugar, dicho término remite también al carácter mecánico con que tiene lugar esa reproducción. Este proceso se puede describir con precisión. Jérôme Lejeune ha expresado sintéticamente lo que en la «reproducción» humana resulta esencial desde el punto de vista científico: «Los niños están establemente unidos a sus padres mediante un lazo material, la larga molécula de DNA en la que está escrita toda la información genética en un invariable lenguaje en miniatura. En la cabeza de un espermatozoide hay un metro de DNA, dividido en 23 trozos. Cada uno de ellos se encuentra cuidadosamente plegado en forma de espiral para formar pequeños bastoncitos, bien visibles con un microscopio corriente: los cromosomas... Apenas se han unido los 23 cromosomas paternos aportados por el espermatozoide y los 23 cromosomas maternos del óvulo, se encuentra ya reunida toda la información necesaria y suficiente para determinar la constitución genética del nuevo ser humano».
La «reproducción» de la especie humana se realiza mediante la unión de dos cintas de información; así, al menos, se puede decir de manera más bien sumaria. La corrección de esta descripción está fuera de toda duda, pero ¿es también exhaustiva? Aquí se imponen inmediatamente dos preguntas: el ser así reproducido, ¿es sólo otro individuo, un ejemplar reproducido de la especie «hombre», o es algo más: una persona, es decir, un ser que si, de una parte, representa sin variantes lo que es común en la especie humana, es de otra algo nuevo, original, no reproducible, con una singularidad que va más allá de la simple individuación de una esencia común? Y si es así, ¿de dónde viene esa singularidad?

Con esta cuestión se relaciona la segunda pregunta: ¿de qué manera llegan a encontrarse las dos cintas de información? Esta pregunta, aparentemente hasta casi demasiado simple, se ha convertido hoy en el punto de la crucial decisión en el que no sólo se separan las teorías sobre el hombre, sino donde la praxis encarna las teorías dándoles todo su rigor. Como se ha dicho, la respuesta parece la cosa más sencilla del mundo: las dos series de informaciones que se completan recíprocamente se encuentran mediante la unión del hombre y de la mujer al convertirse -en-una-sola-carne, según la expresión bíblica. El proceso biológico de la «reproducción» se coloca al interno del evento personal de la donación, corporal y espiritual, de dos personas.
Pero, desde el momento en que se ha logrado aislar en laboratorio la parte bioquímica del todo, por así decir, ha surgido la cuestión: ¿en qué medida es necesaria esa conexión? ¿Se trata de algo esencial, algo que tiene que y debe ser así, o se trata sólo -por decirlo con Hegel- de una argucia de la naturaleza que se sirve de la recíproca inclinación del hombre y de la mujer de manera totalmente semejante a como, en el mundo vegetal, el viento, las abejas y cosas semejantes son usados como medio para transportar las semillas? ¿Un proceso central aislado, considerado la única cosa importante, se puede distinguir del modo meramente factual de la unión y, en consecuencia, se puede substituir el proceso natural con otros métodos piloteados racionalmente? Surgen aquí diferentes objeciones: ¿es posible designar la reciprocidad entre hombre y mujer como un fenómeno puramente natural, en el que también la recíproca inclinación espiritual no sería quizá más que una argucia de la naturaleza que les engaña tratándolos no como personas, sino sólo como individuos de una especie? O, por el contrario, ¿habría que afirmar que con el amor de dos personas y con la libertad espiritual viene a la luz una nueva dimensión de la realidad a la que corresponde el hecho de que tampoco el niño es una repetición de una información sin variantes, sino una persona en la novedad y libertad del yo que representa un nuevo centro en el mundo? ¿No es sencillamente ciego quien niega esta novedad y reduce todo a puro mecanismo, viéndose obligado para ello a inventar una naturaleza astuta, que es un mito irracional y cruel?

Una ulterior cuestión, que queda sin resolver, parte de una constatación: es evidente que hoy se puede aislar el proceso bioquímico en laboratorio y combinar así las dos informaciones genéticas. La conexión de este proceso bioquímico con un acontecimiento de naturaleza espiritual no puede por eso ser definida con el tipo de «necesidad» válido en el ámbito de la física: puede acontecer también en modo diverso. Pero la cuestión es la de si existe o no un tipo de «necesidad», diverso del de una simple ley de la naturaleza. Aunque, desde el punto de vista técnico, es posible separar lo personal y lo biológico, ¿no hay quizá una forma más honda de inseparabilidad, una «necesidad» más alta en favor de la conexión de los dos aspectos? En realidad, ¿no se ha negado ya al hombre si se reconoce como necesidad sólo la ley de la naturaleza, y no, en cambio, la necesidad ética, que confía a la libertad un deber?
En otras palabras, si yo considero como real únicamente la «reproducción», y todo lo que va más allá y lleva al concepto de procreación lo juzgo como perteneciente a un lenguaje inexacto y científicamente irrelevante, ¿no he negado quizá de ese modo la existencia de lo que es específicamente humano en el hombre? Pero en este caso, ¿quién discute propiamente con quién y qué cosa se debe pensar de la racionalidad del laboratorio y de la misma ciencia?

Desde estas reflexiones se ve con precisión el problema concreto de que se debe tratar en esta exposición: ¿cómo es que el origen de un nuevo ser humano es algo más que una «reproducción»? ¿En qué consiste este algo más? ¿Qué consecuencias éticas derivan de este «algo más»? Como ya hemos indicado, esa pregunta ha adquirido una nueva y candente actualidad desde el momento en que es posible «reproducir» el hombre en el laboratorio, prescindiendo de una donación interpersonal, sin la unión corporal entre hombre y mujer. Desde un punto de vista fáctico, hoy es posible separar el acontecimiento natural-personal de la unión de hombre y mujer del proceso puramente biológico. Según la convicción de la moral transmitida por la Iglesia y fundamentada en la Biblia, a esta posibilidad de hecho se contrapone una inseparabilidad ética.
En ambas posiciones entran en juego decisiones espirituales fundamentales, ya que tampoco lo que se hace en el laboratorio es en absoluto consecuencia de premisas puramente mecanicísticas, sino fruto, más bien, de una concepción fundamental del mundo y del hombre.
Antes de seguir adelante de manera sólo argumentativa, resultará útil dar una doble ojeada hacia atrás en la historia. En primer lugar, trataremos de poner de relieve algunos aspectos de la prehistoria cultural de la idea de «reproducción» artificial; la segunda ojeada histórica se deberá dirigir, en cambio, a lo que dice la Biblia sobre nuestro problema.

B) Diálogo con la historia

a) El «hombrecillo» en la historia de la cultura

La idea de poder «fabricar» el hombre ha encontrado quizá su primera expresión en el judaísmo de la cábala, con la idea del Golem. Debajo está la idea, formulada en el libro de Jezira (más o menos 500 años después de Cristo), del poder creativo de los números: mediante la recitación ordenada de todas las combinaciones creadoras imaginables de letras, se logra al final la producción del «hombrecillo», el Golem. En conexión con esto, desde el siglo XIII nace la idea de la muerte de Dios: el «homunculus», finalmente producido, habría arrancado de la palabra «Emeth», verdad, la «alef», la primera letra. Y así, en su frente, en lugar de la inscripción «Jahvéh Dios es verdad», estaría el nuevo lema: «Dios ha muerto». El Golem explica este nuevo lema con una semejanza que, sintéticamente resumida, concluye así: «Si vosotros, como Dios, podéis crear un hombre, entonces se dirá: no hay en el mundo ningún Dios fuera de éste...». Se pone en conexión «crear» con «poder», el poder está ahora en las manos de quienes pueden producir los hombres; y con dicho poder, han tomado el puesto de Dios, el cual, en consecuencia, ha desaparecido del horizonte del hombre. Resta la cuestión de saber si estos nuevos detentadores del poder, que han encontrado las llaves del lenguaje de la creación y pueden combinar sus elementos basilares, recordarán que su actividad es posible sólo porque existen ya los números y las letras, cuyas informaciones saben ahora combinar.
La variante más conocida de la idea del «homunculus» se encuentra en la segunda parte del Fausto de Goethe. Wagner, el discípulo, fanático de la ciencia, del gran doctor Fausto, ha conseguido, en ausencia de éste, la obra maestra. El «padre» de este nuevo arte no es el espíritu, orientado a las grandes cosas y que busca el sentido del todo, sino, más bien, el positivista que aprende y aplica, como se podría caracterizar acertadamente a Wagner. No obstante, el hombrecillo del alambique, desde la probeta en la que se encuentra, reconoce inmediatamente en Mefistófeles a su sobrino: Goethe establece así un parentesco entre el mundo artificial y autocreado del positivismo y el espíritu de la negación. Para Wagner y para su modelo de racionalidad, es éste precisamente el momento del máximo triunfo:
«¡Dios nos guarde! El modo antiguo de procrear lo declaramos una pura farsa;... Si el animal encuentra en ello gusto, el hombre, en cambio, con sus grandiosas capacidades debe tener un origen más alto, mucho más alto».
Y un poco más adelante:«Pero de ahora en adelante queremos reírnos del acaso: un cerebro que deba pensar exactamente lo hará, de ahora en adelante, un pensador... ¿Qué más quiere el mundo?
El misterio está a la luz del día».
En estos versos Goethe pone claramente de relieve dos fuerzas motoras presentes en el intento de producir artificialmente el hombre. Con ello quiere también criticar un cierto tipo de ciencia de la naturaleza que rechaza, percibiéndola como «wagneriana»: en primer lugar se pone el deseo de desvelar los misterios, de comprender el mundo y de reducirlo a chata racionalidad que quiere legitimarse con el poder-hacer. Además de esto, Goethe ve en acto también un desprecio de la «naturaleza» y de su razón más grande y misteriosa en favor de una racionalidad programadora y calculadora. El símbolo de la estrechez, de la falsedad y del carácter secundario de este tipo de razón y de sus creaciones es la probeta; el hombrecillo vive «in vitro»:
«Así son las cosas: apenas basta el mundo para lo que es natural; para lo que es artificial basta un espacio cerrado». E l pronóstico de Goethe es que la probeta -la pared artificial- al final debe estrellarse contra la realidad. Porque el «hombrecillo» es artificial y está tomado, sin embargo, de la naturaleza se le escapa a su hacedor de las manos; está en tensión entre el temor inquieto por su cristal protector y la impaciencia por romperlo, siempre tratando de convertirse en realidad. Goethe ve el final conciliándolo a su manera: el hombrecillo vuelve llameando a los elementos, al himno del todo, a su fuerza creadora: a «Eros que ha comenzado todo». Las llamas en las que se disuelve se convierten en ardiente prodigio. Pero aun cuando Goethe, aquí como en el final de su Fausto, sustituye el juicio con la reconciliación, el flameante estallido del vidrio es, no obstante, un juicio sobre la pretensión del «hacer» que sustituye el «crear», y que tras un camino lleno de contradicciones debe acabar en «fuego» y «olas».
La reproducción autoproducida tendrá que naufragar un día contra la naturaleza original, contra la realidad auténtica de las cosas. Así se revelará en su mezquindad: «Homunculus» resta realmente un hombrecillo y representa de esa manera una alegoría del espíritu que lo ha producido, y de aquella reducción del ser de la que vive.
Ya en la víspera de su realización en el 1932, Aldous Huxley escribió su utopía negativa de «El mundo nuevo». Es claro que en este mundo definitivamente y completamente científico los hombres podrían ser producidos sólo en el laboratorio. El hombre se ha emancipado definitivamente de su naturaleza; no quiere seguir siendo una criatura natural. Cada uno será compuesto -según las necesidades- en un laboratorio, en vista de las funciones que deberá desarrollar. Desde hace mucho tiempo, la sexualidad ya no tiene nada que ver con la propagación de la especie humana; incluso el simple recuerdo de tal cosa resulta una ofensa para el hombre programado.
Habiendo perdido su función original, la sexualidad es ahora uno de los narcóticos con los que la vida se hace soportable, una especie de seto positivista para proteger la conciencia del hombre y eliminar las preguntas que suben del fondo de su ser. En consecuencia, es claro que la sexualidad no puede tener ya nada que ver con lazos personales, con la fidelidad y el amor: esto sería llevar de nuevo al hombre a los viejos ámbitos de su existencia personal. En este nuevo mundo ya no hay ningún dolor, ninguna preocupación, sólo racionalidad y embriaguez; todo, para todos, está programado. La pregunta ahora es sólo ésta: ¿quién es el sujeto de esta razón programadora? La respuesta es: el «Consejo mundial de administración»; la administración de la racionalidad hace a la vez evidente su profunda irracionalidad. Huxley, como él mismo anotaba en 1949, escribió su libro como un esteta escéptico que ve al hombre entre las alternativas del delirio y de la insensatez, de la utopía cientista y de la bárbara superstición. Ya en el prefacio de 1949, y después de nuevo en el ensayo «Retorno al nuevo mundo» de 1958, muestra claramente que su obra hay que entenderla como una defensa de la libertad, como una llamada a los hombres para que busquen la vía estrecha que pasa entre el delirio y la insensatez, es decir, la existencia en la libertad. Como es lógico, Huxley es más preciso y convincente en su parte crítica que en sus propuestas positivas, de contenido más bien general.
Pero al menos una cosa muestra con claridad: el mundo de la planificación racional, de la «reproducción» humana, organizada y dirigida científicamente, no es en absoluto el mundo de la libertad. Que ese mundo reduzca el origen del hombre a «reproducción» es por el contrario expresión de la negación de la libertad personal: la reproducción es montaje de necesidades; su mundo es la realidad descrita por la cábala, combinación a partir de letras y números; quien conoce su códice, tiene poder sobre el todo. ¿Es quizá una casualidad que hasta ahora no haya ninguna visión poética positiva de un futuro en el que el hombre será reproducido «in vitro»? ¿O es que en ese origen se encuentra la negación interior y, en definitiva, la eliminación de la dimensión humana que la poesía saca a la luz?

b) El origen del hombre según la Biblia

Tras esta breve ojeada a los precedentes históricos más conocidos de la ideología de la reproducción, podemos volvernos ahora a aquella obra que es la fuente decisiva para la idea de la procreación del hombre: la Biblia. Tampoco en relación con este tema podemos desarrollar aquí un análisis exhaustivo, sino dar sólo una primera ojeada a algunas de las afirmaciones bíblicas características. Con este fin nos limitamos esencialmente a los primeros capítulos del libro del Génesis, en los que se fundamenta la imagen bíblica del hombre y de la creación.
Un primer punto esencial lo formula San Gregorio de Nisa de manera muy precisa en sus Homilías sobre el Génesis: «Pero, el hombre, ¿cómo ha sido hecho? Dios no ha dicho: "Sea hecho el hombre"... La creación del hombre es más alta que todas los demás. "El Señor tomó...". Él quiere formar nuestro cuerpo con sus mismas manos». Deberemos volver sobre este texto cuando hablemos no ya del primer hombre, sino de todo hombre; aparecerá así que la Biblia hace evidente a propósito del primer hombre lo que, según su convicción, vale para cada hombre. A esta imagen de las manos de Dios que forman el hombre de la tierra, corresponde otra afirmación en la narración más reciente de la creación, propia del así llamado documento sacerdotal: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). En ambos casos se trata de mostrar de manera específica al hombre como criatura de Dios; en ambos casos se trata de mostrar que no es un simple ejemplar de una clase de seres vivos, sino que es, por el contrario, algo nuevo en relación a ellos, donde se da algo más que una simple reproducción, es decir: un nuevo comienzo que va más allá de toda combinación del material informativo ya existente; que presupone otra cosa -«el otro»-, y así nos enseña a pensar «Dios». Tanto más importante es entonces que, en el acto creativo, se diga: hombre y mujer los creó. Diversamente a lo que ocurre con los animales y las plantas donde no se dan más órdenes que la de multiplicarse, en este caso la fecundidad se liga al hecho de ser hombre y mujer. El relieve que Dios da al acto creativo no hace superflua la reciprocidad humana, le confiere su valor: precisamente porque aquí entra en juego Dios mismo, el «transporte» de los cromosomas no puede tener lugar de cualquier modo; precisamente por esto, el modo de esa creación debe ser digna. Según la Biblia este camino digno es sólo uno: que hombre y mujer se hagan una cosa, «una sólo carne».
De este modo nos encontramos con dos importantes expresiones del lenguaje bíblico que debemos considerar un poco más de cerca. La descripción del Paraíso termina con una palabra que suena como una afirmación profética sobre la naturaleza del hombre: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sólo carne» (Gn 2, 24). ¿Qué significa «los dos se hacen una sólo carne»? Mucho se ha discutido sobre esta expresión; algunos sostienen que con ella se indica la unión sexual; otros, en cambio, dicen que se alude al niño, en el que los dos se funden en una sola carne... No se puede alcanzar certeza en este punto, pero quien más se acerca probablemente a la verdad es Franz Julius Delitzsch cuando afirma que ahí se expresa la «unidad espiritual, la comunión personal que abarca todas las dimensiones». En cualquier caso, este profundísimo convertirse hombre y mujer en una sola cosa es visto como destino del hombre y como lugar donde se cumple el mandato creativo dado al hombre, puesto que corresponde en libertad a la llamada del propio ser.
En la misma dirección nos orienta otra palabra fundamental de la antropología bíblica: la comunión sexual de hombre y mujer la designa el Antiguo Testamento con la palabra «conocimiento». Con la expresión: «Conoció el hombre a Eva, su mujer», se indica, en el comienzo de la historia, la procreación humana (Gn 4, 1). Es justo no meter demasiada filosofía en este uso lingüístico. Se trata aquí, en primer lugar, como justamente ha puesto de relieve Gerhard von Rad, de un «pudor del lenguaje», que deja respetuosamente en el misterio lo más íntimo de la comunión humana. Y sin embargo, es importante advertir que el término hebraico «jàda"» significa exactamente conocer también en el sentido de experiencia, de confiada familiaridad. Cl. Westermann piensa que se puede dar un paso más al afirmar que «jàda"» no significa «conocimiento y saber en el sentido del conocimiento objetivo, como conocer "algo" o saber "algo", sino, más bien, el conocer que adviene en el encuentro». El uso de ese término para designar el acto sexual muestra que «aquí la relación corpórea entre hombre y mujer no se piensa sobre todo a nivel fisiológico, sino, primariamente, a nivel personal».
Se pone de nuevo de relieve la inseparabilidad de todas las dimensiones del ser humano, las cuales, precisamente en su entramado, constituyen la especificidad del ser «hombre», cosa que falta cuando se comienzan a aislar sus elementos singulares.
Pero, ¿cómo presenta concretamente la Biblia la formación del ser humano? Querría citar tan sólo tres pasajes que ofrecen una respuesta muy clara al respecto. «Tus manos me han hecho y me han formado», dice el orante a su Dios (Ps 119, 73). «Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre... Mis huesos no se te ocultaban cuando era yo hecho en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra» (Ps 139, 13-15). «Tus manos me han plasmado, me han formado... ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como la cuajada?» (Job 10, 8-10). En estos textos se pone de relieve lo que importa. De un lado, los autores de la Biblia saben muy bien que el hombre es «tejido» en el seno de la madre, que en ese lugar se le hace «fermentar como al queso». Pero, al mismo tiempo, el seno materno se identifica con la profundidad de la tierra, de manera que todo orante de la Biblia puede decir de sí: tus manos me han formado, me has plasmado como arcilla. La imagen con la que se describe la formación de Adán vale, del mismo modo, para todo hombre. Todo ser humano es Adán, un nuevo comienzo; Adán es todo ser humano. El acontecimiento fisiológico es mucho más que un evento fisiológico, más que una nueva combinación de informaciones; todo aparecer de un ser humano es creación. Lo extraordinario es que esto no sucede junto a, sino en los procesos de los seres vivos y de su «invariable reproducción». Añadamos todavía una última, enigmática, palabra, que completa esta imagen. Según la narración bíblica, Eva, en el primer nacimiento de un ser humano, prorrumpe en un grito de júbilo: «¡He adquirido un varón con el favor de Yahvéh!» (Gn 4, 1). De manera extraña y muy discutida se repite aquí el término «adquirir», pero hay buenos motivos para decir que resulta extraño precisamente porque expresa algo muy singular. Análogamente a como ocurre en otras lenguas antiguas del Oriente, el vocablo significa «creación por generación o nacimiento»21 . Con otras palabras, el grito de júbilo expresa todo el orgullo, toda la felicidad de la mujer que se convierte en madre; pero expresa también la conciencia de que toda generación y todo nacimiento humanos se realizan con una especial «colaboración» de Dios, que ahí el ser humano se supera a sí mismo, que da más de lo que posee y es: mediante el elemento humano de la generación y del nacimiento tiene lugar la creación.

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