jueves, 3 de enero de 2013

Bautismo del Señor - Beato Columba Marmion

El Bautismo del Señor

En el bautismo de Jesús, por el que inicia su vida pública, oímos al Padre entronizar a Cristo, "como Hijo muy amado" (Mt 3, 17; Mc 1,11; Lc 3,22), y la enseñanza de Jesús a las almas, durante los tres años de su ministerio exterior, es como continuo comentario de aquel testimonio. Veremos a Cristo manifestarse en sus actos, y palabras, no como Hijo adoptivo de Dios, no como un sujeto escogido para especial misión ante su pueblo, cual lo habían sido los simples profetas, sino como el propio Hijo de Dios, Hijo por naturaleza; de consiguiente, con las mismas prerrogativas divinas, los mismos derechos absolutos del Ser soberano, por lo cual exige de nosotros la fe en el carácter divino de su obra y de su persona.
Quien atentamente lee el Evangelio, luego ve que Cristo habla y obra, no sólo como hombre, sino como Dios y superior a toda criatura.
[…]
Si nos preguntamos ahora por qué Cristo testifica así su divinidad, nos convenceremos de que es para afianzar nuestra fe; verdad que tenéis harto sabida, pero que por ser tan capital, la hemos de considerar muy despacio, pues toda nuestra vida sobrenatural y toda nuestra santidad estriba en la fe, y ella, a su vez, se funda en los testimonios que demuestran, la divinidad del Salvador. San Pablo nos exhorta a que consideremos a Nuestro Señor como Apóstol y Pontífice de nuestra fe. Considerate apostolum et pontificem confessionis nostrae Jesum (Heb 3,11). “Por tanto, hermano santos, partícipes de una vocación celestial, considerad al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe, a Jesús…” “Apóstol” significa aquel que es enviado para cumplir una misión, y San Pablo dice que Cristo es el Apóstol de nuestra fe. ¿De qué manera?
El Verbo encarnado, en expresión de la Iglesia, es Magni consilii Angelus (Intorito de la Tercera Misa de Navidad), el enviado del gran consejo, que se halla en medio de los resplandores de la divinidad. ¿Para qué es enviado? Para revelar al mundo "el misterio oculto en Dios desde todos los siglos", el misterio de la salvación del mundo por el Hombre-Dios.
Tal es la verdad fundamental de la cual tiene Cristo que dar testimonio: Ego in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum, ut testimonium perhibeam veritati (Jn 18, 37). “Para esto he nacido yo y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”
La gran misión de Jesús, en especial durante su vida pública fue manifestar su divinidad al mundo: Ipse enarravit (Jn 1, 18). “ Él lo ha contado” Toda su enseñanza, su vida, sus milagros propenden a grabar esta verdad en el espíritu de sus oyentes. Vedle, por ejemplo, en el sepulcro de Lázaro: antes de resucitar a su amigo, Cristo levanta los ojos al cielo. "¡Oh Padre! —exclama— gracias te doy porque siempre me has oído; bien es verdad que yo sabía que siempre me oyes: mas lo he dicho por razón de este pueblo que me rodea, para que crean que tú eres el que me has enviado”  Ut credant quia tu me misiti (Jn 11, 41-42).”Para que crean que tú me has enviado” Nuestro Señor, sin duda, va poco a poco insinuando esta verdad; a fin de no atacar de frente las ideas monoteístas de los judíos, va como revelándose por grados; pero con admirable táctica, lo encauza todo hacia esa manifestación de su filiación divina. Al fin de su vida, cuando los espíritus rectos están ya bastante preparados, ya no repara en proclamar su divinidad a boca llena y ante sus mismos jueces, aún a riesgo de perder la vida.
Jesús es el Rey de los mártires, de todos aquellos que, derramando su sangre, profesaron la fe en su divinidad; es el primero que fue entregado e inmolado por haberse proclamado Hijo único de Dios.
En su última oración, parece que da cuenta al Padre de su misión, y la resume en estas palabras; “Padre, cumplido he la obra que me encomendaste”. Más ¿qué logró con todo ello? "Mis discípulos, aceptaron por su parte mi testimonio; y han reconocido con certidumbre que yo salí de Ti, y han creído que Tú eres el que me enviaste": Pater, opus consummavi, quod dedisti mihi tu faciam     et ipsi acceperunt et cogverunt vere quia a te exivi et crediderunt quia tu me misisti (Jn 17, 4, 8). “ Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándolos del mundo. Tuyos era y tú me los has dado, y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado lo que tú me comunicaste, ellos han aceptado que verdaderamente vengo de ti, y han creído que tú me has enviado”.
De ahí que esta fe en la divinidad de su Hijo es, según la palabra misma de Jesús, la obra por excelencia que Dios exige de nosotros: Hoc est opus Dei, ut credatis in eum quem misit ille (Jn 6, 29) “Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado”.
Esta fe consigue la curación de muchos enfermos: Secundum fidem vestram fiat vobis; Mc, 5, 34; “Hija tu fe te ha sanado vete en paz y queda curada de tu enfermedad” Hágase en vosotros según vuestra fe” (Mt 9, 29); a Magdalena, el perdón de sus pecados: Fides tua te salvan fecit; vade in pace (Lc 7,50); constituye a Pedro fundamento indestructible de la Iglesia, hace a los Apóstoles gratos al Padre y objeto de su amor: Pater amat vos, quia vos me amastis, et credidistis (Jn 16, 27) “Pues el Padre mismo os quiere, porque me habéis queridoa mí y habéis creído que salí de Dios”.
Esta fe, además, nos hace nacer hijos de Dios: His qui credunt in nomine ejus (Jn 1,12)” Pero a todos lo que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios a los que creen en su nombre”; hace brotar en nuestros corazones las fuentes divínales de la. gracia del Espíritu Santo: Qui credit in me, flumina de ventee ejus fluent aquae vivae ( Jn 7,38) El que crea en Mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva”; disipa las tinieblas de la muerte: Veni ut omnis qui credit in me in tenebris non maneat (Jn 3, 15) “Para que todo el que crea tenga por Él vida Eterna”; nos comunica la vida divina, porque hasta tal punto amó Dios al mundo, que nos dio su único Hijo, a fin de que todos cuantos en El creyeren, no perezcan, sino que posean la vida eterna": Ut omnis qui credit in ipsum non pereat, sed habeat vitam aeternam (Jn 12, 46). “Todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Por no haber tenido esta fe los enemigos de Jesús, perecieron, "Si Yo no hubiera venido y no les hubiera predicado, no tuvieran culpa por no creer; mas ahora no tienen excusa de su pecado” ( Jn 15, 22); por tanto, el que no cree en Jesús, Hijo único de Dios, está ya desde ahora juzgado y condenado: Qui autem non credit, jam fudicatus est: quia non credit in nomine Unigeniti Filii Dei (Jn 3, 18). “El que cree en Él no es condenado, pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre (persona) del Hijo Único de Dios.
Véis, pues, cómo todo se compendia en la fe en Jesucristo, Hijo eterno del Padre; ella es la base de toda nuestra vida espiritual, la raíz profundísima de toda justificación, la condición esencial de todo progreso, el medio seguro para llegar a la cumbre esencial de toda santidad.
Postrémonos a los pies de Jesús y digámosle: "¡Oh divino Jesús, Verbo encarnado, descendido del cielo para revelarnos los secretos que, como Hijo único de Dios, contemplas continuamente en el seno del Padre!" creo y confieso, que eres Dios como Él e igual a Él"; creo en Ti, creo ''en tus obras'', creo en tu persona; creo que procedes de Dios", y eres "uno con el Padre"; que el "que te ve, le ve a Él"; creo que "eres la resurrección y la vida", Sí, lo creo, y al creerlo, te adoro y consagro todo mi ser a tu servicio, con toda mi actividad y toda mi vida. En Ti, creo, Jesús mío, aumenta mi fe. ¡Credo, Domine, sed adjuva incredulitatem meum!
Al revelar Cristo al mundo el dogma de su filiación eterna, lo hizo mediante su santa Humanidad en la cual nos manifiesta las perfecciones de su naturaleza divina. Aunque es verdadero Hijo de Dios, prefiere llamarse "Hijo del hombre", dándose este mismo título en las ocasiones más solemnes en las que reclama y defiende las prerrogativas del Ser divino.
En efecto, siempre que entramos en contacto con Él; nos hallarnos en presencia de este sublime misterio: unión de dos naturalezas -divina y humana- en una sola y misma persona, sin mezcla ni confusión de naturalezas, ni división de la persona.
He aquí el misterio inicial que continuamente debernos tener ante los ojos cuando contemplamos a Nuestro Señor. Cada uno de sus misterios hace resaltar, o la unidad de su persona, o la verdad de su naturaleza divina, o la realeza de su naturaleza humana.

Uno de los aspectos más profundos, y, a la vez, más tiernos del misterio de la Encarnación, es la manifestación de las divinas perfecciones hecha a los hombres mediante la naturaleza humana. Los atributos de Dios, sus perfecciones eternas, que en este mundo nos son incomprensibles y exceden a nuestro mezquino saber, los descubre el Verbo encarnado, haciéndose hombre, aún a los espíritus más sencillos, con las palabras salidas de sus labios humanos, con las obras realizadas en su naturaleza de hombre. Haciéndolas sentir a nuestras almas por medio de acciones sensibles, nos embelesa y no atrae. Ut dum visibiliter Deum cognoscimus,  per hunc in invisibilium amorem rapiamur. Durante la vida pública de Jesús es donde, sobre todo se declara y realiza esta economía sapientísima y de infinita misericordia.
Entre todas las divinas perfecciones, el amor es, sin duda, la que el Verbo encarnado con más insistencia se complace en revelar. Para que el corazón humano llegue a entrever el amor inmenso que excede a todo humano cálculo, necesita un amor tangible. Y es, que nada seduce tanto a nuestro pobre corazón como contemplar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, traduciendo con hechos humanos la eterna bondad. Al verle derramar con profusión, en derredor suyo, inagotables tesoros de compasión, innumerables riquezas de misericordia, podemos en alguna manera concebir la infinidad de este océano de bondad divina, de donde la Humanidad sacratísima saca tantos bienes para nosotros.
Fijémonos en algunos rasgos y comprobaremos la extraña condescendencia de nuestro Salvador que se rebaja hasta la humana miseria en todas sus formas, hasta la de pecado; y no olvidéis que, aún cuando se inclina hacia nosotros, persevera siendo el Hijo de Dios y Dios mismo, el Ser Todopoderoso que, fijando todas las cosas en la verdad, nada hace que no sea cabal y perfecto. De este modo comunica, a las palabras de bondad que profiere y a los actos de misericordia que realiza, un precio inestimable que los realza sobremanera, y acaba, sobre todo, por subyugar a nuestras almas, manifestándonos los dulcísimos hechizos del corazón de nuestro Salvador y nuestro Dios.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, pp. 247-256)

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